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E-Book, Spanisch, 160 Seiten

Genberg Los detalles


1. Auflage 2023
ISBN: 978-84-126639-2-1
Verlag: Gatopardo ediciones
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark

E-Book, Spanisch, 160 Seiten

ISBN: 978-84-126639-2-1
Verlag: Gatopardo ediciones
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark



Una novela inolvidable sobre los pequeños detalles que conservamos de aquellas personas que dejaron huella en nuestra vida. Como si recorriera las páginas de un libro, una mujer postrada en cama con fiebre evoca a cuatro personas de su pasado: una expareja que saltó a la fama, una compañera de piso que desapareció del mapa, un amor sin futuro, una madre frágil y dependiente. Pero ¿quién es en realidad el retratado, la figura del lienzo o la que sostiene el pincel? El retrato se troca en autorretrato, y al trasluz de las personas que un día lo fueron todo para ella, la mujer recompone los retales de su juventud en el Estocolmo de los años noventa. Años de fiestas y titubeos académicos, de amistades y amores tan intensos como efímeros, cuando todavía había un listón telefónico en cada casa, la salud mental no formaba parte del vocabulario cotidiano y el nuevo milenio se esperaba con optimismo. Ganadora del Premio August, el galardón literario más importante de Suecia, y convertida enseguida en un éxito internacional, esta novela de prosa delicada y precisa está escrita desde un yo en el que es fácil verse reflejado: inestable y cambiante, moldeado por el roce íntimo con un puñado de personas y por los detalles -un gesto, una canción, una nota de amor escrita en un libro- que dan densidad y textura a una vida, a todas las vidas. La crítica ha dicho... «Con añoranza, precisión y un humor sutil, Ia Genberg evoca los fragmentos de los que está hecha cualquier persona, y deja que su voz inconfundible resuene en el lector.» Jurado del Premio August «Una novela que invita al lector a reconocerse en lo que lee, revelándole aspectos de su propia vida con una gran carga de profundidad.» Aftonbladet «Para entender nuestra vida hay que fijarse en los detalles, dirigir la atención hacia fuera, apunta la narradora en un momento dado. Leerte también nos ha ayudado, podríamos confesarle.» Antonio Lozano, La Vanguardia «Este libro hermoso y emotivo se despliega en cuatro retratos independientes que, juntos, revelan una imagen conmovedora del retratista. La narrativa difumina los límites que separan la memoria de la ficción, el pasado del presente y a uno mismo del otro, lo que logra evocar el hechizo de la fiebre bajo la cual que fue escrito. Una novela increíble que se mezcla con nuestros propios recuerdos y se vuelve parte de nosotros.» Hernán Díaz

