E-Book, Spanisch, 165 Seiten
Borbolla Pasado cero
1. Auflage 2024
ISBN: 978-607-16-8493-6
Verlag: Fondo de Cultura Económica
Format: EPUB
Kopierschutz: 0 - No protection
E-Book, Spanisch, 165 Seiten
ISBN: 978-607-16-8493-6
Verlag: Fondo de Cultura Económica
Format: EPUB
Kopierschutz: 0 - No protection
Sin recordar absolutamente nada, el personaje de esta novela, disfrazado de mujer en un aeropuerto, con un maletín lleno de euros y una bolsa de mano, inicia el escape de unos enemigos que no tiene claro quiénes podrían ser. En su travesía intenta recuperar sus recuerdos básicos y ajustarse a una realidad por completo desconocida, adoptar una personalidad tras otra y confiar, sobre todo eso, en las personas que va conociendo en distintos momentos de un viaje que parece no tener fin. Pasado cero de Óscar de la Borbolla es una novela ágil y cautivadora, que cuestiona la memoria y la buena voluntad de las personas, además de retratar, con peculiar humor, las peripecias de un mundo en constante cambio.
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1
NO RECORDABA nada, pero esa silueta inconfundiblemente femenina que le devolvía el ventanal no podía ser la suya. No se sentía mareado; simplemente no sabía quién era, ni entendía qué hacía ahí sentado con una bolsa de mujer y un maletín de cuero sobre las piernas. Miró a su alrededor y personas de diferentes nacionalidades ocupaban impasibles el resto de los asientos. Estaba, al parecer, en la sala de espera de algún aeropuerto; pero ¿quién era? Su cabeza se le antojó como una tabula rasa donde la forma de los objetos parecía imprimirse por primera vez. ¿Cómo había llegado ahí?
Sintió el impulso de pedir ayuda, pues resultaba evidente que había perdido la memoria, pero al intentar incorporarse se detuvo: estaba solo, con un maletín y una bolsa de mano, rodeado de desconocidos y en algún aeropuerto de algún país sin recordar absolutamente nada, ni siquiera reconocía su propia imagen. La desconfianza se impuso a su necesidad de auxilio.
El bolso tenía un candado y, sin pensarlo, metió la mano en el bolsillo del abrigo: la llave estaba ahí. Lo atinado de su acto le devolvió la esperanza: tal vez podría recuperarse de un momento a otro y esa amnesia sólo representaría un mal rato que festejaría al volver a casa con los suyos… La expresión “los suyos” le sonó completamente extraña, aunque era lógico que tendría que formar parte de algo, tener amigos e incluso una familia.
Al introducir la llave en el candado notó con disgusto el largo de sus uñas pintadas. En la bolsa había un pasaporte mexicano con la foto de una mujer que se llamaba Maura Trebor, pero ni la foto ni el nombre le resultaron conocidos; tampoco le dijeron nada los sellos de entradas y salidas estampados en el pasaporte: no recordaba haber estado en esos países. Había, además, un pase de abordar para ir de Madrid a Lisboa, una cartera con billetes, tarjetas de crédito y una licencia de conducir, todo a nombre de la misma Maura Trebor: se convenció de que ése debía de ser su nombre.
En el pasaporte figuraba un domicilio en México y eso lo tranquilizó: en el peor de los casos, se dijo, regresaré a mi casa y ahí con algún tratamiento podré recuperarme.
Tomó el maletín y la bolsa, y pensó que lo mejor que podía hacer era ir al baño de la sala de espera: un poco de agua en la cara le serviría para refrescarse y tal vez se le aclararían las ideas. Al ponerse de pie le resultó difícil caminar con los zapatos de tacón. Quizá en el maletín vengan unos zapatos más cómodos, se dijo. Ante las puertas de baño dudó si debía meterse al de hombres o al de mujeres; optó por el de mujeres, pues una jovencita que salía detuvo la puerta y lo invitó a pasar: Adelante, le dijo.
Ante la nitidez de su imagen en el espejo del baño, se le hizo aún más increíble que ésa fuese su cara: no la había visto nunca, tendría unos cuarenta años y aunque resultaba armoniosa, las facciones eran más bien duras como las de un hombre. ¿Quién era? ¿Qué hacía ahí? ¿Qué le había pasado? ¿Por qué llevaba tantos meses viajando?
El agua fría en el rostro le agradó y al pasarse las manos húmedas por la nuca notó que traía un cordón amarrado al cuello: era una bolsita oculta donde al parecer venían unos documentos. Dinero, pensó, pero al extender su contenido sobre el lavamanos vio que eran otros tres pasaportes: uno francés, otro argentino y uno más que ostentaba en la carátula la extraña palabra “Canadá”. No viajo sola, dijo alegrándose, pero al abrir los pasaportes descubrió que todos eran suyos o, al menos, que todos tenían su foto, aunque en cada uno aparecía un nombre diferente: en un caso, Madeleine Tournier; en otro, María Toscano, y en el de “Canadá”, Margaret Trottier. No recordaba quién era y ahora, en el colmo de la paradoja, tenía, tomando en cuenta el pasaporte mexicano, cuatro identidades distintas.
Puso ante sí los pasaportes. Podía elegir ser cualquiera de esas cuatro personas y, más aún, podía dirigirse a cuatro destinos diferentes, pues en cada uno de los documentos figuraba un domicilio y tenía, en consecuencia, casa en la ciudad de México, en París, en Buenos Aires y en Toronto. Tampoco la palabra “Toronto” le resultó comprensible. Por pura lógica infirió que debía ser una ciudad y “Canadá”, un país, pero ese olvido al cien por ciento era menos importante que el de su identidad.
