E-Book, Spanisch, Band 396, 224 Seiten
Reihe: Libros del Tiempo
Harvey El misterioso señor Badman
1. Auflage 2021
ISBN: 978-84-18708-35-0
Verlag: Siruela
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)
E-Book, Spanisch, Band 396, 224 Seiten
Reihe: Libros del Tiempo
ISBN: 978-84-18708-35-0
Verlag: Siruela
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)
WILLIAM FRYER HARVEY (Leeds, 1885-Letchworth, Londres, 1937) ejerció como médico militar durante la Primera Guerra Mundial e impartió clases en el Fircroft College de Birmingham. Además de El misterioso señor Badman (1934), verdadera joya del bibliomystery, su obra incluye famosos relatos de terror, como La bestia con cinco dedos, llevado al cine en 1946.
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CAPÍTULO I
Tres visitas diurnas
Cuando a las dos en punto de una bochornosa tarde de julio Athelstan Digby se disponía a hacerse cargo de la antigua librería de High Street en Keldstone, olvidó deliberadamente ocuparse de sus propios asuntos.
Era fabricante de mantas de profesión y se encontraba en Keldstone, en parte, de vacaciones —hacía tiempo que deseaba explorar los pueblecitos de Cleveland Hills— y, en parte, para asesorar a su sobrino, Jim Pickering, que estaba valorando la posibilidad de tomar las riendas de la consulta del doctor Jacobs después de haber ejercido en la misma durante varios meses como ayudante o sustituto del anciano, dependiendo de la ocasión.
Jim le había buscado un confortable alojamiento en casa de Daniel Lavender. Disponía de una habitación justo encima de la tienda y de una pequeña sala de estar en la parte trasera, orientada al norte y con vistas al viejo cementerio de la parroquia ya en desuso, rodeado de páramos. Puesto que se sentía como en casa en aquel entorno y apreciaba de veras a su menudo y gordezuelo anfitrión, así como a la alta y enjuta señora Lavender, que preparaba deliciosos panes, pasteles y bollos dulces, se había prestado voluntario para ocuparse de la tienda para que ambos pudieran asistir al funeral del primo de Dan en Mardale.
Al principio no querían ni oír hablar del tema, pero tan pronto se convencieron de que su ofrecimiento era en serio la pareja de ancianos abandonó sus últimas reticencias. El señor Lavender le mostró dónde guardaba el preciado catálogo que podría consultar si el precio de algún volumen resultara indescifrable y le explicó qué debía hacer con los cajones de libros de seis peniques si llovía. La señora Lavender le confió la llave de la alacena y le dio instrucciones precisas sobre cómo precalentar la tetera antes de prepararse una taza de té.
—Se lo dejaré todo preparado —dijo ella—, pero si necesita cualquier otra cosa así sabrá dónde encontrarlo usted mismo.
El señor y la señora Lavender se marcharon un poco después de las dos. Desde su confortable sillón en la tienda, Athelstan Digby los vio alejarse por High Street cogidos del brazo, como dos volúmenes curiosamente emparejados: Daniel Lavender, achaparrado y rechoncho, y la señora Lavender alta y delgada.
Durante una hora leyó sin interrupciones. La calle parecía dormida y los únicos sonidos que rompían la quietud reinante en mitad de la tarde procedían de la estación, donde alguna locomotora efectuaba un cambio de vías cada cierto tiempo. Entonces el reloj de la iglesia dio las tres, sonó la campanilla de la puerta y entró el primer cliente: una anciana que escogió un libro de la selección de seis peniques. Diez minutos después entró un colegial preguntando qué libros tenían sobre aparatos de radio. El señor Digby descubrió que no tenían ninguno sobre la materia, pero el muchacho pareció darse por satisfecho con la compra de un ejemplar de Rabbit Breeding for Profit 1.
Las ganancias de la caja ascendían a un chelín y dos peniques cuando de nuevo sonó la campanilla y un sacerdote entró en la tienda. Era un hombre robusto y entrado en años, bien afeitado, mas no del todo apurado. Saludó al señor Digby con una leve inclinación de cabeza.
—Solo quería echar un vistazo —dijo, y comenzó a toquetear los libros.
Tenía los dedos amarillentos de nicotina, y entre el cuello de la camisa y el nacimiento del cabello unos rollizos pliegues decoraban su nuca. «Un cliente de aspecto desagradable», pensó el señor Digby. «Espero que haya venido en busca de inspiración para sus sermones y no necesite ayuda».
—¿Qué se le ofrece, caballero? —dijo por fin—. El señor Lavender no está y me ocupo de la tienda en su ausencia.
El sacerdote levantó la vista un poco sobresaltado.
—Estoy interesado en cierto libro —respondió— que me recomendaron el otro día y que, he de confesar, nunca he leído. Se trata de Vida y muerte del señor Badman, de Bunyan.
—Sacaré el catálogo —dijo el señor Digby—. Si no está en su estantería, podría estar por algún rincón. Cogeré la gradilla y usted mismo podrá echar un vistazo.
