Durrell | Justine | E-Book | www.sack.de
E-Book

E-Book, Spanisch, Band 1, 360 Seiten

Reihe: Cuarteto de Alejandría

Durrell Justine


1. Auflage 2021
ISBN: 978-84-350-4825-5
Verlag: EDHASA
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)

E-Book, Spanisch, Band 1, 360 Seiten

Reihe: Cuarteto de Alejandría

ISBN: 978-84-350-4825-5
Verlag: EDHASA
Format: EPUB
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Justine, arranque del monumental Cuarteto de Alejandría y quizá la mejor novela jamás escrita de Lawrence Durrell, es sin duda la más invluyente de sus obras y ha dejado una huella indeleble en varias generaciones de lectores. Situada en la Alejandría cosmopolita y sensual de los momentos previos a la segunda guerra mundial y centrada en un personaje cuya búsqueda del placer constituye un método e aprendizaje, ofrece al lector una experiencia como pocos libros pueden proporcionarle. La Alejandría de Durrell, donde la realidad y el sueño se funden, se ofrece como una ciudad de precisa belleza, comparable a la Roma de Hawthorne o al Paris de Proust. Aquí asistimos a la belleza con que Darley, el narrador, refiere la historia de su pasión hacia la enigmática Justine, centro de unos amores cruzados. El desenlace, con una misteriosa muerte, es en realidad un final abierto que sólo cobra todo su sentido tras la lectura del resto del Cuarteto ('Balthazar', 'Mountolive' y 'Clea'). Un turbador relato en el que la inteligencia, la perspicaz observación del ser humano y la riqueza narraativa adquieren un protagonismo absoluto. Esta monumental obra se encuentra disponible en tapa dura en nuestra colección Edhasa Literaria y se vende tanto individualmente como la obra completa en un estuche que incluye los cuatro volúmenes de la obra, El cuarteto de Alejandría. Así mismo también está disponible en bolsillo en nuestra colección Pocket Edhasa, tanto en volúmenes individuales como en estuche. De esta novela han dicho: 'No creo que se pueda escribir una prosa más lúcida en inglés' HENRY MILLER 'Una de las obras más fascinantes jamás escritas' TERENCI MOIX

Lawrence Durrell se dio a conocer como poeta y novelista en la década de los treinta y obtuvo el primer gran éxito de crítica con 'El libro negro', escrito en París en 1938. Sin embargo, es 'El cuarteto de Alejandría', la impresionante tetralogía compuesta por 'Justine' (1957), 'Balthazar' (1958), 'Mountolive' (1958) y 'Clea' (1960), la obra que le convierte en un clásico de nuestro tiempo -debido en buena medida a su exploración de las posibilidades del lenguaje narrativo- y que provocó entusiastas comparaciones del autor con Proust y Faulkner. También disponible en edición de bolsillo en Edhasa 'El laberinto oscuro' (1958), 'Tunc' (1968), o 'Nunquam' (1970) son otros buenos ejemplos de su talento. Con 'Monsieur o El Príncipe de las Tinieblas' (1974) inició un quinteto o, en sus palabras, un quincunce (que completa con 'Livia',' Constance', 'Sebastian' y 'Quinx') que llevó un paso adelante sus investigaciones narrativas y asentó su obra de madurez. Es autor también de poesía (Poemas completos, 1931-1974, 1980) y de varias obras a medio camino entre el ensayo y el libro de viajes.
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SEGUNDA PARTE

Haber escrito tanto sin decir nada de Balthazar es seguramente una omisión, porque en cierto sentido él es una de las Claves de la ciudad. La Clave. Sí, en aquellos días lo tomé tal como era, pero mis recuerdos me dicen ahora que necesita una nueva evaluación. Por entonces había muchas cosas que yo no comprendía y que aprendí más tarde. Recuerdo sobre todo aquellas interminables veladas en el café Al Aktar, las partidas de chaquete mientras él fumaba su Lakadif favorito en una larga pipa. Si Mnemjian representa los archivos de la ciudad, Balthazar es su daimon platónico, el mediador entre sus dioses y sus hombres. Sé muy bien que todo esto parece traído por los pelos.

