E-Book, Spanisch, 330 Seiten
Reihe: Letras Nórdicas
Lindgren Betsabé
1. Auflage 2015
ISBN: 978-84-16112-98-2
Verlag: Nórdica Libros
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark
E-Book, Spanisch, 330 Seiten
Reihe: Letras Nórdicas
ISBN: 978-84-16112-98-2
Verlag: Nórdica Libros
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark
Torgny Lindgren nació en 1938 en Norsjö, en el norte de Suecia. A su debut literario en 1965 le sigue una carrera como escritor con numerosos galardones y premios. Considerado como uno de los grandes narradores contemporáneos, ha publicado varias novelas entre las que destacan: Betsabé, El camino de la serpiente sobre la roca, En elogio de la verdad y Miel de abejorro. En 1990 fue nombrado Doctor honoris causa por la Universidad de Linköping (Suecia). Desde 1991 es miembro de la Academia Sueca.
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1
Safán era criado del rey David. Era bajo de estatura, pero ancho de espaldas y rápido corredor, tenía el pelo largo y solía tocar la lira para el rey.
Estaban los dos en la terraza del palacio. En el mismo instante en que el rey descubrió a Betsabé, la vio también Safán. Había entrenado sus ojos en el arte de moverse de la misma manera caprichosa, pero, sin embargo, calculadora que los penetrantes ojos del rey.
Ella había salido al jardín que había entre las casas de los quereteos y los pelteos, se acababa de bañar, se estaba secando con un gran lienzo de lino, su cabello ondeaba. Hasta Safán, que aún no sabía lo que era el deseo, vio inmediatamente que era casi aterradoramente hermosa. El rey adelantó la pesada y voluptuosa cabeza como tratando de llegar a sus olores y captar los suaves sonidos de sus miembros cuando se frotaban unos contra otros; respiraba pesada y entrecortadamente.
La distancia de un tiro de flecha, pensó Safán sin saber muy bien por qué. Hija, prepárate: olvídate de tu pueblo, de tu gente y de tu casa, para que el rey pueda gozar en tu belleza. Porque él es tu señor y tienes que rendirte ante él.
¿Tiene alas?, dijo el rey. ¿Está su cabeza rodeada de una aureola de luz?
No, dijo Safán, que estaba acostumbrado a que el rey hiciese preguntas que no eran naturales ni evidentes para un hombre corriente. No tiene alas. Es, en todas sus partes, tal como tú la ves.
Tráemela, dijo el rey. Seguía en la misma posición, agachado, en cuclillas, inclinado hacia adelante, mirando intensamente.
¿Qué le digo?, dijo Safán.
Pero el rey no le contestó, simplemente movió la cabeza impaciente; ello significaba: Dile lo que quieras, dile que al verla se ha apoderado del rey una enfermiza ternura y debilidad, dile que el rey va a mandar azotarla y lapidarla y quemarla si no viene, ¡dile la verdad!
Safán se llevó a dos hombres de la guardia real con él. Sabía que las mujeres desprecian a los muchachos. Si ella tenía un marido en casa, tal vez tendría que mandarlo matar; si tenía en casa un hombre al que amaba, seguro que lo tendría que matar. El rey es como un niño, pensó lleno de afección. Desborda de sentimientos. En su corazón hay demasiado calor y amor. Tiene treinta años más que yo; sin embargo, a veces siento como si fuese mi hijo.
Esta atolondrada búsqueda de santidad.
Betsabé se peinó, se puso un jazmín en la sien, se colocó una cadena de oro en el cuello y se vistió con un velo y una túnica roja de lino. Safán y los dos guardias esperaron en la puerta. Les hizo esperar; ella, hizo esperar al rey David.
Finalmente salió. Ella se volvió hacia los hombres, llevaban cubiertos los poderosos hombros con láminas doradas, sus espadas colgaban como penes contras sus muslos.
¿Estoy hermosa?, preguntó ansiosa y sinceramente.
Eres aterradoramente hermosa, contestó Safán con su vocecilla infantil ridículamente chillona.
El rey estaba sentado en el taburete de marfil cuando llegaron ante él Safán y Betsabé; las cintas de cuero del asiento rechinaron cuando se movió.
La miró largamente, no sólo con voluptuosidad, sino también atemorizado o tal vez valorándola, igual que contempló a los filisteos antes de la batalla de Queilá; ella se había quitado el velo y lo había enrollado en torno a su mano derecha.
¿Cómo te llamas?, dijo al fin.
Se llama Betsabé, dijo Safán obsequiosamente. Su marido es Urías, el campeón. El hitita.
Despidió a los guardias con un gesto, quería estar solo con ella. Safán se quedó dos pasos detrás de Betsabé, vio que ella estaba temblando.
¿Eres muda?, dijo el rey.
No está acostumbrada a hablar, dijo Safán. Es una mujer tímida y honesta.
¿Qué ordenas que te diga?, dijo Betsabé.
Levantó la cabeza cuidadosamente y lo miró; su cabello hirsuto y rizado le colgaba sobre los hombros; estaba sentado, inclinado hacia adelante, con los codos apoyados en las rodillas, la cabeza adelantada, como la suelen tener las aves rapaces: parecía una rapaz.
Di que es un honor incomprensible para ti verte con el rey, dijo Safán.
