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E-Book

E-Book, Spanisch, 648 Seiten

Kristian Camelot


1. Auflage 2023
ISBN: 978-84-350-4915-3
Verlag: EDHASA
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)

E-Book, Spanisch, 648 Seiten

ISBN: 978-84-350-4915-3
Verlag: EDHASA
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)



LUCHARON POR MANTENER VIVO UN SUEÑO. Son años convulsos en las tierras britanas. Consumida por la anarquía, las guerras, el hambre, la suciedad y la oscuridad, los ejércitos han sido aniquilados y los héroes han muerto o desaparecido. El rey Arturo y Lancelot cayeron en la última gran batalla, y no se ha vuelto a ver al gran Merlín en los últimos diez años. Pero ahora los sajones se están reuniendo otra vez. En pequeñas partidas de guerra, asolan lo que consideran su territorio, y su rey suma cada vez más poder. Por el contrario, los grandes señores sólo buscan su propia supervivencia y no tienen intención alguna de agruparse como tiempo atrás lo hicieron bajo el mandato de Arturo y su legendaria espada Excalibur. Lejos, en un aislado monasterio de las marismas de Avalon, un novicio se prepara para tomar sus votos. Pero, de repente, la sosegada y feliz vida que hasta el momento ha conocido se convierte en un mar de sangre. Y se verá obligado a abandonar su sencilla existencia de la mano de dos extraños personajes: Iselle, un asesino de sajones de espíritu salvaje, y el anciano guerrero LUCHARON POR MANTENER VIVO UN SUEÑO. Son años convulsos en las tierras britanas. Consumida por la anarquía, las guerras, el hambre, la suciedad y la oscuridad, los ejércitos han sido aniquilados y los héroes han muerto o desaparecido. El rey Arturo y Lancelot cayeron en la última gran batalla, y no se ha vuelto a ver al gran Merlín en los últimos diez años. Pero ahora los sajones se están reuniendo otra vez. En pequeñas partidas de guerra, asolan lo que consideran su territorio, y su rey suma cada vez más poder. Por el contrario, los grandes señores sólo buscan su propia supervivencia y no tienen intención alguna de agruparse como tiempo atrás lo hicieron bajo el mandato de Arturo y su legendaria espada Excalibur. Lejos, en un aislado monasterio de las marismas de Avalon, un novicio se prepara para tomar sus votos. Pero, de repente, la sosegada y feliz vida que hasta el momento ha conocido se convierte en un mar de sangre. Y se verá obligado a abandonar su sencilla existencia de la mano de dos extraños personajes: Iselle, un asesino de sajones de espíritu salvaje, y el anciano guerrero Gawain. Juntos, buscarán al último druida y el caldero de un dios. El joven novicio no tendrá otra salida que aceptar su destino: ser el hijo del más célebre pero infame de los caballeros del rey Arturo: Lancelot.

Giles Kristian, nacido en 1975, es un persona polifacética y ha llevado una vida variada y poco convencional. Ha sido músico, modelo y redactor publicitario, pero su historia familiar (es hijo de padre inglés y madre noruega) y su pasión por las novelas de Bernard Cornwell lo inspiraron a escribir. Y con ello, comenzó a estudiar Historia Medieval en la Universidad de Londres, amén de dirigir un negocio (Trailertrash) donde crea bandas sonoras para series y películas. Como autor, es conocido sobre todo por las novelas de su serie 'Raven', sobre los vikingos. Aún así, su primer best-seller fue Lancelot. Y ahora con Camelot continúa la leyenda...Giles Kristian, nacido en 1975, es un persona polifacética y ha llevado una vida variada y poco convencional. Ha sido músico, modelo y redactor publicitario, pero su historia familiar (es hijo de padre inglés y madre noruega) y su pasión por las novelas de Bernard Cornwell lo inspiraron a escribir. Y con ello, comenzó a estudiar Historia Medieval en la Universidad de Londres, amén de dirigir un negocio (Trailertrash) donde crea bandas sonoras para series y películas. Como autor, es conocido sobre todo por las novelas de su serie 'Raven', sobre los vikingos. Aún así, su primer best-seller fue Lancelot. Y ahora con Camelot continúa la leyenda...
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I

Pésames por los difuntos

El recién nacido vivió lo que tardó en extinguirse la vela de sebo colocada al lado de la cuna en un soporte de hierro. Cuando el abdomen de venas azuladas se hundió por debajo de las costillas diminutas por última vez, su vida se fue sin más alboroto que la espiral de humo que se enroscaba hasta tocar las vigas desde aquella mecha de cáñamo tiznada. Más temprano, cuando todavía había esperanza de que las plegarias pudiesen sostener al pequeño con vida a pesar del peligro mortal, como si fueran la cesta que había cargado con Moisés entre los juncos, oí que el padre Judoc se quejaba con el padre Brice porque era un despilfarro quemar una vela cuando habría bastado con una linterna de médula de junco.

