E-Book, Spanisch, Band 2, 360 Seiten
Reihe: Cuarteto de Alejandría
Durrell Balthazar
1. Auflage 2021
ISBN: 978-84-350-4826-2
Verlag: EDHASA
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)
E-Book, Spanisch, Band 2, 360 Seiten
Reihe: Cuarteto de Alejandría
ISBN: 978-84-350-4826-2
Verlag: EDHASA
Format: EPUB
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Lawrence Durrell se dio a conocer como poeta y novelista en la década de los treinta y obtuvo el primer gran éxito de crítica con 'El libro negro', escrito en París en 1938. Sin embargo, es 'El cuarteto de Alejandría', la impresionante tetralogía compuesta por 'Justine' (1957), 'Balthazar' (1958), 'Mountolive' (1958) y 'Clea' (1960), la obra que le convierte en un clásico de nuestro tiempo -debido en buena medida a su exploración de las posibilidades del lenguaje narrativo- y que provocó entusiastas comparaciones del autor con Proust y Faulkner. También disponible en edición de bolsillo en Edhasa 'El laberinto oscuro' (1958), 'Tunc' (1968), o 'Nunquam' (1970) son otros buenos ejemplos de su talento. Con 'Monsieur o El Príncipe de las Tinieblas' (1974) inició un quinteto o, en sus palabras, un quincunce (que completa con 'Livia',' Constance', 'Sebastian' y 'Quinx') que llevó un paso adelante sus investigaciones narrativas y asentó su obra de madurez. Es autor también de poesía (Poemas completos, 1931-1974, 1980) y de varias obras a medio camino entre el ensayo y el libro de viajes.
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I
Tonalidades del paisaje: del castaño al bronce, horizonte escarpado, nube baja, suelo de perla con sombras nacaradas y reflejos violetas. El polvo leonado del desierto: tumbas de los profetas que viran al zinc y al cobre cuando el sol se pone en el antiguo lado. Sus enormes fallas en la arena, como filigranas que traza el aire; verde y cidra que desembocan en metal oxidado, en una única vela color de ciruela oscura, húmeda, palpitante, ninfa de alas pegajosas. Taposiris ha muerto entre sus columnas desmoronadas y sus balizas, los Harponeros han desaparecido... Mareotis bajo un cielo de lila caliente; verano: arena color de cuero, cielo de mármol ardiente otoño: grises de magulladura tumefacta invierno: nieve crujiente, arena fría paneles de cielo claro, destellos de mica verdes lavados del delta, magníficos campos de estrellas
¿Y la primavera? Ah, no hay primavera en el delta, no hay sensación de rejuvenecimiento y renovación en las cosas. Se sale bruscamente del invierno para caer en la efigie de cera de un verano demasiado caliente, irrespirable. Pero aquí por lo menos, en Alejandría, las bocanadas del mar nos salvan del peso inmutable de la nada del verano, trepan por encima de la barra, entre los barcos de guerra, y agitan los toldos rayados de los cafés en la Grande Corniche.
* * *
La ciudad, a medias imaginada (y sin embargo absolutamente real), empieza y termina en nosotros, tiene sus raíces plantadas en nuestra memoria. ¿Por qué debo volver a ella noche tras noche, escribiendo junto al fuego de algarrobo mientras el viento del Egeo se aferra a esta casa isleña, la aprieta y luego la suelta, doblando los cipreses como arcos? ¿No he dicho ya bastante de Alejandría? ¿Me dejaré contaminar otra vez por los sueños de la ciudad y el recuerdo de sus habitantes? ¡Esos sueños que creí cerrados bajo llave en el papel, confinados en las cámaras blindadas de la memoria! Se diría que me complazco en mi desdicha. Pero no es así. Un solo factor casual ha cambiado todo, me ha obligado a volver sobre mis pasos. La memoria echándose un vistazo en el espejo.
Justine, Melissa, Clea... Se hubiera dicho –tan pocos éramos– que cabrían fácilmente en un solo libro,
¿verdad? Yo también lo hubiera dicho, lo dije. Dispersos ahora por el tiempo y las circunstancias, el contacto interrumpido para siempre...
Me había impuesto la tarea de rescatarlos en palabras, de restablecerlos en la memoria, de adjudicar a cada uno y cada una su posición en mi tiempo. Por egoísmo.Y cuando terminé esa obra, me sentí como si hubiera cerrado con llave la casa de muñecas de nuestros actos. En realidad veía a mis amantes, a mis amigos, no ya como personas vivientes, sino como imágenes en colores surgidas de mi espíritu, habitantes, no de la ciudad, sino de mis papeles, figuras de un tapiz. Era difícil otorgar más realidad a esos personajes que a las palabras con que me refería a ellos. ¿Qué es lo que me ha hecho volver sobre mí mismo?
Pero para poder seguir, es preciso retroceder, no porque sea falso todo lo que he escrito sobre ellos, nada de eso. Pero en ese entonces no disponía de la totalidad de los hechos.Tracé un cuadro provisional como quien reconstruye una civilización perdida a partir de algunos fragmentos de vasos, de una inscripción en una tableta, un amuleto, algunos huesos humanos, una máscara fúnebre de oro, sonriente.
* * *
«Vivimos –escribe Pursewarden– vidas que se basan en una selección de hechos imaginarios. Nuestra visión de la realidad está condicionada por nuestra posición en el espacio y en el tiempo, no por nuestra personalidad, como nos complacemos en creer. Por eso toda interpretación de la realidad se funda en una posición única. Dos pasos al este o al oeste, y todo el cuadro cambia.» Algo por el estilo...