No le asombró el hecho de que la firma en cada pasaporte —en las licencias de manejo y en las tarjetas de crédito— fuese tan sólo el nombre manuscrito correspondiente. De hecho, supo que esa letra de rasgos grandes y de giros redondos que aparecía en todos era la suya sin necesidad de comprobarlo.
Se quedó mirando los pasaportes con curiosidad y, de pronto, comprendió lo obvio: cuatro identidades oficiales constituían un ilícito. La atávica idea de que uno sólo puede ser uno le permitió entender lo fraudulento de andar con cuatro pasaportes: con razón los traía ocultos en esa bolsita discretamente colgada a su cuello. Había hecho bien en reprimir su impulso de pedir ayuda, ¿quién sabe en qué ando metida?, pensó, y fue a encerrarse en uno de los gabinetes de baño para abrir el maletín: estaba lleno hasta el tope de fajillas de billetes de cien euros. La sorpresa hizo que la sangre se le concentrara en el rostro y le mandara un mensaje de peligro que le secó la boca: no recordaba nada, pero entendía que lo contenido en el maletín era muchísimo dinero, tal vez varios millones y, entonces, los numerosos pasaportes, las tarjetas de crédito y los meses de viajar de un sitio a otro sólo podían significar que andaba huyendo. ¿Quién era? resultaba menos importante que resolver la pregunta: ¿de quién o de qué huía?
A las sucesivas sorpresas iba a sumarse otra: no era mujer sino hombre. Al levantarse el vestido para sentarse en la taza de baño descubrió que sólo estaba disfrazado de mujer. La sorpresa fue grata, pero el gusto desapareció enseguida al confirmar, mediante una sencilla deducción, que estaba en peligro: si estoy disfrazado, se dijo, es obviamente porque puedo ser reconocido. Alguien debe de estar buscándome, alguien que sí sabe quién soy…
Se sintió inerme y le sobrevino un ataque de pánico, pues lo de menos era haber perdido la memoria; el problema era que al no recordar nada no podía reconocer a quienes lo estuvieran buscando y, más aún, si estaba en un aeropuerto con un pase de abordar era evidente que antes de perder la memoria había decidido que lo mejor para él era irse; pero ¿estaría en Madrid?, ¿estaría a tiempo para abordar el avión a Lisboa?
Revisó en los bolsillos de su ropa, en los compartimentos del maletín y de su bolsa de mano buscando alguna pista adicional, pero no había ningún papel, ninguna agenda, ningún teléfono: nada, salvo unos dulces de menta y unos cuantos cosméticos: lápiz labial, maquillaje, rímel y una cajita de sombras para los ojos. Decidió calmarse, tenía que contener el temblor de su cuerpo y esa angustia que le impedía ordenar sus ideas. Lo primero era saber en dónde estaba y si la hora era oportuna para viajar a Lisboa.
Salió del baño de mujeres convencido de que no debía confiar en nadie y que de esa regla dependía su vida. En alguna tienda del aeropuerto podría adquirir un periódico y despejar sus dudas respecto de la fecha y, tal vez, en algún letrero descubriría su ubicación; sin embargo, no fue necesario: en la sala de espera donde había despertado la gente ya hacía fila para abordar y en el mostrador se indicaba que Lisboa era el destino del vuelo que estaba a punto de partir. Sacó el pase de abordaje y el pasaporte mexicano, y se formó en la fila procurando ocultar su nerviosismo.
Cuando el avión tomó vuelo en la pista, respiró aliviado: de lo que estuviera huyendo iba a quedar atrás; pero en cuanto el avión llegó a la altura de navegación y se estabilizó, una nueva pregunta volvió a inquietarlo: ¿y si quien lo seguía venía en el avión? No, se dijo, yo debí haber tomado todas las precauciones. Pero ¿y si no habían sido suficientes?, ¿si alguien —que no se había atrevido a acercársele en el aeropuerto a causa de las cámaras de seguridad— venía en el avión? Miró a los lados, pero ninguno de los pasajeros pareció especialmente sospechoso y, además, pensó, si quien anda tras de mí no se atrevió en el aeropuerto, menos lo hará adentro del avión. Este razonamiento hizo que se relajara. El vuelo —habían dicho por el altavoz— duraba poco más de una hora: debía establecer un plan de acción cuanto antes.
Lo primero al dejar el avión sería perder de vista a todos los que venían con él en el vuelo; pero ¿y si quienes lo buscaban en Madrid habían podido avisar a alguien para que lo esperara en Lisboa? Entonces, tenía que desaparecer de la vista de todos los que estuvieran en el aeropuerto. En cuanto aterrizara, debía tomar un taxi y dirigirse a algún sitio donde hubiera mucha gente; pero ¿cómo era Lisboa? No lo sabía. No importa, se dijo, todas las ciudades tienen alguna plaza populosa y el taxista lo sabrá; pero ¿no sería el taxista, precisamente, quien lo estuviera esperando para atraparlo?, la probabilidad existía por muy remota que fuese. Sin embargo, podía llamar un taxi y, en el último momento, subirse a otro.
Había una dificultad extra: en Lisboa se habla portugués y él no sabía si hablaba portugués; de hecho, no sabía en qué idioma hablaba. Este razonamiento lo dejó perplejo, pues recordaba el idioma que se usa en Lisboa, pero no en cuál hablaba...