Veo a un hombre alto, con un sombrero negro de alas estrechas. Pombal lo apodaba «el chivo botánico». Es muy delgado, tiene las espaldas un poco caídas, y su voz profunda y áspera es muy hermosa, sobre todo cuando declama o cita alguna frase. Cuando habla con alguien, jamás mira a la cara, rasgo que he advertido en muchos homosexuales. Pero en él eso no significa inversión, tendencia que no sólo no le avergüenza sino que lo deja indiferente; sus ojos amarillos de chivo son los de un hipnotizador. No mira a su interlocutor para evitarle una mirada implacable que lo dejaría desconcertado durante el resto de la velada. Uno se pregunta cómo es posible que ese cuerpo pueda tener unas manos tan monstruosamente feas. Yo no podía verlas sin sentir el deseo de cortárselas y tirarlas al mar. Bajo el mentón le brota una pequeña mata negra, como las que se ven a veces en las pezuñas de las estatuas de Pan.

Muchas veces, en las largas caminatas que hacíamos por las orillas del triste canal de aguas aterciopeladas y corrompidas, me pregunté con asombro cuál era el rasgo que me atraía en él. Esto ocurría antes de conocer la Cábala. Aunque gran lector, la conversación de Balthazar no está cargada de elementos librescos, como la de Pursewarden. Ama la poesía, las parábolas, la ciencia y la sofística, pero su pensamiento está lleno de sensatez y liviandad. Y sin embargo, por debajo de la liviandad hay otra cosa, una resonancia que ahonda su pensamiento. Le gusta expresarse mediante aforismos, y eso lo convierte a veces en un oráculo menor. Ahora comprendo que era una de esas raras personas que han encontrado una filosofía personal y dedican su existencia a la tarea de vivirla. Creo que esta característica es la que da tanta mordacidad a su conversación.

Como médico, pasa gran parte de su tiempo en el dispensario de enfermedades venéreas. (Cierta vez dijo secamente: «Vivo en el centro de la vida de la ciudad... su sistema genitourinario; no hay mejor sitio para sosegarse».) Es asimismo el único hombre que conozco cuya pederastia no influye de alguna manera en la virilidad innata de su espíritu. No es ni un puritano ni lo contrario. Muchas veces me ocurrió entrar en su cuartito de la calle Lepsius –el cuartito con la silla de caña que cruje–, y encontrarlo durmiendo con un marinero. En esas ocasiones no se excusaba, ni aludía siquiera a su compañero. A veces, mientras se estaba vistiendo, se inclinaba sobre la cama y arropaba cariñosamente al hombre dormido. Esa naturalidad se me antojaba un cumplido.

Hay en él una extraña mezcla. En ocasiones he oído cómo le temblaba la voz cuando se refería a algún aspecto de la Cábala que trataba de explicar a los asistentes a la reunión. Pero cierta vez que yo aludí con entusiasmo a algunas observaciones suyas, suspiró y me dijo, con ese perfecto escepticismo alejandrino que había debajo de su innegable fe y su devoción a la Gnosis:

–Todos buscamos motivos racionales para creer en el absurdo.

En otra ocasión, al término de una larga y fatigosa discusión con Justine acerca de la herencia y el ambiente, exclamó:

–¡Ah, querida mía! Después de todo lo que han investigado los filósofos y los médicos sobre el alma y el cuerpo, ¿qué podemos afirmar del hombre? Que, en resumidas cuentas, no es más que un pasaje para líquidos y sólidos, un tubo de carne.

Había sido condiscípulo y amigo íntimo del viejo poeta, y hablaba de él con tanta penetración y tanto fervor, que sus palabras me conmovían siempre.

–Pienso a veces que aprendí más de él que de toda la filosofía. De haber sido un hombre religioso, su exquisito equilibrio entre la ternura y la ironía lo hubiera llevado a figurar entre los santos. Por elección divina no era más que un poeta, a menudo desdichado, pero frente a él se tenía la impresión de que apresaba cada minuto en su transcurso, y lo volvía del revés para mostrar su lado mejor. Gastaba en vivir lo más profundo de su ser. Muchos hombres mienten y dejan que la vida pase por ellos como los chorros de agua tibia de una lavativa. A la proposición cartesiana: «Pienso, luego existo», oponía una proposición personal, que podría enunciarse así: «Imagino, luego estoy en la realidad, y soy libre».

De sí mismo, Balthazar dijo una vez:

–Soy judío, con todo el interés sanguinario de mi raza por las facultades del raciocinio. Esto explica muchas de las debilidades de mi pensamiento, que estoy tratando de compensar con el resto de mi persona, principalmente a través de la Cábala.

