Jodorowsky | Donde mejor canta un pájaro | E-Book | www.sack.de
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E-Book, Spanisch, Band 145, 400 Seiten

Reihe: Libros del Tiempo

Jodorowsky Donde mejor canta un pájaro


1. Auflage 2015
ISBN: 978-84-16465-35-4
Verlag: Siruela
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)

E-Book, Spanisch, Band 145, 400 Seiten

Reihe: Libros del Tiempo

ISBN: 978-84-16465-35-4
Verlag: Siruela
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«La vida de Jodorowsky es una obra de arte esmaltada de situaciones maravillosas, vivencias surrealistas, prodigios y logros de la imaginación y la conciencia.»Víctor-M. Amela, La Vanguardia Basándose en una sugerente frase de Jean Cocteau, «un pájaro canta mejor en su árbol genealógico», Jodorowsky nos sumerge en un amenísimo relato, tan cómico y sorprendente como heroico y legendario, sobre la vida de sus antepasados, desde sus bisabuelos hasta sus padres. Esta reconstrucción narrativa de su árbol genealógico le sirve para bucear en el sentido de su propio ser y su propia vida, a través de una inmensa geografía: Ucrania, parís, Venecia, Chile o Argentina. «Todos los personajes, sitios y acontecimientos son reales», dice el autor. «Pero esta realidad es transformada y exaltada hasta llevarla al mito. Nuestro árbol genealógico por una parte es la trampa que limita nuestros pensamientos, emociones, deseos y nuestra vida material... y por otra parte es el tesoro que encierra la mayor parte de nuestros valores. Aparte de ser una novela, este libro es un trabajo que, si ha sido logrado, aspira a servir de ejemplo para que cada lector lo siga y transforme, a través del perdón, su memoria familiar en leyenda heroica.»

Alejandro Jodorowsky(Tocopilla, Chile 1929), artista múltiple, poeta, novelista, director de teatro y cine de culto (El Topo o La Montaña Sagrada), actor, creador de cómics (El Incal o Los Metabarones), tarólogo y terapeuta, ha creado dos técnicas que han revolucionado la psicoterapia en numerosos países. La primera de ellas, la Psicogenealogía, sirvió de base para su novela Donde mejor canta un pájaro, y la segunda, la Psicomagia, fue utilizada por Jodorowsky en El niño del jueves negro. Su autobiografía, La danza de la realidad, desarrolla y explica estas dos técnicas.
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En 1903, Teresa, mi abuela, la madre de mi padre, se enojó con Dios y también con todos los judíos de Dniepropetrovsk, en Ucrania, por seguir creyendo en Él a pesar de la mortífera crecida del río Dniéper. En la inundación pereció José, su hijo adorado. Cuando la casa comenzó a llenarse de agua, el muchacho empujó hacia el patio un armario y se trepó en él, pero el mueble no flotó porque estaba atiborrado con los 37 tratados del Talmud... Después del entierro, perseguida por su marido y cargando ella sola los hijos que le quedaban, cuatro pequeñuelos, Jaime y Benjamín, Lola y Fanny, fabricados más por deber que por pasión, invadió feroz la Sinagoga, interrumpió la lectura del capítulo 19 del Levítico, «Habla a toda la congregación de los hijos de Israel, y diles...», rugiendo: «¡Soy yo la que les voy a decir!», atravesó el área que le estaba prohibida por ser mujer, empujando a los hombres que, víctimas de un pavor infantil, ocultaron sus rostros barbados bajo los mantos de seda blanca, arrojó su peluca al suelo mostrando un cráneo mondo enrojecido por la ira y pegando su rostro áspero en el pergamino de la Tora, imprecó hacia las letras hebreas:

–¡Tus libros mienten! Dicen que salvaste al pueblo entero, que abriste el Mar Rojo con la misma facilidad que yo corto mis zanahorias y sin embargo no hiciste nada por mi pobre José... Si ninguna fue la culpa de ese inocente, ¿qué ejemplo quisiste darme? ¿Que tu poder no tiene límites? Lo sabía. ¿Que eres un misterio insondable, que yo debo probar mi fe aceptando resignada ese crimen? ¡Nunca! Eso está bien para los profetas de la talla de Abraham, ellos pueden levantar el cuchillo sobre la garganta de sus hijos, no una pobre mujer como yo. ¿Con qué derecho me exiges tanto? Respeté tus 613 mandamientos, pensé en ti sin cesar, nunca hice daño a nadie, le di un hogar santo a mi familia, cociné y limpié rezando, dejé que me raparan en tu Nombre, te amé más que a mis padres y tú, ingrato, ¿qué hiciste? Ante el poder de tu muerte mi niño fue como un gusano, una hormiga, un excremento de mosca. ¡No tienes piedad! ¡Eres un monstruo! ¡Creaste un pueblo elegido sólo para torturarlo! ¡Llevas siglos riéndote a costa de nosotros! ¡Basta! Te habla una madre que ha perdido la esperanza y por eso no te teme: ¡Te maldigo, te borro, te condeno al aburrimiento! ¡Sigue en tu Eternidad, haz y deshaz universos, habla y truena, yo ya no te oigo! ¡Es definitivo y para siempre: fuera de mi casa, sólo mereces mi desprecio! ¿Vas a castigarme? Que me llene de lepra, que me partan en trozos, que los perros se alimenten de mi carne, no me importa. La muerte de José ya me ha matado.

Nadie dijo nada. José no había sido la única víctima. Otros más acababan de enterrar familiares y amigos. Mi abuelo Alejandro, de quien heredé parte del nombre, porque la otra mitad me vino del padre de mi madre, que también se llamaba Alejandro, con cuidado infinito secó las lágrimas que brillaban como escarabajos transparentes sobre los caracteres hebreos, se inclinó muchas veces ante la asamblea; con el rostro granate masculló disculpas que nadie entendió y se llevó a Teresa tratando de ayudarla a cargar los cuatros niños, pero ella no quiso soltarlos y los apretó tan fuerte contra sus robustas tetas que éstos comenzaron a aullar. Sopló un viento huracanado, se abrieron las ventanas y un nubarrón negro llenó el templo. Eran todas las moscas de la región huyendo de una lluvia repentina.

Para Alejandro Levi (en esa época nuestra familia se llamaba Levi), la ruptura de su mujer con la Tradición fue sólo un golpe rudo más. Los golpes rudos formaban parte indisoluble de su ser: los había soportado estoicamente toda su vida, eran como un brazo, un órgano interno, una parte normal de la realidad. Aún no cumplía tres años cuando Piroshka, la sirvienta húngara, se volvió loca, vino al dormitorio donde dormía abrazado a Lea, su madre, y la asesinó a hachazos. Los chorros calientes tiñeron de rojo su cuerpecito desnudo. Cinco años más tarde un brote de odio, originado por la creencia de que los rabinos usaban sangre de niños cristianos para fabricar su pan ázimo, vertió por las calles de Ekaterinoslav un enjambre de cosacos ebrios que incendiaron la aldea, violaron mujeres y niños y apalearon a Jaime, su padre, porque no quiso escupir en el Libro, hasta convertirlo en un puré morado. Lo recogió la comunidad judía de Zlatopol, una entidad abstracta, ningún individuo. Le dieron una cama en la escuela religiosa. Allí le enseñaron dos cosas: ordeñar vacas (al alba) y rezar (el resto del día). Esos litros de leche matinal fueron el único olor a madre de su niñez y, para lograr caricias femeninas, enseñó a las rumiantes a lamerlo desnudo con sus grandes lenguas calientes...

Recitar los versículos en hebreo fue una tortura hasta que él y el Rebe se encontraron en el Entremundo... Sucedió así: Alejandro, de tanto balancearse canturreando frases que no entendía sintió que los pies se le congelaban, que la frente le hervía y que el estómago se le llenaba de un aire ácido. Le dio vergüenza respirar profundo con la boca abierta como pez fuera del agua y desmayarse delante de sus compañeros, que ellos sí comprendían los textos... a menos que sus expresiones de fe intensa fueran sólo una comedia para después obtener en premio una buena cena. Hizo un esfuerzo supremo y dejando su cuerpo en el balanceo, se salió de él para encontrarse en un tiempo que no transcurría, en un espacio no extenso. ¡Qué descubrimiento ese refugio! Allí podía vegetar en paz, no haciendo nada, sólo viviendo. Sintió intensamente lo que era pensar sin la amenaza constante de la carne, sin sus necesidades, sin sus múltiples miedos y cansancios; sin el desprecio o la piedad de los otros... Deseó nunca más regresar, quedarse allí en un éxtasis eterno.

