Holmes Coleman | Un manto de nieve | E-Book | www.sack.de
E-Book

E-Book, Spanisch, Band 435, 176 Seiten

Reihe: Libros del Tiempo

Holmes Coleman Un manto de nieve


1. Auflage 2024
ISBN: 978-84-10183-85-8
Verlag: Siruela
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)

E-Book, Spanisch, Band 435, 176 Seiten

Reihe: Libros del Tiempo

ISBN: 978-84-10183-85-8
Verlag: Siruela
Format: EPUB
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«Con una de las prosas más exquisitas y desconcertantes que he leído jamás, Coleman relata la fragmentación de la memoria, la identidad y el cuerpo causada por una crisis nerviosa».Claire-Louise Bennett Algunos días, Marthe Gail cree que es Dios; otros, Jesucristo. Cree que su bebé ha muerto. La luz roja brilla. Hay barrotes en las ventanas. Y las voces siguen hablando. El tiempo se desdibuja, cae la nieve. Los médicos dicen que es una crisis nerviosa, que esto es el Hospital Estatal de Gorestown. Sus compañeras se convierten, a la vez, en amigas y enemigas, moviéndose entre la sala de día y el comedor, la sala este y el lado oeste, evitando en todo momento la sala larga. Su marido la visita y le enseña un mechón de pelo de su recién nacido, pero ella no se acuerda... aún; solo cuando consiga llegar ahí arriba, ascendiendo hacia la liberación final... Basada en las experiencias de la autora durante su ingreso en un hospital psiquiátrico tras contraer fiebre puerperal, esta narración visionaria -heredera de El papel pintado amarillo de Charlotte Perkins Gilman y precursora de La campana de cristal de Sylvia Plath- traza un magnético, impactante y descarnado retrato de la maternidad y la salud mental.

Emily Holmes Coleman (Oakland, 1899-Tivoli, 1974) fue una escritora modernista estadounidense. Frecuentó el círculo de Djuna Barnes y Dylan Thomas, y mantuvo durante toda su vida un exhaustivo diario. En 1930 publicó Un manto de nieve, su única novela.
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I


Dos de las voces se imponían sobre las demás. De noche, cuando apagaban la luz roja de la sala y había una mujer sentada en una silla frente a la puerta carraspeando cada cierto tiempo, se oían voces lejanas que se mezclaban con sollozos y gritos y los murmullos monótonos de las que empezaban a quedarse dormidas. Hacía frío y ella tiritaba bajo las mantas. Gritó que tenía frío y la mujer entró y sacó una manta y se la calentó. Después la envolverían muy apretada en la manta caliente y remeterían la colcha por encima. Tengo los pies fríos. Su garganta siempre estaba irritada, como pan viejo al sol. Sus labios eran prominentes y agrietados y el agua manaba a borbotones al otro lado de la pared. Una malla metálica coronaba la puerta.

La ventana estaba cerrada y dotada de barrotes verticales por fuera. Podía oír el viento deslizando la nieve del tejado. Se formaba una avalancha de nieve que caía y sepultaba el sol. El cabecero de su cama tenía seis barrotes.

Las voces iban trasladando piedras de un campo a otro. Dejaban caer las piedras y otras voces las recogían y las arrojaban a una carreta de tablones sueltos. Una de ellas procedía del otro lado de su cama, al otro lado de aquella pared. La habitación solo disponía de una cama y la tela metálica y, en lo alto de la pared, la reja de hierro donde ella lanzaba los platos. No había luz en la habitación. Solo una triste luz roja en la sala. Alguien paseaba yendo y viniendo por delante de su puerta como una prisionera. La voz al otro lado de su pared llamaba a gritos a alguien. No cesaba en toda la noche. Se enredaba en las mantas y silbaban los carámbanos de hielo en el viento. El resto de las voces no resultaban tan reconocibles. Cuando las voces callaban, la sala se sumía en el silencio.

Llamó y pidió agua. La mujer le llevó una gruesa taza blanca y redonda. Pero nunca es suficiente, mi garganta está tan seca. Si dejara de hablar, no se le pondría así.

