E-Book, Spanisch, 432 Seiten
Reihe: Otras Latitudes
Divry Fantástica historia de amor
1. Auflage 2025
ISBN: 979-13-8756364-6
Verlag: Nórdica Libros
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark
E-Book, Spanisch, 432 Seiten
Reihe: Otras Latitudes
ISBN: 979-13-8756364-6
Verlag: Nórdica Libros
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark
Sophie Divry (Montpellier, 1979). Activista de los movimientos feministas, ha ejercido el periodismo en publicaciones como La Décroissance y Le Monde Diplomatique. En sus cuatro novelas, Dirvy ha sometido a crítica diferentes aspectos de la sociedad del momento: explora la soledad en Signatura 400 (Blackie Books, 2011), las creencias religiosas en Journal d'un recommencement (Noir sur blanc, 2013), la insatisfacción cotidiana en La condition pavillonnaire. Es reconocida como una de las novelistas destacadas de la nueva hornada de narradores franceses.
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capítulo 2
Maïa
Está de pie bajo las ramas del gran cedro. Espera. Siente el contacto de las pipas de girasol en su palma abierta. Una sensación ligera, que asocia con la paciencia y la concentración. No se mueve. Su boca exhala vapor y una ligera bruma sube desde el lago, como en respuesta a su respiración.
El frío la hace estremecerse, contrae su piel expuesta entre las rodillas y los tobillos. Eleva la mirada hacia el cedro.
Nunca dura mucho tiempo.
Aparece un pájaro. Ella reconoce a un carbonero macho, ataviado con una corbata sobre su pecho amarillo. El pájaro desciende de rama en rama hasta posarse en una cercana, como evaluando la situación, sus riesgos y ventajas. Pero enseguida, como un viejo conocido, viene a posarse en la mano de Maïa. El carbonero toma una pipa en su pico y se va volando. Dura apenas un segundo, pero cada vez es un gozo. Vale la pena haberse levantado pronto, vale la pena vivir por esto.
Maïa suele comenzar su trote matutino con esos minutos de gracia en los que da de comer a los carboneros. Ese rito la reconcilia con sus manos.
Porque Maïa di Natale tenía un problema con sus manos. Un problema que la perseguía desde la infancia, un problema que nunca había podido explicar ni controlar.
Sus manos hacían desaparecer los objetos.
Durante mucho tiempo pensó que era distraída y olvidaba cosas aquí y allá. Se reprochaba su negligencia, y los días siguientes vigilaba más sus gestos. Pero bastaba una semana para que los objetos volvieran a desaparecer: su bufanda, las gafas de sol, los auriculares. El reloj, la cartera, las llaves de la oficina, en los casos más graves. Este defecto, o más bien esta maldición, había aparecido pronto en su vida. Su madre, cuando aún vivía, solía decirle: «Hija mía, tienes agujeros en las manos».
En varias ocasiones le había parecido que tenía algo más que un despiste: algo como intencionado. Pero luego había razonado. Maïa di Natale era periodista científica. No sentía inclinación por ninguna forma de irracionalidad. Sin embargo, sus manos parecían tener una premonición de los lugares donde podían dejar caer los objetos: el bolígrafo entre un radiador y la pared, el reloj en el fondo del cesto de la ropa sucia… Y una vez que se perdían, se perdían.
Un día —Maïa tendría unos veinte años—, tras perder una joya que adoraba, se lo confesó a su psicoterapeuta. Este se apresuró a relacionarlo con la muerte de su madre. «La pérdida, señorita, parece ser un problema recurrente en su vida. ¿Qué le inspira eso?». La joven se encogió de hombros. Su problema era muy anterior a la muerte de su madre. Esos fenómenos se habían multiplicado desde la escuela primaria.
Maïa acabó llamando a ese defecto «la desaparicionitis», y, como una enfermedad crónica, se acostumbró a ello. ¿Para qué afligirse? La mayoría de los objetos se pueden reemplazar. De otros podemos prescindir. Como los prismáticos para observar a los pájaros, que había vuelto a perder recientemente. Se había sentido consternada y triste, pero no era el fin del mundo. Y aunque su desaparicionitis volvía a contrariarla regularmente, nunca le confesó a nadie la magnitud del fenómeno.
Otro carbonero baja del cedro. Un carbonero azul esta vez, más pequeño que los otros, también más audaz. En apenas un segundo, se posa en su mano. El pájaro coge una semilla, la suelta sin razón aparente y, medio segundo después, toma otra, que lleva al árbol para quitarle la cáscara. Maïa sonríe. El carbonero eligió la semilla más grande de todas.
Un tercer carbonero, más tímido, que se había quedado en una rama cercana, se atreve finalmente a posar sus patas en la punta de sus dedos. Las hembras, siempre más desconfiadas que los machos.
Es tan agradable empezar el día así. Le da la impresión de estar fuera del tiempo, del mundo.