* * *

También recuerdo haberlo encontrado en un triste anochecer invernal, andando por la Corniche barrida por la lluvia y saltando para evitar los chorros de agua salada que brotaban de las bocas de tormenta. Bajo el sombrero negro, un cráneo en el que resonaban Esmirna y las Espóradas, donde había transcurrido su infancia. También bajo el sombrero negro, la iluminación obsesiva de una verdad que más tarde procuró transmitirme por medio de un inglés tanto más irreprochable cuanto que había sido aprendido. Nos habíamos encontrado ya con anterioridad, pero sólo de paso, y probablemente nos hubiéramos cruzado con una simple inclinación de cabeza, de no estar él tan agitado que me detuvo y me tomó del brazo.

–¡Ah, usted puede ayudarme! –exclamó–. ¡Por favor, ayúdeme!

En la noche que pronto se avecinaba, su pálido semblante se inclinó sobre el mío, y vi brillar sus ojos de macho cabrío.

Las primeras lámparas, húmedas y mortecinas, habían empezado a endurecer el empapado telón de fondo de Alejandría. De la avenida costera, con sus cafés semiocultos por la bruma marina, venía una borrosa y titilante fosforescencia. El viento soplaba violentamente hacia el sur. Rígido como una esfinge, el lago Mareotis estaba acurrucado entre sus juncos. Balthazar me dijo que buscaba la llave de su reloj, de su hermoso reloj de oro fabricado en Múnich. Después pensé que ese apremio ocultaba el significado simbólico que ese reloj tenía para Balthazar: el tiempo libre que fluía a través de su cuerpo y el mío, delimitado durante tantos años por ese reloj histórico. Múnich, Zagreb, los Cárpatos... El reloj había pertenecido a su padre. Un judío de alta estatura, envuelto en pieles, que viajaba en trineo. Balthazar había entrado en Polonia en brazos de su madre, y su única experiencia del mundo era el contacto helado de las joyas que ella llevaba en ese paisaje de nieve. El reloj había latido suavemente contra el cuerpo de su padre, y después contra su cuerpo, como un tiempo que fermentara en ellos. Se le daba cuerda con una llavecita en forma de ankh, atada a su llavero con una cinta negra.

–Hoy es sábado –dijo roncamente–, hoy es sábado en Alejandría.

Hablaba como si allí hubiera un tiempo diferente, y no estaba equivocado.

–Si no encuentro la llave, se detendrá.

Bajo las últimas luces del crepúsculo húmedo, extrajo tiernamente el reloj del bolsillo forrado de seda de su chaleco.

–Tengo tiempo hasta el lunes por la noche. Después se detendrá.

Sin la llave, era inútil abrir la fina tapa de oro y exponer al aire las vísceras palpitantes del tiempo en movimiento.

–He ido y venido tres veces, buscándola. Debo de haberla perdido entre el café y el hospital.

Me hubiera gustado ayudarlo, pero caía la noche, y después de andar un trecho escudriñando entre los intersticios de las piedras, tuvimos que renunciar a la búsqueda.

–Supongo que puede mandar que hagan otra llave –dije.

–Por supuesto –me contestó con impaciencia–. Pero usted no comprende. La llave pertenecía a este reloj. Era parte de él.

Recuerdo que fuimos a un café de la avenida costera y nos sentamos desanimados a beber café mientras él graznaba a propósito del histórico reloj. En el curso de esa misma conversación me dijo:

–Creo que usted conoce a Justine. Me ha hablado muy bien de usted. Lo llevará a las reuniones de la Cábala.

–¿Qué es eso? –pregunté.

–Estudiamos la Cábala –respondió, casi con nitidez–. Somos una pequeña logia. Justine me dijo que usted sabía algo acerca de esas cosas, y que le interesaría venir.

Me quedé estupefacto, porque no recordaba en lo más mínimo haber mencionado a Justine los estudios que hacía entre los largos períodos de letargo y repugnancia hacia mí mismo. Y estaba seguro de que el maletín donde guardaba la Hermética y otros libros parecidos había estado siempre bajo mi cama y cerrado con llave. No obstante, no dije nada. Balthazar hablaba ahora de Nessim.

–De todos nosotros, es en cierto modo el más feliz, porque no tiene una idea preconcebida de lo que quiere a cambio de su amor. Y amar de una manera tan impremeditada es...



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