–Sabéis tan bien como yo que el niño ha sido llamado al cielo para sentarse a la diestra del Señor –respondió el padre Brice–. Dejemos que la pobre madre guarde la vigilia de su crío sin miedo a que la llama pueda apagarse y ella no sepa si el pequeño está en este mundo o en el otro cuando vuelva a encenderse.

El niño había llegado demasiado pronto y no había dado tiempo para que se mandara buscar a las monjas del otro lado del agua, ni para enviar al padre Yvain a traer un esqueje del Santo Espino para que la mujer lo tuviera entre las manos durante los trabajos del parto. Los hermanos habían hecho cuanto pudieron, pero no fue suficiente, y Judoc me había enviado a buscar al padre Phelan y a algunos otros para que pudieran acompañar al cielo el alma del pequeño con sus cánticos, ahora que su partida era inevitable.

Para cuando se habían reunido en la enfermería y decidieron cuál era el himno que mejor se adaptaba a una ocasión tan sombría, ya era demasiado tarde. Aquel vestigio de niño había dejado nuevamente sola en el mundo a su madre y había partido para cantar con los ángeles en las alturas, o así dijo el padre Brice, aunque el bebé apenas si había graznado o emitido cualquier otro sonido desde que había llegado al mundo.

Tampoco su madre gritó ni clamó. Al menos, no al principio. Desde el taburete que había a la cabecera de la camita, dirigió los ojos cansados al padre Brice, con la marca de la barandilla de la cuna estampada como un sello lívido en el rostro pálido. Vi una terrible tristeza en aquella cara, la desolación más pura, y me sentí avergonzado de encontrarme allí, inútil, cuando el padre Brice inclinó la cabeza en señal de que había llegado el momento. El viejo monje se frotó una mejilla cenicienta, como si de pronto se diera cuenta de las recién crecidas cerdas blancas que le raspaban bajo los dedos, y comprendí en ese momento lo muy cansado que estaba. No sólo por esa vigilia, sino por cientos de ellas. Por una vida entera de pastorear almas hasta la frontera del más allá. Por el simple hecho de sobrevivir, también año tras año, como sobrevivía nuestra pequeña isla de Ynys Wydryn, aunque el mundo fuera de ella fracasara como todo debe fracasar. Porque nuestro tor, una colina que se elevaba en las tinieblas de los pantanos y la anarquía, ofrecía un santuario inusitado en una tierra trastornada.

Así como a las crecidas del marjal las sucede el reflujo, y poco a poco erosionan nuestras playas cenagosas, día tras día, los años y las vidas y las muertes derrubiaban al padre Brice en cuerpo y alma. Y ahora yo temía que las alas que los ángeles batían en aquel cuarto, invisibles a los ojos de los mortales, pudieran llevarse al viejo y extenuado monje en su vigilia.

La madre, cuyo nombre yo desconocía, cerró los ojos, tal vez para despedir a su niño, y cuando los abrió de nuevo un par de lágrimas gemelas se le derramaron por la cara. Se puso en pie, aunque no sé de dónde sacó fuerzas, y miró fijamente el pequeño cadáver silencioso. La suya era una inmovilidad más insondable que la inducida por el sueño más profundo. Había tanta promesa en aquellas piernas como palitos. Eran tan perfectas aquellas manitas en puño que nunca se prenderían al pecho de la madre ni le tirarían del cabello oscuro ni le agarrarían el índice. En voz baja, pedí en una plegaria que me fuera permitido crecer en la gracia de Dios y así, algún día, estuviera en condiciones de recoger algún humilde entendimiento de Su plan.

Después, con una dulzura que sobrepasaba la de cualquier madre hacia su retoño vivo, la mujer cogió el pequeño cuerpo y lo abrazó contra el pecho. Pensé que estaba extrayendo los últimos ecos desvanecientes del latido de su hijo para meterlos en su propio corazón.

El padre Judoc y el padre Brice se miraron e hicieron la señal de la cruz con armonía ejercitada, y las oraciones salieron de sus labios tenues y veladas, como el hilillo de humo grasoso de sebo que subía hasta el techo de paja.

Y entonces llegó el chillido. El bramido atormentado de un animal transido de dolor. Había querido abandonar ese sitio incluso antes de que el padre Judoc recortara el pabilo de la vela la última vez, pero sabía que debía quedarme.