Tenía que decirlo todo, y cuando todo estuviera dicho, y cuando cada palabra hubiera quedado sellada en el ataúd del viento nocturno, entonces pararía. Ella había sido un feto y se había hecho un ovillo en la cama. Luego había surgido sin hacer ruido y la habían alimentado. El sol de la mañana y Hazel dándole de comer de un cuenco. Mejillas limpias y un riachuelo en los dientes. Agujas de pino goteando en el Cáucaso.

Su padre había franqueado la puerta y ella le había gritado. Todos ellos alrededor de su cama, no de esta, señalando al bebé y a la pared. Había estampado el vaso con la medicina contra la pared y había quedado una mancha furiosa. Se llevaron a su pequeño bebé. La parte superior de su cabeza blanda y hundida. La barbilla apoyada en la blandura y el hueco, y las mejillas inundadas de lágrimas de muerte. Ella lo había calentado en su cama.

Se zafó de las mantas y se arrebujó en ellas y salió con dificultad a la sala. Las luces rojas se le clavaban en los ojos, afiladas, acechantes. ¿Qué hace levantada? Quiero ir al cuarto de baño. La mujer la acompañó hasta el cuarto de baño. En la puerta vio un esqueleto quejumbroso, con apenas pelo y dientes grandes y amarillos, que se frotaba las manos en el camisón. Su rostro era el de un león dispuesto a matar. Marthe extendió la mano y se echó hacia atrás dejando escapar un chillido agudo. Gritó tapándose la boca y desgarró el delantal de la mujer. Huyó a su habitación, arrastrando la manta tras los pies fríos. ¿Qué ocurre; no tendrá miedo de esa pobre mujer? El esqueleto entraba en su habitación. Despacio, cada vez más grande. Se acercaba a la cama mordiéndose las horrendas manos.

Marthe tenía frío y su garganta se quedó muda. No debe tener miedo, recuerde quién es usted. Se sentó erguida en la cama y clavó la mirada en el esqueleto. Señaló la puerta con un dedo. Miraba a través de ella, se le salieron las pupilas y entraron en ella y la atravesaron y salieron por detrás. Abrió los ojos y se cubrió la cara; los dientes cerrados. El esqueleto salió.

Marthe se hundió en la cama. Puedo hacerlo, debo tener siempre presente que puedo hacerlo. Godwin la estaba envolviendo en otra manta. No vuelva a salir de la cama, dijo, o cogerá algo. ¿Se ha ido? ¿Quién? Esa persona. ¿Se refiere a la pobre y vieja señorita Ryan? Ha vuelto a su cama. Lloró en el uniforme de Godwin. Palpó su anillo de casada. Se han llevado mi anillo de casada, dijo. No sé dónde está. ¿Cuánto cree que falta para que pueda volver a verlo? Tal vez mañana. Siempre era mañana. Todos decían mañana, fuera cual fuera la pregunta. Tendrá que aprender a dormir antes de poder verlo.

¿Cómo podían esperar que durmiera cuando estaba pasando por todo aquello? No lo sabían. Se había columpiado del techo de la habitación, lo había hecho desde la cruz. Se había celebrado el entierro. Ella yacía en silencio en la cama y le cubrían la cara. La sacaron en silencio y la metieron en el ataúd. La bajaron allí, al rectángulo que habían cavado para ella. Abajo, y la tierra cayendo desde arriba. Abajo, y los gusanos entrando y saliendo. Todavía seguía explicándolo, ninguna palabra debía olvidarse. Todo debía quedar registrado y luego podría dormir.

Debía recordarlo todo. Cuando pronunciara la última sílaba desglosada, todo habría terminado. Nadie lo comprendería hasta que esto sucediera y, en ese momento, todas las tumbas se abrirían de par en par y todos los amantes amarían.

Ahora no lo comprendían. Se reían y era duros. Desfilaban por delante como actrices de cine, con bandejas, los labios bien rojos y riéndose.

