E-Book, Spanisch, Band 377, 216 Seiten
Reihe: Libros del Tiempo
Ferguson Las Brontë fueron a Woolworths
1. Auflage 2019
ISBN: 978-84-17996-29-1
Verlag: Siruela
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)
E-Book, Spanisch, Band 377, 216 Seiten
Reihe: Libros del Tiempo
ISBN: 978-84-17996-29-1
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LONDRES, AÑOS TREINTA. TRES HERMANAS CON UNA FANTASÍA DESBORDANTE. Una de las más divertidas y originales novelas de la literatura británica de entreguerras. «Una obra maravillosamente lograda sobre el poder de la imaginación». A. S. BYATT Aunque el mundo adulto se cierne sobre ellas, las tres hermanas Carne se resisten a marcar las fronteras entre la fantasía y la realidad. Deirdre, la mayor, trabaja como periodista; Katrine es una actriz principiante, y la joven Sheil aún tiene institutriz. Juntas llevan una vida al margen en su bohemio hogar londinense e, irreprimiblemente imaginativas, siguen inventando historias, tal y como han hecho desde niñas. Así ocurría con sus juguetes parlantes, y así sucede con su ficticia amistad con el juez Toddington del Tribunal Supremo. Sin embargo, al conocer Deirdre a la esposa del magistrado, se producirá un auténtico colapso. Y cuando la fantasía y la realidad choquen, ¿se desprenderán para siempre las hermanas Carne de sus invenciones infantiles?, ¿aceptarán Toddington y su mujer a esas chicas tan excéntricas como encantadoras?, ¿quién podrá asegurar si los juguetes hablan de verdad, si el juez usa pijamas de seda color lavanda o si, en efecto, las Brontë fueron de compras a Woolworths? Las Brontë fueron a Woolworths (1931) tuvo una extraordinaria acogida en el momento de su aparición y ha llegado a convertirse entre los lectores en uno de los más queridos clásicos de la narrativa inglesa de entreguerras.
RACHEL FERGUSON (Hampton Wick, 1892-Kensington, 1957) fue una destacada sufragista, actriz y escritora. Publicó doce novelas, tres libros de memorias, cuatro obras satíricas, dos biografías y una pieza teatral. Además, colaboró como columnista en Sunday Chronicle y Punch.
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La primera vez que vi a lady Toddington y hablé con ella fue hace dos años, aunque la conocía a fondo desde hacía casi tres. A madre la habían citado como jurado (en un documento color beis que acababa con un «la ausencia tiene pena», por lo que se lo perdoné todo) y yo había acudido fielmente en calidad de acompañante, armada con sales aromáticas y pastillas reponedoras de jugo de carne, a las nueve en punto de una mañana neblinosa. En nuestra familia, le tenemos todas un terror a «la Ley» tan solo comparable al temor combativo —su insignia universal— que pueda sentir por «la Casa» cualquier vagabundo maltrecho. Resultó que el tribunal era el de Toddington. Después de todo, a mi renuente acompañante no la designaron para el jurado, aunque a pesar de eso estaba obligada a asistir como reserva el resto de la semana. La Ley podía resultar extraordinariamente insolente y desagradecida. Ni a un perro trataría yo como la Ley trata a los miembros de un jurado que no le hacen falta. No obstante, entretanto, e incluso mientras madre temblaba como si fuera culpable y yo embebía toda la escena, un ujier sostenía la cortina claramente destinada a las limpiadoras, y en esas Toddington entró apresurado y ocupó el estrado. Desde aquel momento, creo, se hizo dueño y señor de nuestros sueños. El primer movimiento obvio era recurrir al Quién es quién, para lo que sí fui de utilidad, pues me había hecho con una copia de las que guardamos en una de las oficinas de mi periódico3. Nacido en 1858. (Menudo golpe: eso le daba menos tiempo para seguir con vida). Miembro del Athenaeum y el Garrick Club. (¿El Garrick? Pero si