Durrell | Trilogía mediterránea | E-Book | www.sack.de
E-Book

E-Book, Spanisch, 768 Seiten

Reihe: Edhasa Literaria

Durrell Trilogía mediterránea

La celda de Próspero | Reflexiones sobre una Venus marina | Limones amargos
1. Auflage 2017
ISBN: 978-84-350-4625-1
Verlag: EDHASA
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)

La celda de Próspero | Reflexiones sobre una Venus marina | Limones amargos

E-Book, Spanisch, 768 Seiten

Reihe: Edhasa Literaria

ISBN: 978-84-350-4625-1
Verlag: EDHASA
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)



A medio camino entre la autobiografía, el libro de viajes y el reportaje político, esta trilogía reúne en un volumen La celda de Próspero, situada en el Corfú de los años cuarenta, amenazado por la Segunda Guerra Mundial; Reflexiones sobre una Venus marina, acerca de Rodas en 1953, donde Durrell trabajó como diplomático tras la guerra, y Limones amargos,centrada en el Chipre de 1953-1956, cuando los chipriotas griegos pretenden liberarse de la dominación británica recurriendo a la idea de unidad nacional griega, lo que les lleva a enfrentarse a los chipriotas turcos.Las observaciones sobre el carácter de los habitantes de la isla van entrelazados con comentarios sobre la actualidad política y social, con descripciones de paisajes, con evocaciones históricas, con emotivas anécdotas y con recomendaciones gastronómicas que convierten estos tres libros en raros ejemplos de un tipo de libro muy propio de Durrell pero absolutamente inclasificables, tan originales como cualquiera de sus novelas. Lawrence Durrell hace un retrato certero, muy vívido y planteado con su singular talento de tres momentos bastante críticos en la historia de tres islas mediterráneas, al tiempo que traza un magnífico panorama socio político de momentos clave en la historia de estas islas, que él vivió desde primera línea, y que en particular en el caso de Chipre siguen sin tener una solución satisfactoria para todos. Sin embargo, lo más interesante es la absoluta y radical originalidad de estos tres libros, que pueden leerse con muchos propósitos distintos y a nadie defraudarán. Coincidiendo con el centenario del autor (que fue extensamente celebrado durante todo el año 2012 en los países de habla inglesa), Edhasa publicó por primera vez en un solo volumen un libro que el propio autor concibió y consideró como un todo unitario.

Lawrence Durrell se dio a conocer como poeta y novelista en la década de los treinta y obtuvo el primer gran éxito de crítica con El libro negro, escrito en París en 1938.Sin embargo, es El cuarteto de Alejandría, la impresionante tetralogía compuesta por Justine (1957), Balthazar (1958), Mountolive (1958) y Clea(1960), la obra que le convierte en un clásico de nuestro tiempo -debido en buena medida a su exploración de las posibilidades del lenguaje narrativo- y que provocó entusiastas comparaciones del autor con Proust y Faulkner. El laberinto oscuro (1958), Tunc (1968), o Nunquam (1970) son otros buenos ejemplos de su talento. Con Monsieur o El Príncipe de las Tinieblas (1974) inició un quinteto o, en sus palabras, un quincunce (que completa con Livia, Constance, Sebastian y Quinx) que llevó un paso adelante sus investigaciones narrativas y asentó su obra de madurez. Es autor también de poesía (Poemas completos, 1931-1974, 1980) y de varias obras a medio camino entre el ensayo y el libro de viajes.
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Divisiones en suelo griego

«Nada de lengua; todo ojos; guarda silencio.»

La tempestad

En algún sitio entre Calabria y Corfú comienza realmente el azul. Todo el camino a través de Italia se ve uno moviéndose por un paisaje severamente domesticado: cada valle dispuesto según el plano del arquitecto, brillantemente iluminado, humano. Pero una vez que se sale de la llana y desolada tierra firme calabresa hacia el mar se nota un cambio en el corazón de las cosas, se nota el horizonte que comienza a mancharse en el borde del mundo, se notan las islas que salen de la oscuridad a recibirnos.

Por la mañana se despierta uno con el sabor de la nieve en el aire y, trepando la escalerilla de toldilla, entra de pronto en la penumbra de la sombra proyectada por las montañas albanesas –cada una con su quebrada corona de nieve–, piedra desolada y repudiante.