(1967) es una periodista y escritora sueca. Habitualmente imparte cursos de escritura en instituciones de enseñanza secundaria. Su debut literario tuvo lugar en 2012, con la novela Söta fredag. Desde entonces ha escrito la novela Sent farväl (2013), el libro de cuentos Klen tröst och fyra andra berättelser om pengar (2018) y Los detalles (2021), que se ha mantenido durante meses en la lista de los libros más vendidos, se ha alzado con el Premio August y ha supuesto su consolidación literaria dentro y fuera de Suecia.
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Hubo un tiempo en que era difícil encontrar a la gente que desaparecía. De ello no hace tanto, mucha gente viva recuerda lo que suponía perderle la pista a alguien de verdad, esperar con expectación la llegada de la siguiente edición de la guía telefónica al portal de casa, donde dejaban los tres volúmenes apilados, A-M y N-Ö más las Páginas Amarillas; entrar en casa sosteniendo en brazos el paquete envuelto en plástico que pesaba seis o siete kilos, sentarse en el suelo del recibidor y desplazar el dedo índice por una página en busca del nombre de alguien a quien habías perdido de vista para ver si tal vez, ese año, figuraba en la guía. Solo la gente con un número de abonado a la compañía telefónica aparecía con su nombre, lo cual significaba que todos los que no tenían una dirección fija, todos los que se mudaban con frecuencia, los que se habían convertido en convivientes, o vivían en pisos realquilados, los que se habían cambiado de ciudad o de país o los que sencillamente no querían que su nombre apareciera impreso a la vista de todos, flotaban en un magma de población no registrada; y quien quisiera encontrar a alguien allí se veía obligado a confiar en la Providencia. Yo perdí la pista a muchas personas, por periodos cortos y largos; podía pasarme horas o una vida entera buscándolas, a veces una o dos semanas de búsqueda intensa y desesperada, otras durante décadas, un poco por costumbre y otro poco por distracción. Perdí de vista a Danne nada más entrar en el Festival de Roskilde y aquella primera noche vi actuar a Simple Minds completamente sola en medio de la multitud. Tuve que montar mi tienda junto a unos desconocidos y deambulé infructuosamente un día entero hasta que localicé a una persona de nuestro grupo en la cola del retrete. El reencuentro fue memorable y todo quedó en una anécdota divertida, como el resto de aquel verano, pero nada podría compensar las horas que pasé dando tumbos en solitario. Verse sin amigos en un gran festival es desolador. Poco después supe que ninguno de mis amigos, y Danne —que había dicho las típicas palabras «espera aquí, vuelvo enseguida»— el primero, habían dedicado mucho tiempo a tratar de encontrarme. Para ellos era yo la que había desaparecido. La nota que yo había enganchado cerca de la entrada, en un tablón de anuncios de varios metros de ancho que estaba lleno de avisos de gente que había perdido a sus amigos, estaba intacta. Ahora, más de treinta años después, no recuerdo adónde había ido él, qué esperaba yo ni por qué dejé de hacerlo y, finalmente, me cansé y empecé a buscar, pero en cambio recuerdo que él dijo que se había fumado un porro y se había olvidado de mí, y que ese fue el año en que me distancié de esa pandilla e hice nuevas amistades en la universidad, personas que se drogaban menos y hablaban más, que cuidaban de sí mismas y del prójimo.

Una de mis nuevas amistades se llamaba Niki, una persona a la que yo también acabaría buscando algún día. Esto fue mucho antes de conocer a Johanna, en un curso básico de inglés en el que coincidimos en un seminario y ella se acercó a mí durante el primer descanso y empezó a hablar. Más tarde comprendería que esa era su manera de hacer amigos, sencillamente abordando a la gente que le parecía agradable o que tuviera algún detalle que le llamara la atención, en mi caso un par de zapatillas Stan Smith tan gastadas como las suyas.

Se hacía llamar Niki porque odiaba el nombre que le habían puesto sus padres, y odiaba su nombre de pila porque odiaba a sus padres. Cuando pronunciaba aquella palabra, «odio», arrugaba la nariz y abría mucho los ojos, como para subrayar lo ofensivo de su postura. El suyo no era un odio distraído y relajado, el residuo de una adolescencia punk, sino un fuego que ardía día y noche. A pesar de las largas y numerosas conversaciones que teníamos, me contó pocos hechos concretos que explicaran tanto odio, más allá de decirme que esas dos personas eran «repugnantes» y que por eso se había visto obligada a mudarse a quinientos kilómetros de distancia, cambiar de nombre y solicitar un número de teléfono secreto. Sus declaraciones tenían un aire de misterio que yo creía que terminaría por aclararse, pero, en vez de eso, las afirmaciones de Niki sobre sus padres se asentaron como verdades oscuras e inamovibles. De pronto, yo era una de las muchas personas que «sabían» que la infancia de Niki había sido terrible y que sus padres se merecían arder en el infierno, y como enseguida pasé a ser una de sus amigas más cercanas, se esperaba que fuera leal y me comprometiera con esa verdad no verificada y carente de detalles. Supongo que entre nosotras había una especie de vínculo que hacía que yo me desentendiera de lo que era cierto en relación con sus padres; no era ese tipo de certezas lo que yo andaba buscando. Cuando Niki se enteró de que yo dormía en el sofá de mi abuela en Jakobsberg, me ofreció compartir su apartamento de una sola habitación en el barrio de Atlas. Lo había conseguido a través de la agencia municipal de la vivienda, por medio de las cuotas que iban destinadas a los más necesitados. Había una cola especial —separada de la normal, en la que yo misma y otros cientos de miles estuvimos durante décadas— reservada a mujeres maltratadas con hijos, enfermos graves y otros que, por diversas razones, no podían esperar para conseguir un apartamento propio. Niki me contó que había mentido al alegar que su padre había abusado de ella durante toda su infancia y que le había resultado perjudicial mudarse constantemente de un sitio a otro. Habían bastado una entrevista con la asistente social y un certificado de un psicólogo, así como una astucia de la que yo nunca he sido capaz. Era una mentira muy bien calibrada; el incesto fue uno de los grandes temas de conversación hacia finales de los ochenta y principios de los noventa. Se debatía en los medios y se discutía en la pausa del almuerzo, y surgió una nueva clase de expertos que aseguraban que aquel era un problema social mucho más grande de lo que nadie podía imaginar. Los divanes de los terapeutas se llenaron de gente cuyos recuerdos reprimidos había que sacar a la superficie. «Estoy convencida de que mi padre realmente lo hizo dijo Niki al ver mi cara de escepticismo, aunque no lo recuerde aún.»

