Eça de Queirós | Cuentos completos | E-Book | www.sack.de
E-Book

E-Book, Spanisch, Band 188, 384 Seiten

Reihe: Libros del Tiempo

Eça de Queirós Cuentos completos


1. Auflage 2016
ISBN: 978-84-16749-94-2
Verlag: Siruela
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)

E-Book, Spanisch, Band 188, 384 Seiten

Reihe: Libros del Tiempo

ISBN: 978-84-16749-94-2
Verlag: Siruela
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«Eça de Queirós es superior, incluso, a mi amado maestro Flaubert». ÉMILE ZOLA Los cuentos aquí reunidos, que incluyen muchos hasta ahora incompletos o dispersos en distintas publicaciones, son una prueba más que evidente de la versatilidad temática de su autor, dotado de un estilo único y de un universo narrativo plural que, en palabras de João de Melo, han hecho que «el nombre de Eça de Queirós no sea tan solo garantía de un talento que lo convirtió en el más grande escritor portugués de todos los tiempos, sino de algo todavía más infrecuente: de un creador por excelencia, de un demiurgo satánico y divino. Y de un genio».

José Maria Eça de Queirós (Póvoa de Varzim, Portugal, 1845-Neuilly, París, 1900), creador de un «estilo» único y de un universo narrativo plural, fue autor de novelas magistrales como El primo Basilio, La ciudad y las sierras, Los Maia o La ilustre casa de Ramires y de su pluma salieron también algunos de los mejores cuentos portugueses. Debido a su carrera diplomática, vivió en Cuba e Inglaterra y, en 1889, fue nombrado cónsul de Portugal en París, donde murió.
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Excentricidades de una chica rubia


I

Empezó diciéndome que su caso era sencillo y que se llamaba Macario…

Debo contar que conocí a este hombre en una fonda del Minho. Era alto y gordo: tenía una calva llamativa, reluciente y lisa, con guedejas blancas que se le erizaban alrededor, y sus ojos negros, cercados por una piel arrugada y amarillenta y ojeras papudas, tenían una singular claridad y rectitud, por detrás de sus gafas redondas con aros de carey. Tenía la barba afeitada, el mentón saliente y resuelto. Llevaba una corbata de raso negro sujeta por detrás con una hebilla; una chaqueta larga de color piñón, con mangas estrechas y justas y encañonados de velludillo. Y por la larga abertura de su chaleco de seda, en el que relucía una cadena antigua, sobresalían los pliegues blandos de una camisa bordada.

Esto era en septiembre: ya las noches llegaban más temprano, con una frialdad ?na y seca y una oscuridad aparatosa. Yo había bajado de la diligencia, fatigado, hambriento, tiritando bajo una gruesa manta de listas encarnadas.

Venía de atravesar la sierra y sus lugares pardos y desiertos. Eran las ocho de la noche. Los cielos estaban cargados y sucios. Y, ya fuese por un cierto embotamiento cerebral producido por el rodar monótono de la diligencia, ya por la debilidad nerviosa de la fatiga, o la in?uencia del paisaje escarpado y árido, bajo el cóncavo silencio nocturno, o la opresión de la electricidad que llenaba las alturas, el caso es que yo –que soy naturalmente positivo y realista– había venido tiranizado por la imaginación y por las quimeras. Existe en el fondo de cada uno de nosotros, es cierto –por fríamente educados que estemos–, un resto de misticismo; y basta a veces un paisaje soturno, el viejo muro de un cementerio, un yermo ascético, las emolientes blancuras de un claro de luna, para que ese fondo místico ascienda, se explaye como una niebla espesa, llene el alma, los sentidos y la idea, y quede así el más matemático, o el más crítico, tan triste, tan visionario, tan idealista, como un viejo monje poeta. A mí, lo que me había lanzado a la quimera y al sueño había sido el aspecto del monasterio de Rostelo, que había visto, con la claridad suave y otoñal de la tarde, en su dulce colina. Entonces, mientras anochecía, la diligencia rodaba incansable al trote cansino de sus ?acos caballos blancos, y el cochero, con la capucha del gabán enterrada en su cabeza, rumiaba su cachimba, me puse, elegíaca, ridículamente, a considerar la esterilidad de la vida: y deseaba ser un monje, estar en un convento, tranquilo, entre arboledas, o en la rumorosa concavidad de un valle, y, mientras el agua de la cerca canta sonoramente en las bacías de piedra, leer la , y, oyendo a los ruiseñores en los lauredales, sentir saudades del cielo. No se puede ser más estúpido. Pero yo estaba así, y atribuyo a esta disposición visionaria la falta de espíritu, la sensación que me causó la historia de aquel hombre de los encañonados de velludillo.

Mi curiosidad empezó durante la cena, cuando yo deshacía la pechuga de una gallina ahogada en arroz blanco, con rodajas encarnadas de longaniza, y la criada, una gorda llena de pecas, hacía espumar el vino verde en el vaso, haciéndolo caer desde lo alto de una jarra vidriada.

El hombre estaba frente a mí, comiendo tranquilamente su jalea; le pregunté, con la boca llena y mi servilleta de lino de Guimarães colgando en los dedos, si era de Vila Real.

–Vivo allí desde hace muchos años –me dijo.

–Tierra de mujeres guapas, según me consta –dije yo.

El hombre se quedó callado.

–¿No? –repliqué.

El hombre se retrajo con un llamativo silencio. Hasta entonces había estado alegre, riéndose a gusto, locuaz y bonachón. Pero entonces inmovilizó su sonrisa ?na.

Comprendí que había rozado la carne viva de un recuerdo.