Una península cortada de cuajo cuando estaba al rojo vivo y que se dejó enfriar en una antártida de lava. No se nota tanto un paisaje que sale a recibirnos invisiblemente sobre esas azules millas de agua como un clima. Se entra en Grecia como podría entrarse en un cristal oscuro; la forma de las cosas se hace irregular, fracturada. Los espejismos de pronto se tragan islas, y, por donde se mire, la cortina temblorosa de la atmósfera engaña.

Otros países pueden ofrecer descubrimientos en costumbres, o historia o paisaje; Grecia ofrece algo más difícil: el descubrimiento de sí mismo.

10·4·37

Es un sofisma imaginar que hay una estricta línea divisoria entre el mundo de vigilia y el mundo de los sueños. N. y yo, por ejemplo, estamos confundidos por la sensación de varias vidas contemporáneas que existen dentro de nosotros; la sensación de ser meros puntos de referencia para el espacio y el tiempo. Hemos elegido Corcira quizá porque es una antesala de la Grecia egea con sus lomos de tortuga de gris humo volcánico contra el techo del paraíso. Corcira es toda azul veneciano y oro... y del todo mimada por el sol. Su riqueza empalaga y enerva. Los valles del sur están pintados osadamente con pesadas pinceladas de amarillo y rojo mientras los árboles de Judas puntúan los caminos con sus polvorientas explosiones púrpuras. Por dondequiera que se vaya puede uno tenderse en el césped; y hasta los desnudos extremos septentrionales de la isla son ricos en olivos y en manantiales minerales.

25·4·37

La arquitectura de la ciudad es veneciana; las casas sobre el puerto viejo están elegantemente construidas en delgados peldaños con estrechas callejas y columnatas entre ellas; rojas, amarillas, rosadas, pardas: una mezcolanza de tonos pastel que la luz de la luna transforma en una ciudad deslumbradoramente blanca construida como tarta de bodas. Hay otras curiosidades: los restos de una aristocracia veneciana que viven en excesivas mansiones solariegas enterradas muy hondo en el campo y rodeadas de cipreses. Un santo patrono de gran antigüedad que yace vestido con zapatillas bellamente bordadas en un gran féretro de plata, listo para hacer milagros.

29·4·37

Es abril y hemos alquilado una vieja casa de pescadores en el extremo norte de la isla: Kalamai. A diez millas por mar y a unos treinta kilómetros por carretera desde la ciudad, ofrece todos los encantos de la soledad. Una casa blanca puesta como un dado sobre una roca venerable ya con las cicatrices del viento y el agua. La montaña sube hasta el cielo, detrás de ella, de manera que los cipreses y los olivos cuelgan sobre este cuarto donde me siento a escribir. Estamos sobre un desnudo promontorio con su hermosa y limpia superficie de piedra metamórfica cubierta de acebos y olivos como un mons pubis. Esto se ha convertido en nuestro hogar no lamentado. Un mundo. Corcira.

5·5·37

Los libros han llegado por mar. Confusión, adjetivos, humo, y el bombeo ensordecedor de un asmático motor diésel. Luego el caique salió bamboleándose en dirección a San Esteban y los Cuarenta Santos, donde la tripulación se atiborrará de melones y caerá dormida en sus toscas chaquetas de lana, uno encima del otro, como una camada de gatos, bajo el icono de san Espiridón de Santa Memoria. Dependemos de este caique para nuestras provisiones.

6·5·37

Subamos a Vigla en la época de las cerezas y miremos hacia abajo. Veremos que la isla está frente a tierra firme, más o menos en forma de hoz. Del lado de tierra hay una gran bahía, noble y serena, y casi completamente cerrada. Hacia el norte la punta de la hoz casi toca Albania y aquí el turbado azul del Jónico es chupado ásperamente entre costillas de piedra caliza y bancos de arena. Kalamai mira a las colinas albanesas, y el agua entra en ella a la carrera, como en una piscina; un feroz verde lechoso cuando la cuaja el viento norte.