–Tu noviciado llega a su fin, Galahad, y te convertirás en un hermano de la orden –había dicho el padre Brice, poco después de que se dieran cuenta de que no todo iba tan bien como debía con el pequeño–. No es suficiente con contemplar el misterio de la salvación, leer las Sagradas Escrituras y meditar. Debes experimentar de primera mano el milagro de la vida... y el enigma de la muerte.

Y, dicho esto, me posó la mano en el hombro, porque sabía bastante bien que yo había tenido el conocimiento cabal de la muerte, que los ojos a los que miraba de cerca habían sido testigos de una violencia indescriptible. Muchos años atrás.

–Debería estar fuera juntando tomillo y perejil para el padre Meurig y debo revisar las trampas de anguilas –había respondido, en protesta. Quería estar en cualquier otro sitio que no fuera aquella habitación cargada de pena.

El padre Brice endureció la mirada.

–Te quedarás aquí, Galahad, y rezarás. –Y después dirigió los ojos a la mujer sentada al lado de la cuna, que tenía la ropa de cama sucia por el parto y teñía el aire de olor a hierro–. Esperemos que el niño mejore. Que el Señor le permita quedarse con su madre. Al menos un poco.

Pero el Señor, en su sabiduría, se había llevado al niño a pesar de nuestras oraciones, y los monjes, que no sabían cómo consolar a la madre ni tenían el valor de intentarlo, se entregaron en cambio a los cánticos fúnebres.

–Mi hijo. Mi hijo ha muerto –plañía la mujer–. ¿Lo ven? –Me clavó los ojos y, por un instante aterrador, creí que me pasaría el cadáver diminuto–. Es muy pequeño –me dijo–. No encontrará el camino al Annwn1.

No podía responderle a eso, pero hice la señal de la cruz cuando mencionó el inframundo, la morada de los muertos paganos, y, para mi gran vergüenza, miré hacia otro lado y arrastré los pies para ubicarme más cerca del padre Phelan y del resto, uniéndome al canto solemne de alabanza a Dios.

Las voces de los monjes eran débiles como un junco al comienzo, pero se hicieron más poderosas mientras sus alientos se mezclaban con los velos de niebla en la madrugada gélida a medida que vertían el bálsamo del cántico en aquel cuarto pequeño que, en cambio, habría debido llenarse con el llanto del niño y el arrullo de la madre.

Estaba en plena crecida cuando el padre Brice me llevó a un aparte.

–Trae al padre Yvain. Necesito que cruce las aguas.

Asentí y me di la vuelta para salir, agradecido de que me hubiesen dado una tarea, pero el padre Judoc me tiró de la manga y me obligó a retroceder.

–Un momento, Galahad. –Levantó el índice y se encaró con el padre Brice alzando la barbilla–. ¿Qué pretendéis, hermano? –preguntó. De pie, era una cabeza más alto que Brice y se deleitaba con ello, aunque yo nunca había visto al padre Brice intimidado.

–Hay un hombre que está enfermo en la aldea –dijo Brice–. Eudaf, el zapatero. Su hijo vino a mí hace un par de días, rogando que enviara a alguien a cantar las letanías por su padre. –Arqueó una ceja y blandió la palma de la mano en dirección a la madre que lloraba su duelo–. No encontré la oportunidad –dijo, frunciendo el ceño–. Ahora, me temo que les he fallado al niño, a la madre y al zapatero.

–Si Dios quiere, el hombre se habrá recuperado. –El padre Judoc juntó las manos y entrecruzó los dedos sin doblarlos para representar el Santo Espino.

El padre Brice ladeó la cabeza y esbozó otra posibilidad.

–Pero, si ha muerto y todavía no lo han sepultado, puede ser que ese Eudaf pueda ayudar al pobre niño –dijo– y a esta joven madre, también.

–¡Es sacrilegio! –atizó el padre Judoc, fulminando con la mirada al padre Brice.

–Es bondad –replicó el padre Brice con una precavida inclinación de cabeza. Vi entonces que a su tonsura le habría venido bien una navaja, porque allí crecía una pelusa blanca, delicada como el vilano del amargón, que brotaba en la parte anterior del cuero cabelludo plagado de manchas hepáticas–. Una bondad inocente, nada más –añadió, mirando a la mujer.

Con sólo verme la cara, ambos se habrían dado cuenta de que no tenía la menor idea de lo que hablaban, y fue el padre Judoc quien se arrogó la responsabilidad de iluminarme, tal vez en la esperanza de ganar un aliado contra el padre Brice.

–El padre Brice querría que al...



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