está lleno de actores). Casado (¡ajá!) en 1884. El nombre de ella: Mildred Ethelreda Brockley. (¡Dios!). Dos direcciones. Una junto al río y otra en la ciudad. (¿Qué se le ha perdido en el río?). Una lista de aficiones caras y convencionales. Golf. (¡Qué prenda! ¡Menudo pincel estará hecho con esos pantaloncitos!). Un resumen de una educación típica, pertinente y cara. Veinticinco líneas de espectaculares logros jurídicos. (¡Chico listo!). Desde entonces, habremos pasado por delante de su casa andando una docena de veces. No es que eso haya aportado mucho. Yo llevaba la cuenta de cuándo renovaba los maceteros de la ventana y deseaba que no fuese un apasionado de las alheñas y las calceolarias (ni él ni Mildred), y en cualquier caso llegué a ver por la ventana del comedor un aparador muy decente de madera de roble, y el calentador de cama colgado de la pared parecía bien bruñido. Por supuesto, era fácil dar con fotografías de él (dos de mis editores me dieron tres), y por lo general en la familia damos por sentado que viene alguna otra de camino siempre que el cartero rebusca y termina teniendo que llamar al timbre y dos veces a la puerta. Lo siguiente fue ir a la caza de alguien que conociese a Toddington. Entre mis amistades, había una que tenía un esposo que «solía verlo mucho»; el esposo (¿tengo que decirlo?) estaba atrincherado en Kenia, cultivando café, y hubo algunas otras ocasiones en las que estuve igual de cerca. Sabía que mi trabajo profesional no podía ayudarme. No soy reportera. Soy ese tipo de criatura más bien inclasificable a la que los que parten el bacalao en el gremio a veces deciden encargar artículos descriptivos firmados sobre gente y «movimientos». Como resultado, me he pasado una tarde entera sentada en la cama de un notorio obispo mormón de Tottenham, y en la abadía, el día de la boda de la princesa María. Y por todo ello, cuando volví a ir a la oficina, le sugerí a mi editor que quizá habría que hacer algo al respecto. —Pero ¿por qué? ¿Por qué? —dijo apurado—. No puede llevar usted esos casos. Henderson y Cato se ocupan de ellos y R. E. Corder, del Mail, ha cubierto toda la vida personal de los jueces. —Bueno, es que quiero conocer a Toddington. —¿Le gusta o qué? —Lo adoro —grité. Hace años descubrí que la mejor manera de apartar a alguien de un rastro es decir la verdad y nada más que la verdad. Obra como un hechizo. Mi editor sonrió y se pasó la mano por el pelo. —Bueno, lo siento muchísimo, pero no veo que haya nada que hacer. —¡Animal! ¡Cerdo! —respondí (porque le tengo un cariño sincero). —Por cierto, me gustaría que nos hiciera un artículo alegre: «¿Son traviesas las chicas los días festivos?». Unas mil. —Vale. Me iré al despacho de al lado y lo escribiré ahora mismo, si me da papel, lápiz y una palangana bien grande —acepté. —... Y no se ponga demasiado dura con Brighton. El gobernador va a estar por allí en agosto4. Era cerca de la una y no tenía el artículo terminado. Binton me mandó llamar y señaló su escritorio. —Ahí tiene. Quédese con eso. Haré que saquen otra copia para la biblioteca. —Se inclinó sobre la fotografía de Toddington—. Menudo tiparraco feo que es. —Es muy poco atractivo —admití plácidamente—, y se lo agradezco muchísimo. He descubierto que es inútil alabar a un hombre delante de otro. Se levantan en armas al momento, celosos y vigilantes como una multitud de arpías debutantes. Se supone que Binton es muy bien parecido, según me dice su mecanógrafa, y a menudo lo he pillado arreglándose el perfil ante las damas de sociedad que llegan en busca de publicidad gratis, pero a mí sus pintas no me entusiasman nada, y nunca me entusiasmarán. En lo que a pintas se refiere, sinceramente prefiero a Jelks, su asistente, que es poco atractivo, sin lugar a dudas, y esparce