Había seguramente en el destino de aquel viejo una «mujer». Allí estaba su melodrama o su farsa, porque inconscientemente me convencí de la idea de que el «hecho», el «caso» de aquel hombre, debía haber sido grotesco y exhalar escarnio.

De suerte que le dije:

–A mí me han a?rmado que las mujeres de Vila Real son las más guapas del Norte. Para ojos negros, Guimarães; para cuerpos, Santo Aleixo; para trenzas, los Arcos: es allí en donde se ven los cabellos claros del color del trigo.

El hombre seguía callado, comiendo, con los ojos bajos.

–Para cinturas ?nas, Viana; para buenas pieles, Amarante, y para todo eso junto, Vila Real. Tengo un amigo que fue a casarse a Vila Real. Quizás lo conozca. Peixoto, uno alto, de barba rubia, bachiller.

–Peixoto, sí –me dijo, mirándome gravemente.

–Fue a casarse a Vila Real del mismo modo que antiguamente iba uno a casarse a Andalucía: cuestión de encontrar la ?or y nata de la perfección… ¡A su salud!

Yo, evidentemente, lo cohibía, porque se levantó, fue hacia la ventana con un paso pesado, y me ?jé entonces en sus gruesos zapatos de casimira con suela fuerte y ataduras de cuero. Después, se retiró.

Cuando pedí mi candelabro, la criada me trajo una lámpara de latón reluciente y antigua, y me dijo:

–Comparte usted la habitación con otro. Es la número tres.

En las fondas del Minho, a veces, un cuarto puede ser un dormitorio incómodo.

–Vale –dije.

La número tres se encontraba al fondo del pasillo. En las puertas, a ambos lados, los huéspedes habían puesto su calzado para embetunar: había unas gruesas botas de montar, embarrizadas, con espuelas de correa; los zapatos blancos de un cazador, botas de propietario, con altas cañas rojas; las botas de un cura, altas, con su borla de pasamanería; los botines combados, de becerro, de un estudiante; y en una de las puertas, la número quince, había unas botinas de mujer, de tejido fuerte, pequeñitas y ?nas; y, al lado, las botitas de un niño, muy rozadas y desgastadas, y sus cañas de cabritilla le caían a los lados con los cordones desatados. Todos dormían. Frente a la número tres estaban los zapatos de casimira y ataduras, y cuando abrí la puerta, vi al hombre de los encañonados de velludillo, que se ataba a la cabeza un pañuelo de seda. Llevaba una chaqueta corta con ?ores estampadas, unas calcetas de lana, gruesas y altas, y los pies metidos en unas zapatillas de orillo.

–No se ?je –dijo él.

–No se preocupe –contesté, y, para crear intimidad, me quité el chaquetón.

No diré los motivos por los que él, al poco rato, y ya acostado, me contó su historia. Hay un proverbio eslavo de Galitzia que dice: «Lo que no le cuentas a tu mujer, lo que no le cuentas a tu amigo, se lo cuentas a un extraño, en la fonda». Pero él tuvo ataques de rabia, inesperados y dominantes, durante su larga y sentida con?dencia. Fue respecto a mi amigo, a Peixoto, el que había ido a casarse en Vila Real. Vi llorar a aquel viejo de casi sesenta años. Quizás la historia pueda parecer trivial: a mí, que esa noche estaba nervioso y sensible, me pareció terrible, pero la cuento apenas como un acontecimiento singular de la vida amorosa…

Empezó, pues, diciéndome que su caso era sencillo... y que se llamaba Macario.

Le pregunté entonces si era de una familia que yo conocía y que llevaba el apellido Macario. Y, como él me contestase que esos eran primos suyos, enseguida me hice una idea simpática de su carácter, porque los Macarios eran una antigua familia, casi una dinastía de comerciantes, que mantenían como una severidad religiosa su vieja tradición de honra y de escrúpulo. Macario me dijo que en aquella época, en 1823 o 1833, en su juventud, su tío Francisco tenía en Lisboa un almacén de telas, y él era uno de los dependientes. Después, su tío se había convencido de ciertos instintos inteligentes y del talento práctico y aritmético de Macario, y le con?ó la escrituración. Macario se convirtió en su «tenedor de libros», en su contable.

Me dijo que, siendo por naturaleza linfático e incluso tímido, en su vida se advertía por entonces una gran concentración. Un trabajo escrupuloso y ?el, algunas raras meriendas en el campo, un esmero llamativo en sus trajes y en su ropa blanca, era todo su interés en la vida. La existencia, en aquel tiempo, era casera y sobria. Una gran sencillez social explicaba las costumbres: los espíritus eran más ingenuos, los sentimientos menos complicados.

Cenar alegremente en una huerta, bajo los emparrados, viendo correr el agua de los regadíos, llorar con los melodramas que se oían entre los bastidores del Salitre, alumbrados con cera, eran satisfacciones que bastaban a la cauta burguesía. Por si fuera poco, los tiempos eran confusos y revolucionarios, y nada hace al hombre tan recogido, acurrucado en la chimenea, sencillo y fácilmente feliz, como la guerra. Es la paz la que, haciendo hueco a la imaginación, causa las impaciencias del deseo.

Macario, a sus veintidós años, aún no había –como le decía una vieja tía, que había sido la querida del magistrado Curvo Semedo, de la Arcadia– «sentido a Venus».

Pero por entonces se fue a vivir frente al almacén de los Macarios, a un tercer piso, una mujer de cuarenta años, vestida de luto, de piel blanca y mate, el busto bien hecho y redondo y un aspecto apetecible. Macario tenía la mesa de su escribanía en el primer piso, encima del almacén, junto a un balcón, y desde allí vio una mañana a aquella mujer...



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