Kleeman | Tú también puedes tener un cuerpo como el mío | E-Book | www.sack.de
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E-Book, Spanisch, 320 Seiten

Kleeman Tú también puedes tener un cuerpo como el mío


1. Auflage 2020
ISBN: 978-84-17109-93-6
Verlag: Gatopardo ediciones
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark

E-Book, Spanisch, 320 Seiten

ISBN: 978-84-17109-93-6
Verlag: Gatopardo ediciones
Format: EPUB
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La singular primera novela de Alexandra Kleeman es un cruce entre La subasta del lote 49 de Thomas Pynchon y Ruido blanco de Don DeLillo, una fa?bula inquietante sobre los aspectos ma?s oscuros de una civilizacio?n sometida a los dictados del consumismo. ¿Que? pasa cuando el sexo, la amistad, el amor, la dieta y la forma de nuestro cuerpo pasan a regirse por los ideales inalcanzables de la publicidad, los reality shows y una sociedad dominada por corporaciones opacas? Como un espejo co?ncavo, Tu? tambie?n puedes tener un cuerpo como el mi?o retrata una realidad que es y no es la nuestra, y erige un universo disto?pico que nos resulta extran?amente familiar. A es una joven que vive en una ano?nima ciudad norteamericana con su compan?era de piso, B, y su novio, C. A se alimenta casi exclusivamente de helado y naranjas, se pasa la vida hipnotizada ante el televisor y hace lo posible por amoldar su cuerpo a un canon de belleza que solo existe en los anuncios. B se esfuerza desesperadamente por parecerse lo ma?s posible a A, copiando sus ha?bitos y apropia?ndose de sus cosas, mientras que A, insatisfecha a su vez, busca un sentido a su vida ma?s alla? de su dependencia sentimental de C y se distrae espiando a la familia que vive al otro lado de la calle hasta que estos desaparecen en circunstancias misteriosas.

(Berkeley, California, 1986) creció en Colorado y actualmente vive en Staten Island. Ha publicado el libro de relatos Intimations (2016). Sus cuentos han aparecido en The New Yorker, The Paris Review y Zoetrope, entre otras publicaciones. Ha colaborado, además, en The New York Times, Vogue y The Guardian. Trabaja como profesora asistente en la New School de Nueva York. Con su primera novela, Tú también puedes tener un cuerpo como el mío, ganó el Premio Bard de ficción en 2016.
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Capítulo 2

En un programa televisivo de entrevistas, hablaba un hombre llamado Michael cuya mirada se desviaba una y otra vez hacia algo al otro lado de la cámara, para regresar de inmediato a su lugar cuando el presentador se lo indicaba. Le habían afeitado la cabeza, mal. Estaba sentado en un sillón morado que parecía feo y al mismo tiempo caro, vestía un bonito traje gris del que no paraba de darse tirones para que se le ciñera más al cuerpo. Estaba allí para explicar la serie de acontecimientos que había desencadenado su detención, y se había preparado un vídeo para que lo incitara a hablar. Por encima de su cabeza, la pantalla se fundió a negro y luego aparecieron varias escenas de cría de terneros: tomas temblorosas, cámara en mano, que mostraban a los animales entre rejas infinitas que se extendían por largas salas oscuras. Comían en fila, dormían en fila, sujetos a sus puestos por trozos de cadena. La inmovilidad mantenía su carne tierna, impedía que el esfuerzo físico anudase las fibras de su carne y las convirtiera en músculo. Su dieta baja en hierro aseguraba que el color no se limitaría al interior de sus cuerpos. La falta de luz evitaba que el pigmento madurase en la carne. En la oscuridad del almacén de la granja, los terneros se volvían cada vez más y más blancos y tiernos, y el pensar en esta oscuridad que envolvía tantísimas vidas hinchadas suscitó en Michael un paternal instinto de protección, además de un hambre desaforada.

