E-Book, Spanisch, Band 3, 504 Seiten
Reihe: Cuarteto de Alejandría
Durrell Mountolive
1. Auflage 2021
ISBN: 978-84-350-4827-9
Verlag: EDHASA
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)
E-Book, Spanisch, Band 3, 504 Seiten
Reihe: Cuarteto de Alejandría
ISBN: 978-84-350-4827-9
Verlag: EDHASA
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Lawrence Durrell se dio a conocer como poeta y novelista en la década de los treinta y obtuvo el primer gran éxito de crítica con 'El libro negro', escrito en París en 1938. Sin embargo, es 'El cuarteto de Alejandría', la impresionante tetralogía compuesta por 'Justine' (1957), 'Balthazar' (1958), 'Mountolive' (1958) y 'Clea' (1960), la obra que le convierte en un clásico de nuestro tiempo -debido en buena medida a su exploración de las posibilidades del lenguaje narrativo- y que provocó entusiastas comparaciones del autor con Proust y Faulkner. También disponible en edición de bolsillo en Edhasa 'El laberinto oscuro' (1958), 'Tunc' (1968), o 'Nunquam' (1970) son otros buenos ejemplos de su talento. Con 'Monsieur o El Príncipe de las Tinieblas' (1974) inició un quinteto o, en sus palabras, un quincunce (que completa con 'Livia',' Constance', 'Sebastian' y 'Quinx') que llevó un paso adelante sus investigaciones narrativas y asentó su obra de madurez. Es autor también de poesía (Poemas completos, 1931-1974, 1980) y de varias obras a medio camino entre el ensayo y el libro de viajes.
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II
Su designación llegó en las postrimerías del otoño. Le sorprendió un tanto verse destinado a la misión en Praga, pues le habían dado a entender que, después de su larga práctica del árabe, podría esperar un puesto en el servicio consular de Levante, donde su singular conocimiento resultaría útil.
A pesar de su desaliento del primer momento, aceptó la suerte con buena voluntad y se incorporó al complicado juego de «sillas musicales» que el Foreign Office practica con tan elocuente impersonalidad.
El único consuelo, magro por cierto, fue comprobar que en su primera misión todos conocían tan poco como él el idioma y la política del país. Su cancillería constaba de dos peritos en Japón y tres especialistas en asuntos latinoamericanos.Todos torcían el gesto melancólicamente, al unísono, comentando los caprichos del idioma checo y contemplaban desde las ventanas de la oficina los paisajes iluminados por la nieve, llenos de un solemne presentimiento eslavo. Estaba ahora en el servicio diplomático.
Sólo había conseguido ver media docena de veces a Leila en Alejandría; entrevistas que resultaban más inquietantes e incoherentes que arrobadoras, por el forzoso secreto que las rodeaba. Debería haberse sentido como un cachorro, pero en realidad se sentía como un patán. Sólo volvió a los campos de Hosnani durante una breve licencia de tres días; y allí, naturalmente, el viejo embrujo malévolo de las circunstancias y el lugar le asió de nuevo; pero tan brevemente como un fugitivo resplandor, después del incendio de la primavera anterior. Parecía que Leila, en cierto modo, se desvanecía, retrocediendo en la curvatura de un mundo que se movía en el tiempo, desprendiéndose de los recuerdos que él tenía de ella.
En el primer plano de su nueva vida se amontonaban los caros juguetes de color propios de su vida profesional: banquetes y aniversarios y formas de comportamiento nuevas para él. Su concentración se estaba dispersando.
Para Leila, en cambio, la cuestión era diferente.Ya estaba tan empeñada en volver a crearse a sí misma para el nuevo papel que había planeado, que todos los días lo ensayaba a solas, en la intimidad de su mente; y advirtió, sorprendida, que estaba esperando con verdadera impaciencia que la separación se hiciera definitiva, que se soltaran los últimos eslabones de la cadena.A semejanza de una actriz insegura de su papel, que espera con febril ansiedad que le toque recitar su parte, ansiaba lo que más temía: la palabra «adiós».
Sin embargo, cuando llegó la primera, triste, carta de él desde Praga, sintió nacer en su interior algo así como un nuevo entusiasmo, porque ahora, al fin, sería libre de sentirse dueña de Mountolive como ella quería: ávidamente, en su espíritu. La diferencia de edad –que se ensanchaba como las grietas que se abren en el mar de hielo– los alejaba rápidamente, impidiendo que se alcanzaran, que se tocaran.
La carne, con su lenguaje de promesas y ternuras limitadas por una belleza que ya no se hallaba en su primer florecimiento, no había dejado huellas permanentes. Pero Leila calculaba que sus poderes interiores serían lo bastante fuertes para conservar a Mountolive en el único sentido especial que es más caro a la madurez, con tal que tuviera el coraje de reemplazar el corazón por el espíritu.Tampoco se equivocaba al comprender que si hubieran sido libres de entregarse a su pasión, sus relaciones no habrían durado más de un año. Pero la distancia y la necesidad de trasladar sus relaciones a nuevo plano tuvo por efecto refrescar la imagen del uno para el otro.
Para él, la de Leila no se disolvió, sino que tuvo una nueva y fascinadora mutación al tomar forma en el papel. Leila mantuvo un ritmo acorde con la manera en que él crecía, en aquellas largas cartas bien escritas y ardientes que solamente revelaban una sed tan punzante como cualquier cosa que la carne está llamada a curar: la sed de amistad, el temor a ser olvidado.