Sin embargo, ella lo sabía, cualquiera que reprodujera el mismo gesto, a la misma hora, con las pipas de calabaza o de girasol habría atraído igualmente a los carboneros. No se trataba de un mérito personal. Bastaba hacer el cálculo. El parque de la Tête d’Or lleva abierto al público desde 1857. Un carbonero vivía en promedio cuatro años y tenía varias nidadas de dos a seis crías. Desde la creación del parque se habían sucedido al menos doscientas generaciones de carboneros. Los primeros seguramente tendrían miedo de los hombres y solo comerían a una distancia prudencial las semillas que les lanzaban. Pero los que se acercaban engordaban más, pasaban mejor el invierno y se reproducían más fácilmente. Así, poco a poco, el patrimonio genético de los carboneros del parque había cambiado. El estrés producido por la presencia humana había disminuido hasta casi desaparecer. Y se habían vuelto capaces de posarse sobre unas manos extendidas.
Maïa confirmó su hipótesis darwinista al hablar con el señor Pascal, un jubilado asiduo del banco bajo el cedro. El anciano siempre llegaba con almendras enteras y ecológicas, además de avellanas, un verdadero festín que debía de costarle la mitad de su pensión. Estaba rodeado de carboneros, pero también de palomas y ardillas rojas que trepaban hasta su hombro para coger los frutos secos. El señor Pascal era todo un personaje en el parque de la Tête d’Or. Fue él quien le enseñó a Maïa cómo proceder. Habrá habido muchos señores Pascal desde 1857, por lo que no es de extrañar que, con el tiempo, los carboneros se hayan acostumbrado.
Todo tenía una explicación en este mundo.
El único problema que se le resistía a Maïa era su desaparicionitis.
Pasó una ráfaga de viento, volvió la cabeza y vio la silueta de un hombre apoyado contra un árbol. Se frotó las manos. De todas maneras, era hora de empezar a correr. Comprobó que seguía teniendo las llaves en el bolsillo y echó a trotar.
Su respiración se sincronizó con la carrera. Maïa atravesó el zoo y rodeó el gran prado de los ciervos. Los patos silvestres se habían despertado. Una oca caminaba bamboleándose sobre el césped. Maïa corría con zancadas regulares, como los corredores habituales. Media hora más tarde, desenganchó una bicicleta amarrada a la verja del parque y miró el teléfono. Tenía el tiempo justo de pasar por casa para darse una ducha antes de salir rápidamente para la oficina.
Al llegar a Lyon, Maïa había alquilado un apartamento en el barrio de Saint-Georges, en el 123 de la calle del mismo nombre, un piso de dos habitaciones en la cuarta planta, sin ascensor. Sus ventanas daban, por un lado, a una calle adoquinada y, por el otro, a una colina arbolada. Le gustaba mucho su barrio, histórico y bonito arquitectónicamente, próximo a las estaciones de tren de Perrache y Bellecour. Tampoco quedaba muy lejos en bicicleta del distrito 7, donde estaban situadas las oficinas del periódico donde trabajaba. Para ella, era el lugar ideal.
Sin embargo, había observado que ningún lionés vivía allí. Ningún colega, ningún amigo de un amigo, ningún socio del club deportivo, nadie.
Había encontrado varias explicaciones para este fenómeno:
1. El barrio de Saint-Georges se reducía a tres calles adoquinadas, encerradas entre el río Saona y las estribaciones de Fourvière, por lo que pocos habitantes podían tener realmente una dirección allí.
2. Era un barrio de estudiantes y ella ya no frecuentaba estudiantes.
3. No había sitio para aparcar, y la gente con la que se relacionaba aún solía tener coche.
4. Muchos apartamentos en Lyon se habían convertido en Airbnb para los turistas, atraídos por el barrio de Saint-Jean, catalogado por la Unesco. En cierta manera, eran personas que no existían.
Evidentemente, durante la mudanza, una caja de libros se había volatilizado. Sin embargo ella estaba segura de haberla puesto en el camión al irse de París. Florence, su mejor amiga, pero también Jules y Jacques, los gemelos del periódico, habían venido para ayudarla a descargar. Al cabo de una hora el camión estaba vacío, pero por la noche le faltaba una caja. Su desaparicionitis había atacado de nuevo.
Esa mudanza permanecía como un buen recuerdo. Los gemelos estaban llenos de entusiasmo. Jules y Jacques siempre estaban de acuerdo en todo, ya fuera sobre la línea editorial o sobre cuándo hacer las pausas para subir cuatro pisos con una lavadora. En aquella época Maïa los diferenciaba únicamente por el vello: Jules llevaba bigote, Jacques una perilla. El bigotudo detentaba claramente el liderazgo.
Fue él quien había querido fundar la revista mensual Comprender. Jules Morichon estaba harto de las obligaciones de rentabilidad que tenían esclavizada a la prensa científica, decía. Había que cambiar de modelo. Comprender debía ser más atrayente, más participativa en la toma de decisiones (aunque Jules y su hermano seguían siendo los únicos accionistas). Maïa y Florence, que, al igual que los gemelos, trabajaban en Ciencia & Vida, se sintieron lo bastante seducidas por el proyecto para dejar París. Desde los atentados de 2015, Florence quería una ciudad más tranquila para sus hijos. Maïa siempre había deseado mudarse más cerca de su padre, que seguía viviendo en la Provenza.
Las relaciones de género no se alteraron. Los hombres eran accionistas, redactor jefe y diseñador gráfico; las mujeres, empleadas, secretarias de redacción y reporteras. La familia Morichon había puesto unas oficinas a su disposición en el distrito 7. Maïa descubrió en esa ocasión hasta qué punto los gemelos provenían de una...