6·5·37

El cabo de enfrente es calvo: un desierto de cardos y melancólicos gamones, la lóbrega esquila de mar. En un vibrante día de primavera descubrimos la casa. El cielo era un arco azul heroico cuando bajamos la escalinata de piedra. Recuerdo que N. dijo claramente a Theodore: «Pero solamente la quietud hace que éste sea otro país». Miramos entre la pendiente cortina de ramas de olivos al blanco murallón sobre el mar en el que se secaban los aparejos de pesca. Un balcón descuidado. Los suelos eran fríos. Las aves cloqueaban suavemente en la penumbra donde estaba la prensa de aceite, esperando su temporada. Un ciprés se alzaba inmóvil, como a las puertas del otro mundo. Temblamos y nos sentamos en la roca blanca para comer, mirando nuestras propias caras allá abajo, en el mar inmóvil. Parecerá extraño haber venido desde Inglaterra a este bello promontorio griego donde nuestra única compañía puede ser roca, aire, cielo... y lo más elemental. En las cartas que escribe a Inglaterra, N. dice que hemos estado cultivando el sentido trágico. Baste decir que todo es exactamente como la adivina dijo que sería. Casa blanca, roca blanca, amigos, y un estrecho estilo de amar; y acaso un libro que nacerá de estos apuntes así como el ciprés quiebra por fin la losa y se alza fresco y verde entre los escombros de estas viejas tumbas venecianas.

9·5·37

Tenemos suerte con nuestros amigos. Dos de ellos parecen casi de categoría mitológica: Ivan Zarian y el arcano profesor de huesos rotos Theodore Stephanides. Zarian es canoso, eminente e imponente con su gran cabellera y su costumbre de dirigirse a sí mismo cuando entona su última canción de amor; sostiene ser el más grande poeta de Armenia, con una firmeza y una modestia completamente encantadoras. Se ha pasado casi dos años entonando su obra a todo el que ha querido escucharlo, y haciendo un estudio exhaustivo de los vinos de la isla. Ha logrado convertir el piso alto del hotel San Jorge en un taller, a decir verdad un revoltijo de manuscritos y pinturas. Aquí, mirando las toscas fortificaciones del Fuerte Oriental, y con pausas periódicas para saborear un vaso de vino, compila su columna literaria para algunos periódicos armenios del Nuevo Mundo. El viernes 8 de marzo me envió un amistoso mensaje que decía:

Querido Durrell: Le echamos de menos, pero más a su bella esposa. Querido muchacho, sí, por cierto que lo he inmortalizado esta semana. He escrito esta época de nuestras vidas. Con gran amor, Zariano.

Zarian camina como si usara una pesada capa. Figura copiosa y extravagante, fue quien instituyó nuestras reuniones literarias una vez por semana en la Señal de la Perdiz, cerca de la plaza principal de la ciudad. Zarian posee una extraordinaria máquina de escribir que le permite, con sólo girar el conjunto de tipos, escribir en francés e italiano, así como en armenio y ruso. En esas reuniones semanales se pone de pie y, con una voz bellamente controlada, recita el «ser o no ser» de Hamlet, primero en francés, luego en armenio, ruso, italiano, alemán y español. Desdeña aprender debidamente el inglés.

12·5·37

De mi libreta de apuntes:

Para el retrato de Theodore: hermosa cabeza y barba dorada; bella cara eduardiana, y perfectos modales de profesor eduardiano. Probablemente, reencarnación de profesor cómico inventado por Edward Lear durante su estancia en Corcira. Tremenda timidez y apocamiento. Increíblemente erudito en todo lo concerniente a la isla. Firme venizelista, y poseedor del estilo de exposición más seco y remilgado que he visto jamás. Bosquejo de hombre, barbudo con botas y capa, con enormes aparatos para cazar bichos a la espalda, caminando ensimismado a campo traviesa hasta un delicioso estanque donde su mundo microscópico de algas y diatomeas (el único mundo real para él) espera ser explorado. Theodore es arrestado a menudo como agente extranjero debido a la barba dorada, su fuerte acento inglés en griego, y el misterioso surtido de frascos y gasas y tubos que cuelgan siempre de su cuerpo. En su primera visita a casa, en Kalamai, apenas me había dado un apretón de manos cuando apareció una luz repentina en sus ojos. Sacó una caja cónica del bolsillo, dijo «disculpe» con considerable excitación contenida y avanzó hasta la pared de la sala para capturar una mosca de arena y exclamar, al hacerlo, en una vocecita triunfante: «La tengo. Cuatrocientas dos».

17·5·37

Gaviotas que giran para ser llevadas por el viento; hoy, un soplo de siroco y el mar que muele y despedaza sus colores bajo la casa; los jardines de la ciudad se cuecen en su riqueza podrida. La duquesa de R. de paseo con un gran sombrero, en un carruaje de caballos. Mansiones cerradas con los pinos que golpean en las ventanas. En el...



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