Niki había ido a muchos terapeutas de diferentes tipos, pero siempre acababa chocando con ellos. Bastaba con que la cuestionaran de una manera que no le gustara o que cancelaran una cita, se fueran de vacaciones o hablaran de dar por terminada la terapia para que Niki rompiera el contacto con ellos de mala manera. Un terapeuta podía ser fantástico una semana y absolutamente incompetente la siguiente. Yo comprendí desde el principio que sus relaciones con otras personas funcionaban así: todo era blanco o negro, odio o amor, cielo o infierno, sin medias tintas. Niki hizo amistad con dos chicas de nuestro curso que fueron «mujeres superdotadas», «buenas como bodhisattvas» y «las personas más amables del mundo» hasta que una de ellas le recordó que le debía los discos que le había prestado unas semanas antes, y el hecho de que se lo dijera en una cafetería, delante de otros amigos, hizo que Niki se pusiera furiosa; esa pequeña rata la había «dejado en ridículo a la vista de todos», no quería volver a verla nunca más, y cuando llegó a casa tiró los discos en una bolsa de plástico, los vinilos desnudos y las fundas por separado, todo revuelto, tomó el metro hasta la casa de la propietaria de los discos, colgó la bolsa en la puerta, y adiós muy buenas. La otra amiga fue descartada al mismo tiempo. Yo, en cambio, permanecí, un poco consternada, pero sobre todo fascinada por su manera de amar y odiar con tanta intensidad, de cortar con la gente como si cada sentimiento tuviera que transformarse inmediatamente en un acto. Los motivos cambiaban, pero el procedimiento en sí era invariable. Supongo que yo era consciente de que no iba a ser una excepción a la regla, pero a esa edad (yo tenía veintitrés años) la amistad no era lo mismo que ahora. Podía ser eterna durante dos meses, dos años o dos horas, daba igual, porque lo importante no era el tiempo sino la magnitud, la velocidad o la masa de sentido concentrada. Niki me llegaba al corazón. No como los chicos con los que a veces me acostaba y de los que con menor frecuencia me enamoraba, sino de verdad, como un alma gemela —aunque entonces no hubiera usado semejante expresión—, y no me preocupaba que la amistad fuera a romperse algún día. Niki era una especie de aventura, un drama incesante que aunaba todos los géneros, en el que nada se detenía y nada era previsible. Había intentado suicidarse en la adolescencia, pero «en principio» todo estaba superado, según dijo, y ese «en principio» era, como descubrí más tarde, una manera de abrir una pequeña fisura de miedo a su alrededor, una garantía para procurarse el cuidado de sus amigos. Yo no la vi nunca autolesionarse, pero sí que le vi algunas cicatrices y marcas. «Reducción de la ansiedad», lo había llamado al parecer uno de sus psicólogos, una especie de válvula de escape para el alma a través de la piel. Ella se refería a menudo a sus psicólogos, y en una ocasión me dio por preguntarle cómo podía costearse todos esos terapeutas de la ciudad, con consulta privada y diferentes especialidades. «Lo pagan ellos dijo sin más, es lo mínimo que pueden hacer», y me tomó un rato entender que «ellos» eran sus padres. Hoy en día, seguramente, la inestabilidad...



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