En el supermercado cerca de su piso, los trozos de carne pálida no tenían rostro, aunque de algún modo parecían tristes. La tristeza estaba en la carne. O tal vez estuviera en él; era incapaz de discernirlo: planeaba entre ambos, estirada y tensa como una cuerda. Observó los cortes, extendidos sobre el poliestireno. Toqueteó los envases, hizo marcas con los dedos en la carne envuelta en plástico, y vio cómo desaparecían en el momento en que retiraba la mano de la superficie. Cuando los sostenía podía sentir los grandes espacios misteriosos y llenos de vida que gemía. El supermercado solo tenía a la venta cinco o seis paquetes de ternera, compró la mitad y se los llevó a casa. No sabía qué haría con ellos después. Yo solo quería liberarlos, afirmó en televisión.

Michael almacenaba chuletas en su frigorífico y las dejaba allí en la fría oscuridad. Trabajaba seis días a la semana repartiendo correo a través de delgadas ranuras. Mientras hacía las rondas, pensaba en la carne que tiritaba en las baldas. Seccionada y atrofiada, seguía necesitando un guardián. Cuando regresó al supermercado, la sección de ternera había vuelto a aumentar, como si él nunca hubiera estado allí, como si nunca hubiera sostenido los envases duros ni los hubiera sacado a la luz del sol y a continuación los hubiera vuelto a meter en la fría oscuridad del frigorífico. Esta vez compró toda la ternera, siguió haciéndolo durante semanas, y luego simplemente la guardó hasta que no quedó espacio para la ternera nueva. Dado que no tenía sitio para almacenarla, empezó a comérsela, esa carne que no cabía, y fue depositándola en la absoluta oscuridad de su tracto digestivo, echándosela entre pecho y espalda como si fuera el lugar más seguro del mundo. La cocinaba de forma sencilla, sazonada con sal y pimienta, frita con mantequilla en la sartén. Cada vez tenía menos claro el sentido del acto de salvar la ternera, aunque cada vez le resultara más fácil y natural hacerlo.

Al mismo tiempo, el supermercado había empezado a almacenar más existencias para satisfacer la demanda de sus clientes, una demanda que consistía únicamente en él. Ahora había entre diez y doce paquetes de ternera cada vez que iba. No podía permitirse comprarlos todos, pero lo hacía de todas formas, y los enterraba en un agujero que cavó en el jardín lateral cerca de los rododendros, porque el frigorífico estaba lleno. Cuando gastó lo que había en su cuenta bancaria, empezó a llevárselos de extranjis debajo de la camisa, con las caras planas de la ternera apretadas contra su estómago lechoso y blando, trozo a trozo, hasta que un día lo detuvieron acusándolo de múltiples robos y asaltos con agravantes.

Los suaves bordes de las chuletas: como si simplemente hubieran crecido de esa forma, perfectas y sin glándulas. Como si las hubieran despegado, con delicadeza, de una chuleta más grande, una masa larga, cilíndrica y plácida. Ese color uniforme y mezclado de la carne, la esporádica veta de blanco puro que la perfilaba, dando a entender que tenía un pasado como algo más grande. Cuánta belleza en la carencia de conductos u orificios, algo unitario y completo, imposible de alimentar o de infligirle dolor. Un prado lleno de chuletas de ternera sentadas bajo el sol, mirando al cielo sin ojos.

No podía hacer nada por los terneros —dijo—. Soy solo un hombre. Pero para mis adentros pensé: yo puedo hacer algo por estas chuletas.