El catálogo del señor Lavender estaba organizado según un sistema difícil de descifrar, aunque al final el señor Digby descubrió que, si bien Bunyan estaba representado por dos ejemplares de El progreso del peregrino y uno de La guerra santa, no había mención alguna al Señor Badman. Cuando levantó la vista encontró al sacerdote encaramado en la gradilla, examinando afanosamente las novelas francesas de lomo amarillo de la balda superior.
—Entretenidas lecturas, aunque poco productivas —comentó el caballero haciendo una mueca—. Y expuestas en un lugar muy discreto. ¡En fin! Si no es posible encontrar al Señor Badman, será mejor que me vaya. No obstante, si por casualidad el señor Lavender consiguiera un ejemplar sería todo un gesto por su parte que me lo reservara y fuera tan amable de enviarme un mensaje. Soy el reverendo Percival Offord, de la vicaría de Worpleswick. Puede decirle también que le estaría especialmente agradecido si pudiera hacerlo en los próximos dos días. ¡Un tipo encantador, el señor Lavender! ¡Buenas tardes!
En cuanto el señor Offord se marchó, Athelstan Digby tuvo la sensación de que el aire de la tienda se había vuelto menos rancio.
«Espero que Lavender le encuentre un ejemplar del libro», se dijo. «Sin duda, ha de ser una lectura agradable».
Dos clientes más visitaron la tienda a continuación y poco después de las cuatro entró un hombre y preguntó si podía echar un vistazo en busca de algo para leer.
—¿Qué clase de libro necesita? —preguntó el señor Digby.
—¡Oh, cualquier cosa! No soy quisquilloso, pero me gusta leer un ratito todas las noches. Yo mismo rebuscaré un poco entre lo que hay por aquí.
El señor Digby lo observó con atención. Era un hombre menudo, de cabello rubio, dedos ágiles y pasos sigilosos. Trató de adivinar a qué se dedicaba: ¿secretario de un abogado, quizá? No, demasiado nervioso para eso. Sería incapaz de infundir confianza a la clientela. ¿Ayudante del gerente de alguna tienda? Es posible, pero obviamente no un ayudante demasiado exitoso. El reverendo Percival Offord le había recordado a un hurón elegante. Este hombre más bien tenía algo de zorro flaco.
—Por cierto —dijo al fin—, ¿no tendrá usted por casualidad un libro titulado Vida y muerte del señor Badman? Mi mujer me habló de él hace unos días. Ella insistía en que es de Bunyan y yo le respondí que tal libro no existía y que había confundido el título con el autor. Le dije que lo más probable era que el volumen al que ella se refería fuera Vida y muerte de Bunyan, escrito por un tal señor Badman. Yo mismo traté a un doctor Bunyan cuando era un muchacho, aunque he de reconocer que no es un nombre común.
—Su esposa estaba en lo cierto —respondió el señor Digby—, pero estoy seguro de que no tenemos dicho libro en existencias. Verá…
El señor Fox levantó las orejas y volvió la cabeza para mirar directamente a su interlocutor.
El señor Digby se había quedado en silencio. «Después de todo», pensó, «no era asunto de aquel hombre quién había llamado esa tarde».
—Verá usted —continuó—, por casualidad revisé las obras de Bunyan disponibles en nuestro catálogo hace una hora: dos copias de El progreso del peregrino y La guerra santa. De haber tenido un Señor Badman, puede estar seguro de que me habría fijado.
—Podría estar en las estanterías y no en el catálogo —dijo el otro—. Pero no me cabe duda de que tiene usted razón, así que tendré que darle la mala noticia a mi esposa. En cualquier caso, es un extraño título para un libro.
—Es usted difícil de convencer —dijo el señor Digby—. No obstante, siempre puede recurrir a la enciclopedia. Busque «Bunyan» y compruébelo.
El hombre se marchó, aparentemente satisfecho, aunque sin haber comprado nada.
Mientras tomaba el té en la cocina de la señora Lavender, sin perder de vista la puerta de la tienda, el señor Digby no pudo evitar preguntarse si sería mera coincidencia que dos hombres se interesaran por el mismo libro en el breve lapso de una misma tarde. Se habría sorprendido menos de haber sido una obra más conocida. Sin embargo, se trataba de un volumen raro. Y no le habían parecido menos raros los dos hombres que lo buscaban. «Clientes raros», sería la categoría adecuada para clasificarlos. En cualquier caso, gracias a su aparición, tenía más cosas en que pensar que de costumbre; por no hablar de la peculiar excelencia de la mermelada de arándanos y los deliciosos pasteles caseros de la señora Lavender.
Después del té vendió una magnífica copia del Thresher2 de Duck a un hombre que saltaba a la vista que sabía de libros, y un Browning for Beginners3 a una chica que tenía aspecto de trabajar como gobernanta.
Entonces, pasadas las cinco y media, entró en la tienda un hombre con uniforme de chófer. No perdió el tiempo con cortesías. ¿Tenía un ejemplar de Vida y muerte del señor Badman? Llevaba el título apuntado, para no olvidarlo, en un trocito de papel que le entregó al señor Digby.
—No, lo siento —dijo—. Tenemos El progreso del peregrino y La guerra...