Desde Praga, Oslo, Berna, la correspondencia fluía de un lado a otro con cartas que aumentaban o disminuían de tamaño, pero siempre permanecían fieles a la mente que las enviaba: la mente viva, consagrada, de Leila. Mountolive, que crecía, encontraba que estas largas misivas, en cálido inglés o conciso francés, ayudaban el proceso, lo provocaban. Ella plantaba ideas a su lado, en el blando terreno de una vida profesional que no exigía mucho, fuera de simpatía y discreción, así como un jardinero pone tutores para sostener una planta trepadora de guisantes de olor. Si moría un amor, otro crecía en su lugar.
Leila se convirtió en su único mentor y confidente, su única fuente de aliento; y para responder a sus exigencias Mountolive se propuso aprender a escribir bien en inglés y francés. Se enseñó a sí mismo a apreciar cosas que normalmente habrían estado fuera de la órbita de su interés: pintura y música. Se informaba para informarla a ella.
«Dices que estarás en Zagreb el mes próximo.Ve a ver tal cosa y cuéntame después...» le escribía, por ejemplo; o bien: «¡Qué suerte vas a tener de pasar por Amsterdam! Allí hay una retrospectiva de Klee que ha obtenido formidable publicidad en la prensa francesa. Por favor, visítala y descríbeme tus impresiones francamente aunque sean desfavorables.Yo nunca he visto un original». Ésta era la parodia de amor de Leila, un flirteo de espíritus en que los papeles estaban ahora invertidos: porque ella estaba privada de las riquezas de Europa y devoraba las largas cartas y paquetes de libros que le enviaba él con una doble glotonería. El joven se esforzaba al máximo por responder a esas demandas, y de pronto se encontró con que los mundos de la pintura, la arquitectura, la música y la literatura, hasta entonces cerrados para él, se abrían por todas partes a su alrededor.
Así ella le proporcionó una educación casi gratuita sobre el mundo, que él nunca habría podido obtener por sí solo.Y donde naufragaba lentamente el elemento del que antes dependía su adolescencia, surgía otro nuevo. Mountolive, en el sentido estricto de la palabra, había encontrado por fin la mujer de su corazón.
El viejo amor se fue metamorfoseando en admiración, así como el ansia física, tan enconada al principio, se transformaba en una ternura despersonalizada y consumidora que se alimentaba, en lugar de morir, con la ausencia. A los pocos años Leila pudo confesar: «Me siento, no sé por qué, más cerca de ti en el papel que antes de separarnos. ¿Cómo es esto?».
Pero lo sabía de sobra, y añadía enseguida, por sinceridad: «¿Será este sentimiento, acaso, un poco insalubre? A los extraños hasta podría parecerles un poquito patético o burlesco... ¿Quién sabe?, y estas cartas largas, largas, David... ¿son lo agridulce de las relaciones de una Sanseverina con un sobrino Fabricio? Con frecuencia me pregunto si eran amantes: tan estrecha y ardiente era su intimidad... Stendhal nunca lo dice expresamente. Me gustaría haber conocido Italia.Tu amante ¿se ha vuelto tía en su edad avanzada? No contestes aunque sepas la verdad. Sin embargo, es una suerte, en cierto modo, que seamos los dos seres solitarios, con anchas zonas en blanco en el corazón –¿como los antiguos mapas de África?– y nos necesitemos el uno al otro todavía. Quiero decir: tú eres como un hijo único que sólo puede pensar en su madre; y yo, naturalmente, tengo muchas preocupaciones, pero vivo en una jaula muy estrecha.Tu descripción de la bailarina y de tu amorío fue entretenida y conmovedora; gracias por contármelo.Ten cuidado, querido amigo, no te compliques».
Como medida del entendimiento que había surgido entre ellos, Mountolive era ahora capaz de confiarle sin reservas detalles de las pocas historias personales que lo ocupaban: el amorío con Grishkin, que casi lo enredó en prematuro casamiento; su desdichada pasión por la amante de un embajador, que lo expuso a un duelo y quizás a la vergüenza. Si eso le dolía, ella lo ocultaba bien, escribiéndole para aconsejarle y consolarle con el calor de una aparente falta de celos. Eran francos el uno con el otro, y algunas veces las cosas que ella decía casi le chocaban a él porque se referían al autoexamen que la gente sólo transfiere al papel cuando no hay nadie con quien conversar. Por ejemplo, cuando le escribía: «Quiero decir que fue un golpe para mí ver súbitamente el cuerpo de Nessim flotando en el espejo con la delgada espalda blanca, tan parecida a la tuya, y las caderas. Me senté, y, para sorpresa mía, me eché a llorar porque me pregunté bruscamente si mi apego por ti no estaba alojado aquí, de algún modo, entre los endebles deseos incestuosos de corazón interior.Tan poco es lo que sé de los penetrales del sexo que los médicos están explorando tan laboriosamente. Lo que ellos descubren me llena de desconfianza. Después me pregunté también si no hay un rasgo del vampiro en mí, siempre prendida a ti por tanto tiempo, tirando de tu manga cuando a estas horas ya habrás crecido dejándome enteramente atrás. ¿Qué opinas? Escríbeme y tranquilízame, David, aun cuando estés besando a la pequeña Grishkin, ¿quieres?
Mira, te envío una foto reciente para que puedas juzgar cuánto he envejecido. Muéstrasela y dile que nada temo tanto como los celos infundados. Con una mirada se le tranquilizará el corazón. No quiero olvidarme de agradecerte el telegrama del día de mi cumpleaños; me dio una repentina imagen de ti, sentado en el balcón hablando con Nessim.Ahora él es tan rico e independiente que ni se molesta en visitar el campo. Está demasiado ocupado con los grandes negocios en la ciudad. Sin embargo..., siente mi ausencia como yo quisiera...