Le eché un vistazo a C, sentado a mi lado en el sofá, con el brazo echado por encima de mi hombro. Chupó el resto de la cerveza de la parte superior de la lata y luego pasó la lengua por la hendidura. A C se le daba muy bien ver la televisión. Podía pasarse las horas sin que se le dibujara esa expresión de muerto en la cara, la misma que a B y a mí se nos ponía a veces después de exponernos demasiado tiempo a su luz cambiante e hipercolorida. Con el mando en la mano y mi cabeza en el ángulo de su brazo, podía atraerme hacia él para darme un beso con la misma facilidad con que cambiaba de canal. De vez en cuando lo hacía, sin volver la cabeza; sus labios secos me tocaban, y el contacto con mi cara era suave, como si limpiara la piel con una bola de algodón. C encajaba a la perfección con su vida y con el periodo histórico en el que esta se desarrollaba. No anhelaba volver a un pasado más simple ni destruir la época actual o construir un futuro mejor. Iba tan campante por la vida. Esta era una de las cosas que hacían que nuestra relación funcionara tan bien: él siempre daba por sentado que yo era igual de feliz, incluso cuando no era el caso. Con C, podía quedarme allí sentada y pasar por un ciclo de pena, rabia, tristeza, ambivalencia y adaptación, todo sin perturbar la cómoda relación entre nosotros. Como resultado, él me describía como una persona de trato fácil. Y a veces, cuando las comisuras internas de los ojos me escocían y sabía que estaba a punto de desbordarme, me bastaba con echarle un vistazo a él y a su sonrisa totalmente normal para darme cuenta de que había malinterpretado por completo mi propia situación. Después, sintiera lo que sintiera, ese sentimiento se vaciaba de forma que todo lo que sentía era que yo no sabía lo que sentía.

—Lo que describes se llama satori —me decía C con rotundidad—. Es el término budista para la felicidad, concretamente para quitarse un peso de encima. Se parece a lo que nosotros llamaríamos paz. Deberías aprender a abrazarlo, no a matarte pensando en él —añadió.

Esto es la felicidad, pensé mientras el aire acondicionado zumbaba detrás de mí como un solo insecto monstruoso. La cara me cosquilleaba o se me estaba durmiendo un lado. Tenía la esperanza de que la felicidad sería más cálida, más íntima, más envolvente. Más emocionante, como una de las cosas que les ocurren en televisión a las personas de la televisión, no el atontamiento tranquilizante de ver cómo ocurren. La mano lacia de C estaba bañada en sudor. Bajo ella mi vello corporal temblaba de frío. A C le gustaba tener la misma temperatura en verano que en invierno, para así poder ponerse su jersey favorito todo el año, uno de lana azul con bultitos que estaba empezando a estropearse por los codos. Me pareció ver mi propio aliento en el aire glacial, pero probablemente no fuera más que polvo. Retorcí los hombros bajo su brazo para intentar generar calor, y en respuesta me estrechó con más fuerza, lo que dificultaba que me moviera. Meneé la cabeza de un lado a otro, hice ruiditos con la garganta que indicaban que tenía algo que decir. Sentí tristeza; luego se me pasó la tristeza de nuevo. Unos pájaros se posaron en el viejo roble fuera de la ventana, se quedaron allí, esperaron y después se marcharon. ¿Adónde habían ido?, y ¿estaban mejor en ese lugar? Desde dentro, ver los árboles fuera combándose por el calor era como ver la televisión, un pequeño agujero en el mundo que comunicaba con algo con lo que no tenía nada que ver y estaba atrapado tras el cristal.

—Eh —dije—. ¿Sigues ahí?

—A—respondió C.

Volví a mirar la pantalla del televisor. Estaban cortando y cortando un gran trozo de ternera en pedazos cada vez más pequeños y numerosos. Se parecía a algo que creciera, se derritiera y se expandiera por toda la pantalla.

—Qué cosa más rara —dije—. Quería evitar que la gente comiera ternera y al final él comía más que nadie.

C volvió la cabeza para mirarme por primera vez en un buen rato.

—O —dijo él— quería comérsela y eso lo asustaba. Interpretó ese miedo como un miedo al acto, y luego lo utilizó de forma más aceptable para volver a justificar lo que había querido hacer desde el principio, que era comérsela.

Con su jersey azul, bajo la luz ligeramente azul, parecía lejano y aniñado.

—No sé —repuse—. Eso es muy enrevesado. Yo pensé que parecía...



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