En cuanto a los personajes humanos, sean reales o inventados, son animales que no existen. Cada psique es en realidad un semillero de predisposiciones antagónicas. La personalidad concebida como una entidad con atributos fijos es una ilusión... ¡pero una ilusión necesaria si queremos enamorarnos!
Por lo que respecta a ese algo que permanece constante... por ejemplo, el beso tímido de Melissa se puede predecir (de modo incierto, como las primeras obras salidas de la imprenta), y el ceño de Justine que vela el resplandor de los ojos oscuros, órbitas de la Esfinge a mediodía. «Al final –dice Pursewarden– todo podrá ser cierto de cualquiera. Santo y Malvado son copartícipes.» Tiene razón.
Hago todo lo que puedo por acercarme a los hechos...
* * *
En su última carta Balthazar me escribía: Pienso en usted a menudo y no sin cierto malhumor. Se ha retirado a su isla creyendo disponer de todos los datos sobre nosotros y nuestras vidas. No cabe duda de que nos va a juzgar en el papel a la manera de los escritores. Me gustaría conocer el resultado. Seguramente no tendrá nada que ver con la verdad –quiero decir, con esas verdades que yo podría decirle acerca de nosotros y quizá de usted mismo–. O con las verdades de las que podría hablarle Clea (está en París y ha dejado de escribirme).
Me lo imagino, hombre sabio, leyendo escrupulosamente Moeurs, los diarios íntimos de Justine, de Nessim, etcétera, convencido de que va a encontrar la verdad en ellos. ¡Error! ¡Error! Un diario íntimo es el último lugar al que hay que acudir si se quiere conocer la verdad sobre una persona. Nadie se atreve a confesarse en el papel las últimas verdades, por lo menos en lo que se refiere al amor. ¿Sabe de quién estaba realmente enamorada Justine? Me dirá que de usted, ¿verdad? ¡Confiese!
Mi única respuesta fue enviarle el enorme pliego de papeles que se había acumulado penosamente bajo mi pluma y al cual yo había dado, con cierta vaguedad, el nombre de Justine, aunque el de Cahiers hubiese prestado los mismos servicios. Han transcurrido desde entonces seis meses de silencio, un silencio que me tranquiliza pues indica que mi crítico, satisfecho, ha debido optar por callarse.
No puedo decir que haya olvidado la ciudad, pero debo dormir su recuerdo. Está y estará siempre allí, suspendida en el espíritu como el espejismo que los viajeros encuentran con tanta frecuencia. Pursewarden describe el fenómeno con las siguientes palabras: Estábamos todavía a tal distancia de la costa que no la distinguiríamos antes de dos o tres horas de navegación, cuando de pronto mi compañero lanzó un grito y señaló el horizonte.Vimos en el cielo la imagen invertida de la ciudad, de tamaño natural, luminosa y trémula como si estuviera pintada en una seda polvorienta, pero con exactitud concienzuda. Podía reconstruir claramente y de memoria sus detalles, el palacio Ras El Tin, la mezquita Nebi Daniel y así sucesivamente. La representación era tan alucinante como una obra maestra pintada con toques de rocío. Se mantuvo suspendida en el cielo largo rato, quizá veinticinco minutos, ante de disolverse lentamente en la bruma del horizonte. Una hora más tarde apareció la ciudad real, un borrón que se fue hinchando hasta adquirir las dimensiones de su espejismo.
* * *
Los dos o tres inviernos que hemos pasado en esta isla han sido solitarios, inviernos duros, barridos por el viento, veranos tórridos. Por fortuna, la niña es demasiado pequeña para sentir como yo la falta de libros, de conversación. Es alegre y vivaz.
Con la primavera llegan ahora las largas calmas, los días sin mareas, sin perfumes, de la premonición.
El mar se amansa y permanece atento. Pronto vendrán las cigarras con su música crepitante que sirve de fondo a la planta seca del pastor entre las rocas. La tortuga y la lagartija son nuestros únicos compañeros.
Debo explicar que nuestro único vínculo regular con el mundo exterior es el correo de Esmirna que una vez por semana cruza por delante del promontorio rumbo al sur, siempre a la misma hora, a la misma velocidad, justo después de la puesta del sol. En invierno desaparece tras la mar gruesa y el viento, pero ahora me siento a esperarlo. Al principio sólo se oye el débil tamborileo de las máquinas. Luego el barco se desliza alrededor del cabo, trazando su línea de espuma sedosa en el mar, brillantemente iluminado en la oscuridad diáfana de la noche egea, condensada pero sin contornos, como una inquieta nube de luciérnagas. Pasa velozmente y desaparece demasiado rápido detrás del promontorio próximo, dejando tras de sí el fragmento indistinto de una canción popular o la cáscara de una mandarina que encontraré al día siguiente, remojada, en la playa de guijarros.
La pequeña glorieta de laurel rosa bajo los plátanos: ése es mi escritorio. Después de acostar a la niña, me siento aquí, delante de la vieja mesa manchada por el aire marino, y espero al visitante, sin resolverme a encender la lámpara de parafina antes de que haya pasado. Es el único día de la semana que conozco por su nombre: jueves. Parecerá una tontería, pero en una isla donde no hay la menor distracción, espero esa visita semanal como un escolar su día festivo. Sé que el barco trae cartas por las cuales tendré que esperar quizá veinticuatro horas. Pero nunca lo veo desaparecer sin pesar.Y cuando ha pasado, suspiro, enciendo la lámpara y vuelvo a mis papeles. Escribo con mucha lentitud, con mucho esfuerzo. Pursewarden me dijo una vez, hablando de la tarea de escribir, que el sufrimiento que acompaña la creación se debía, en los artistas, tan sólo al miedo a la locura: «Fuerce un poco la mano y dígase que le importa un rábano volverse loco, ya verá...