Se arrancó el áspero camisón de la delicada piel. Salió de la cama de un salto y llegó a la sala cálida y sofocante. Se precipitó hacia el portón, la puerta que daba al exterior. Saldré de aquí, ¿por qué estoy aquí? Golpeó la puerta con los puños. Es el momento, ha llegado la hora. Todos debemos ser libres. Una voz gritó, échala abajo, échala abajo. Al fondo todas las camas empezaron a gritar. Godwin fue corriendo hasta ella y le sujetó las muñecas, retorciéndoselas. La sacudió como hojas otoñales. Godwin trastabilló y se cayó. Ella abofeteó a Godwin y miró ferozmente a su alrededor dispuesta a encarar nuevas resistencias.

La puerta se abrió desde el otro lado y la rodearon. Le retorcieron ambas muñecas y ella mantenía la calma. Era el primer dolor que había sentido. Creía que el dolor se había marchado junto con todo lo demás. Mi marido, sollozó a la señorita Sheehan, ¿por qué no puedo verlo? Le daban cuerda como a una muñeca francesa. No podía moverse. Si movía un dedo, dos de ellas comenzaban a retorcerle las muñecas. Las otras la enrollaban en trozos de tela muy apretados. Señorita Sheehan, ¿cómo puede traicionarme así? Una vez hecho esto, la trasladaron como a un faraón de piedra hasta su cama. La metieron bajo las mantas y sobre ella colocaron la sábana de lona. Era muy pesada y gruesa, con un agujero para la cabeza. Pero no puedo dormir bocarriba.

Continuaron armando gran bullicio. Caramba, qué fuerza tiene, ¿quién lo hubiera dicho? Al terminar se frotaron las manos para relajarlas.

De día, en la cama y desde la cama, solo existía la sala. Estaban las actrices que pasaban por delante ensayando sus papeles, con mucho colorete y robustas. Se dio cuenta enseguida y deseó que se lo pusieran más difícil. Las mismas regresaban en mitades y luego en cuartos y ella siempre recordaba las piernas.

Al principio las llaves eran campanadas que relucían a intervalos irregulares. Se le metían dentro, la atravesaban y salían. Introducir, empujar, atravesar, cerrar y salir. Ella yacía en la cama con la mirada fija en la rendija de la puerta. Las llaves brillaban a través y oscilaban en el centro. Siempre pasaban de largo. Cuando su puerta permanecía cerrada, se quedaba esperando aquella llave. Esperó durante dieciséis días, contando los minutos y el introducirempujaratravesarcerrar y salir.

Las llaves tintineaban en la cintura de las enfermeras. Sonaban como palanganas de plata y se balanceaban entonando en voz alta canciones de muerto. Eran frágiles y frías como el hielo y tenían rostros de jinetes estancados en la nieve. Eran orgullosas, y se comían deliciosamente su indiferencia.

Yahvé debía ser condenado y ella jamás debía detenerse. Él aparecía a menudo en la reja de hierro sobre su cabeza y ella agitaba los puños gritando y condenándolo. No habría más interferencias por parte de Yahvé, al menos esa sería su contribución. Era incapaz de soportar que las casas cayeran como brillantes ojos rasgados sobre cerezos en flor, y que él estuviera allí sentado en la reja, apartado y misericordioso.

La pequeña Mary Soulier estaba en la habitación. Ella había sido una de las voces. Se sentaba en la silla rígida agitando la melena y con los ojos cerrados de risa. Había tenido cinco cachorros y todos ellos habían muerto. Lloraron juntas a los cachorros. Marthe columpió las piernas hacia arriba y se giró hacia Mary como un torbellino. Se apretaba con fuerza los tobillos, y las piernas y los brazos y las manos lloraban junto a su cuello. Se volvió hacia la pared opuesta y se desbordó en llanto y amargura. Christopher, Christopher estaba bajo tierra sin que sus labios hubiesen llegado a tocar su mano. Nunca correría colina arriba persiguiendo a la alondra antes de que echara a volar. Mi preciosa y serena cabeza. El bebé estaba con él escondido entre la mortaja. El pequeño bebé blanco de ojos tranquilos que no había querido tomar su leche. Lloraron juntas y Marthe había derramado todas sus lágrimas. No le quedaban lágrimas y sollozaba con ojos secos y...



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