E-Book, Spanisch, 386 Seiten
Reihe: Letras Nórdicas
Hamsun El círculo se ha cerrado
1. Auflage 2017
ISBN: 978-84-16830-90-9
Verlag: Nórdica Libros
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark
E-Book, Spanisch, 386 Seiten
Reihe: Letras Nórdicas
ISBN: 978-84-16830-90-9
Verlag: Nórdica Libros
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark
Knut Hamsun (seudónimo de Knut Pedersen; Lomnel Gudbrandsdal, 1859 - Grimstad, 1952). Seudónimo de Knut Pedersen. Novelista noruego. Ejerció las profesiones más diversas: aprendiz de zapatero en Bodø, y luego, siempre en la Noruega septentrional, carbonero, maestro de escuela, picapedrero, empleado comercial, vendedor ambulante y escribiente de un puesto de policía. En 1882 emigró a Estados Unidos y, a su vuelta, en 1888, publicó su primera novela, Hambre, que le proporcionó una celebridad inmediata. Su admiración por la vida bucólica y su rechazo a la gran ciudad lo llevarían a pasar grandes etapas de su vida en una cómoda cabaña del bosque. Fruto de esta época son sus obras Pan y La bendición de la tierra, por la que recibió en 1920 el Premio Nobel de Literatura. En esta misma colección han aparecido Victoria y su magnífica biografía Hamsun, Soñador y Conquistador.
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II
No fue tras su primera estancia en el mar cuando volvió a casa tan cambiado por dentro y por fuera, sino sobre todo después del segundo viaje, y entonces sería para toda la vida.
Pero también la primera vez volvió una persona diferente de la que se había marchado, cuatro años mayor, más corpulento, más experimentado, más calmado y también algo más guapo de cara, se había librado de las pecas. Había empezado a fumar en pipa y a mover los hombros al andar, alguna rara vez empleaba palabras extranjeras. Sí, había vivido huracanes y naufragios, se había fracturado una costilla y había participado en peleas en puertos lejanos, todo relacionado con el oficio. Pero en el fondo alardeaba con cierta modestia, y sus coetáneos escuchaban sus narraciones con gran interés.
No había estado todo ese tiempo en el mar, en América se fugó del barco y trabajó en tierra, casi siempre en talleres, entrenando sus manos para realizar distintas labores de madera y metal. Había acudido a escuelas nocturnas, al college, había navegado por los lagos, especulado, aprendido a conducir, a boxear y a hacer muchas otras cosas. También lo había arrestado la policía por haber tomado prestada sin permiso una chalupa en la que había huido con una muchacha. ¡Qué hombre y tan joven!
Su manera de narrar estaba influida por el lenguaje cotidiano norteamericano, y también un poco por la prensa amarilla, la Police Gazette, él era nuevo en el muelle y congregaba público con gran facilidad.
¡Qué cosa tan terrible!, dirían los chicos, ¿y qué pasó entonces?
Pues pagó y ya está. ¡Una bala de revólver en un espejo! ¿Qué era eso para Lawrence?
Los chicos, decepcionados: ¿No lo arrestaron?
¿Arrestar a Lawrence? La policía ya estaba harta de él.
¿Ah, sí? ¿Tan fuerte era?
Durante algún tiempo intentó superarme en pequeños robos en grandes almacenes y cosas así cuando necesitábamos algo de ropa. Pero Lawrence no se daba maña y tuvo que dejarlo. Ahora bien, cuando en el otoño volví a verlo, la necesidad lo había hecho maestro, estaba irreconocible. Entonces sí que robaba, robaba ropa para venderla en los barcos y cometía ya alguna que otra ratería. Pero Lawrence tenía buen corazón, y cuando estaba razonablemente borracho, era capaz de echarse a llorar y regalar parte del botín. Un tipo raro, y además guapo.
Silencio.
¿Pero cuánto tuvo que pagar por el espejo si era tan grande?
¿Quieres decir si intentó regatear? Nada de eso. Sacó los billetes que estimó adecuados y dio uno al camarero. Y nos fuimos a otra parte.
Las jóvenes pasaban por delante de él; dependía de quiénes fueran, pero cuando llegaba Olga, Abel se levantaba cortésmente del banco y se quitaba la gorra. La chica ya tenía cuatro años más, pero él la reconocía enseguida y se levantaba. Aunque eso a él no le aportaba nada. Ella era la hija del boticario, una belleza en la ciudad y estaba comprometida con Rieber Carlsen, que había estudiado con la perseverancia de una hormiga y se había licenciado ya en Teología.
Pues no, a él eso no le aportaba nada. La primera vez ella vaciló, como si pensara que la cortesía del joven era una diablura, luego se detuvo de repente y dijo: ¿Eres tú, Abel?
Sí, así es.
¿Has vuelto a casa?
Para poco tiempo.
Olga hizo un gesto con la cabeza y prosiguió su camino. El novio no había abierto la boca.
La segunda vez que Abel se levantó para saludarla le aportó menos aún, pues la joven ni lo miró. De acuerdo, volvió a sentarse inmediatamente y dijo en voz alta, como si no se sintiera en absoluto afectado: ¡Pues sí, ese Lawrence era un verdadero demonio!
¿Y no estuvisteis nunca en apuros?, preguntaron los chicos.
Bueno, sí. Una vez, en un sótano. Era una bolera. Y un sitio decente, me dijo Lawrence, pero mataron a un hombre allí de un tiro la semana pasada. Vayamos allí.
Enseguida me animé a acompañarlo, pero como no quería perder mi puesto en el taller, me coloqué una cinta de la asociación benéfica La Cruz Azul que tenía guardada.