sus h aspiradas como hojas gruesas por Vallombrosa, y dice «anke» cuando quiere decir «aunque», y al Quién es quién lo llama «kienkén», como si fuese un brujo o un ritual de magia negra de África Central. En cualquier caso, los dos son unos auténticos cielos. Cuando llegué a casa, acababa de sonar la campanilla para el almuerzo. En nuestra familia, las comidas se toman normalmente entre una nube de testigos, a no ser que haya visitas. Por supuesto, Dion Saffyn no puede abandonar su despacho muy a menudo, pero habla con nosotras por teléfono mientras comemos, y lo mismo hace Pauline. Caralata protagoniza unas intrusiones infinitamente menos frecuentes. A estas alturas, se han visto reducidas más o menos a un leve y afectado Tra la! Mes enfants! en el éter. A veces, admitimos de manera bastante abierta que Caralata es una pelmaza. La llegada de Katrine a la Escuela de Arte Dramático nos ha traído la compañía de su amigo actor, cómo no, y todas esperamos que no vaya a empezar a intentar pedirnos dinero prestado. Una vez, madre lo hizo recitar Ser o no ser en la cola del Gaiety, pero tardamos poco en rescatarlo de aquel apuro y, para agradecérnoslo, se puso a flirtear con todas nosotras durante un tiempo, con una y con otra, y a mi madre le decía «¡Guaaau, queridaaa!», y saludaba a la pobre Sheil con un «Qué monada... ¿Cómo está usted, señorita?» y un vibrato en la voz estudiosamente copiado de los efectos guturales de George Alexander5. De todos modos, a este hombre no le sacamos mucho provecho, y Katrine, a quien él pertenece, si es que pertenece a alguien, se está volviendo definitivamente distante. Voy a echarla muchísimo de menos, aunque diría que sé cuál es el motivo. Mi teoría es que en la Escuela de Arte Dramático animan a los estudiantes a fingir todo el día y, a decir verdad, el ambiente allí es el más irreal y artificial que yo haya respirado nunca, incluso cuando no se están dando clases. Y eso tiene como efecto mandar a las muchachas a casa agotadas de simular, sin nada que ofrecer a sus familias salvo ellas mismas. Esta mañana, he ocupado mi lugar en la mesa en medio de una discusión entre Toddy y Henry Nicholls, su asesor, sobre lo que este último debería haber encargado en el Simpson’s in the Strand para el almuerzo del juez. Toddy es increíblemente especial para la comida y siempre quiere doble ración de ostras en el pudin de carne cuando va al Cheshire Cheese, y Sheil dice que «marea el pudin con sus manitas para sacar primero las ostras». Nicholls siente devoción por Toddy y últimamente han estado jugando al golf juntos los sábados, a no ser que Toddy tenga que pasarse la mañana en la sala de audiencias. Siempre que paso una tarde libre en el tribunal de Toddy y veo al asesor sentado por debajo de él, encargándose del juramento de los testigos y subiendo para deliberar con Toddy (que en esas ocasiones finge no conocerlo apenas), contengo una sonrisita pensando en lo que había ocurrido, digamos, quince días antes, o ayer. Y, cuando se levanta la sesión, es terrible de verdad tener que salir con el resto del vulgo al Strand, en lugar de correr (como habíamos acordado) a ver a Toddy a su sala privada. Su atuendo nos mantiene en un suspense perenne. Los jueces tienen los ajuares más increíbles. Siempre que creo que he llegado al fondo del baúl de Toddy, saca de repente algo nuevo y se lo pone. A veces, va de negro con una banda roja, o de rojo con una banda negra. En otras ocasiones, se presenta de negro, con una esclavina y puños de armiño, y se parece entonces a Lewis Sydney, de la compañía The Follies. Lo he llegado a ver con unas rayas negras elegantísimas aliviadas por una seda beis y una capucha atada con lazos, y, cuando me hube recuperado de aquello, a la siguiente vez se plantó con un...