Atravesando el muro de luz, un hombre vestido de negro como los rabinos pero con ojos orientales, piel amarilla y barba de largos pelos lacios, vino a flotar junto a él. «Tienes suerte muchachito», le dijo, «no te sucederá lo que a mí. Cuando yo descubrí el Entremundo no hubo nadie que viniera a aconsejarme. Me sentí tan bien como tú y decidí no volver. Grave error. Mi cuerpo, abandonado en un bosque, fue devorado por los osos y cuando tuve otra vez necesidad de los seres humanos me fue imposible regresar. Me vi condenado a vagar por los diez planos de la Creación sin tener derecho a estacionarme. Un triste pájaro errante... Si me dejas echar raíces en tu espíritu, volveré contigo. Y en agradecimiento podré aconsejarte –conozco de memoria la Tora y el Talmud– y nunca más estarás solo. ¿Quieres?».

¿Cómo ese niño huérfano no iba a querer? Sediento de amor, adoptó al Rebe... Era un caucasiano que exageró sus estudios cabalísticos y por buscar los sabios santos que, según el Zohar, viven en el otro mundo, se perdió en los laberintos del Tiempo. Allí, en esas soledades infinitas, él, ermitaño contumaz, aprendió a valorar la compañía de los seres humanos, comprendió a los perros siempre sedientos de la presencia del amo, descubrió que el otro es una forma de alimento, que el hombre sin el hombre perece de hambre espiritual.

Cuando volvió en sí, estaba tendido en una de las bancas de la escuela. Lo rodeaban el profesor y sus camaradas de clase, todos pálidos porque creían que estaba muerto. Parece ser que su corazón había dejado de latir. Le dieron un té dulce con limón y cantaron para celebrar el milagro de su resurrección. El Rebe, mientras tanto, danzaba en el local. Nadie, excepto mi abuelo, lo veía o podía oírlo. Era tal la alegría del desencarnado de estar otra vez entre judíos que, por primera vez, se apoderó del cuerpo de Alejandro y recitó con voz ronca, en hebreo, un salmo de gracias al Señor: «Tú nos has sido refugio de generación en generación...».

Se aterrorizaron. ¡El niño estaba poseído por un ! ¡Había que sacarle ese diablo de las entrañas! El Rebe se dio cuenta de su error y de un brinco salió del cuerpo de mi abuelo. Pero por más que Alejandro protestó tratando de explicar que su amigo prometía no volver a entrar en su organismo, continuaron con la ceremonia del desembrujamiento. Lo frotaron con siete diferentes hierbas, le hicieron tragar una infusión de excremento de vaca, lo bañaron en el Dniéper cuyas aguas estaban a muchos grados bajo cero y después, para calentarlo, le dieron un baño de vapor azotándolo con ortigas.

A pesar de considerarlo curado siguieron sintiendo por él, durante cierto tiempo, una desconfianza supersticiosa, pero a medida que mi abuelo fue creciendo, se acostumbraron a la presencia de su compañero invisible y comenzaron a consultarlo, primero sobre interpretaciones talmúdicas, luego por las enfermedades de los animales y después, viendo el buen resultado, pasaron a confiarle los males humanos para terminar convirtiéndolo en juez de todos los conflictos. La aldea entera alabó la inteligencia y el saber del Rebe pero descuidó a Alejandro. Éste, de carácter tímido y esencialmente humilde, no sabía hacerse valer ni siquiera como intermediario. Invitaban a cenar al Rebe, no a él. Cuando entraba en la Sinagoga le preguntaban si el Rebe había venido, porque a veces el caucasiano desaparecía para visitar otras dimensiones donde conversaba con los espíritus santos. Si estaba acompañado, lo sentaban en la primera fila. Si no, nadie pensaba en hablarle u ofrecerle una silla.

El caucasiano había dicho...



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