Había tres hombres jugando a los bolos, y nos invitaron a unirnos a ellos. Yo me senté en un rincón, manteniéndome un poco alejado, pero Lawrence se puso a beber con ellos para mostrarse amable. Se emborracharon todos, Lawrence a veces se ponía muy tonto y muy borracho. De repente se oyó un disparo, y un hombre cayó al suelo. ¿Qué es esto?, pensé, ¿le han pegado un tiro?, ¿quién lo ha hecho? Le dieron la vuelta, estaba manchado de sangre y además muerto, y sus dos camaradas armaron un gran revuelo. Lawrence no fue de ninguna ayuda. ¡Tranquilos!, dijo un par de veces. Y siguió sentado borracho en una silla. Los hombres se acercaron a mí, que estaba en el rincón, y me acusaron de haber pegado el tiro. Enseñaron su identificación como policías para documentar que tenían derecho a registrarme, y encontraron el revólver en mi bolsillo trasero. Me declaré inocente y les enseñé la cinta azul, a la vez que gritaba a Lawrence que viniera a ayudarme. ¡Dejadle!, exclamó él, sin levantarse de la silla. ¿Quieres pagar por ello?, preguntaron los hombres. No, contesté, ¿por qué iba a pagar? Entonces me levantaron de la silla, dispuestos a sacarme de allí. En caso de pagar, ¿cuánto sería?, les pregunté, porque no quería meterme en un lío y perder mi puesto en el taller. ¿Cuánto?, se preguntaron entre ellos. No tengo nada, dije. Vale, pero este hombre no puede quedarse aquí en el suelo, dijeron. Hay que sacarlo. Eso no es asunto mío, dije. ¿Que no? ¿No quieres pagar ni siquiera cinco dólares para el entierro?, preguntaron. Me quedé pensando, naturalmente sería declarado inocente por cualquier tribunal, pero podría tardar.
¡Ahora veréis! Mientras tanto, el chico de los bolos había salido disparado por la puerta de atrás para avisar a la policía. De repente aparecieron dos caciques en el fondo del local, el muerto se levantó del suelo de un salto y desapareció con sus dos compinches por la puerta principal. Todo ocurrió en un abrir y cerrar de ojos, y nadie fue más veloz que el muerto.
Quedábamos sólo Lawrence y yo para recibir a la policía.
Silencio.
¿Y qué pasó entonces?, preguntaron los chicos.
Pues ya no pasó nada más. Bueno, Lawrence, le dijo el policía, reconociéndolo, ¿has vuelto a las andadas? Pero cuando les explicó lo ocurrido se echaron a reír y dijeron que se trataba de un viejo truco que empleaban esos tres hombres. Habían sido castigados por ello, pero seguían igual.
Me cogieron el revólver, dije.
¡Los novatos pagan!, exclamaron los policías.
*
Pero Abel no sólo estaba sentado en el muelle contando chistes e historias, también podía ponerse serio. Compró con su dinero una lancha motora, la cargaba de restos de leña y los transportaba al faro. Esa actividad le llevó varios días, porque la barca no podía cargar mucho peso.
Volvió a ver a Lili junto a la serrería. Ella tenía dieciséis años, estaba flaca y sonriente, había aprendido bien a escribir y sumar y tenía ya un pequeño puesto en la oficina de la serrería. Charlaban sobre cosas cotidianas, no llegó a amor ni nada parecido, sólo recordaban algún que otro episodio del colegio, omitiendo cosas que eran demasiado insignificantes para mencionarse.
Has estado en sitios muy lejanos desde que te marchaste, dijo ella.
Dando la vuelta al mundo, contestó él.
¡Fíjate, la vuelta al mundo! He oído decir que estuviste en América.
Sí.
Yo me limito a estar sentada en la oficina, lo que no es mucho.
No digas eso, dijo él. Mucha gente querría tener tu puesto.
¿Tú crees? Bueno, podré ascender si lo hago bien.
Lo harás bien, Lili.
¿Tú crees?
Recuerdo que siempre hacías las cosas bien.
A Lili le pareció que también debía mostrarse amable y dijo: He oído por ahí que cargas a tope tu barco en la serrería. No deberías hacerlo.
Bueno.
Porque hay bastante camino hasta el faro.
La lancha era útil para muchas cosas. En mi época remábamos con las manos, dijo el padre, malhumorado. Pero al fin y al cabo una barca de motor era mejor, y el único gasto era el petróleo. La adentraba bastante en el mar para pescar, hacía recados en la ciudad con ella, y cuando su madre murió en el otoño, él transportó el cadáver hasta el cementerio. Su padre se puso terco, fue remando obstinadamente su barca y se quedó muy atrás.
Junto a la tumba, los dos participaron en el canto de salmos, iban vestidos de negro y estaban serios. Pero al volver a casa, el motor falló. ¿Qué pasó? Abel lo examinó, y con su pericia encontró el fallo, pero no podía arreglarlo allí en el mar. Como había olvidado llevarse remos, se quedó a la deriva sin poder hacer nada. Por fin llegó su padre, pero pasó de largo, remando sin detenerse. ¡Vaya!, dijo Abel. Su padre seguía remando. Abel miró a su alrededor en busca de otra ayuda, pero no se veía a nadie. ¿El viejo capitán y marinero no veía lo que pasaba? Seguía remando. ¡Hola, padre!, gritó por fin Abel, agitando las manos. Al principio el viejo se quedó mirando embobado, pero tras más señas de Abel, volvió remando de muy mala gana y muy despacio hasta el náufrago.
Abel, muy dócil: Bueno, es que me olvidé de traer remos…
¿Remos?, preguntó el padre extrañado.
El motor ha fallado.
No me digas. Es que yo soy muy lento. ¿Para qué quieres remos?
Abel...