Es para mí infinitamente glorioso poder estar cara a cara con mi señor, el rey, dijo. Tenía una voz oscura profunda, casi un poco bronca; el sorprendente tono cantarín indicaba que había nacido en la zona montañosa del sur o que su madre procedía del sur.
¿Cuántos años tienes?, dijo el rey, y su voz sonó extrañamente tensa y apagada.
Tengo diecinueve, dijo Betsabé. Urías me compró a mi padre, Eliam, a los trece. Entonces él no sabía lo hermosa que iba a ser.
¿Sabes bailar?, dijo el rey.
Ella trataba de encontrar la mirada en los ojos entrecerrados del rey, pero la abertura era demasiado angosta; parecía cuidar mucho su mirada, como si tuviese un valor inapreciable.
Suelo bailar para Urías, dijo. Él bebe vino y yo bailo.
Vas a bailar para mí, dijo el rey con voz ronca y turbia.
Entonces Safán trajo su lira, se colocó junto al taburete del rey recostado en una columna. Apoyó el instrumento contra la cadera, con la mano izquierda sostenía el marco triangular, marcaba un ritmo lento con las cuerdas, la música brotaba como aceite sagrado y trino de pájaros de su mano derecha. Mientras tocaba miraba al rey, el pobre rey tan impresionable. Se veía claramente que algo le había pasado, algo le había afectado; parecía una fiera capturada en la red. Safán sintió un deseo casi irreprimible de acercarse a él y acariciarle el cabello y acunar su cabeza contra su pecho; tenía casi la sensación de que la ternura estaba a punto de ahogarlo.
No, realmente no era bailarina. Se movía lenta, casi torpemente; sus pies se arrastraban por los tableros de cedro, una y otra vez levantaba los brazos y metía los dedos por entre la brillante y espesa cabellera como tratando de que su pelo consiguiese interpretar la danza con la ligereza y la ingravidez que ella no podía alcanzar; su vientre y sus caderas parecían entumecidas de castidad.
Pero cuando Safán aceleró el ritmo con su mano derecha y cuando hizo que los dedos tañesen rápidamente en los intestinos de camello retorcidos, ella dejó por fin caer la túnica al suelo con un sonido silbante que pareció repetido y amplificado por la garganta y la boca entreabierta del rey. Safán, que era el único que tenía capacidad de ver en los ojos del rey y comprender su mirada, vio cómo primero contemplaba intensamente el rostro de Betsabé y luego su sexo, cómo su atención se desplazaba entre esos dos polos, yendo y viniendo: el rostro cubierto de un profundo rubor y el sexo cubierto de brillantes rizos negros; en su ardiente interior, anegado de sentimientos, parecía buscar una línea de unión entre el rostro y el sexo, el espíritu y la carne, una manera de unirlos y de fundirlos.
De repente, con una vehemencia que tal vez dependía del miedo a que la tremenda presión interior lo hiciese estallar, le gritó a Betsabé que dejase de bailar. Paró inmediatamente, jadeante; parecía una niña avergonzada, pero, al mismo tiempo, llena de esperanza, levantaba con las palmas de las manos sus pechos, que en realidad no necesitaban ser levantados.
La voz del rey seguía siendo opaca y forzada y torturada cuando dijo:
¿Has hecho tus sacrificios?
Sí, mi rey, dijo. Creo.
Todo el que entre en contacto con algo impuro, pensó Safán, quedará impuro; él debe lavar sus ropas y bañarse en agua y ser impuro hasta la tarde.
¿Impuro?
Entonces el rey ordenó a Safán que se ocupase de que se ofreciesen y sacrificasen dos palomas al Señor como una precaución especial. El Señor vivía en una tienda en el jardín. Debía comprar las palomas a un ciego que las criaba junto a la casa de los fenicios y llevarlas él mismo a los sacerdotes. El sexo de la mujer no puede nunca, nunca, llegar a estar suficientemente limpio.
Cuando se quedaron solos él le ordenó que se acercase; se agachó y le separó las rodillas y metió la cabeza entre sus desamparados muslos, como tratando de buscar frescor o calor, o simplemente refugio, seguridad y abrigo. Así quedaron un momento inmóviles; ella pensó que tal vez eso era todo lo que el rey pretendía; tal vez no tuviese necesidad de nada más, pero luego sintió cómo él, con su pesado torso, la empujaba hacia atrás. Trató de evitar la caída, inclinándose rápidamente hacia adelante; sobre todo, lo que quería era evitar que el rey cayese encogido en una postura tan degradante. Pero su resistencia fue muy débil, la caída fue inevitable; mientras caían, él liberó su cabeza y dio una celérea vuelta, de manera que cuando llegaron al suelo quedaron tendidos uno al lado del otro, él con la cabeza en los brazos angustiosamente extendidos de ella y ella con los ojos y la boca entremezclados y cubiertos del hirsuto pelo rizado de él. Ella oyó lo impaciente y brutalmente que él se arrancó las vestiduras; en sus ansias murmuraba una y otra vez el nombre del Señor. La tela cedió y se rasgó; ella ya sentía el olor del sudor de él.
Justo entonces volvió Safán. Había pensado gritarle al rey que ya había comprado las palomas y que los sacerdotes las habían aceptado. Se quedó cerca de la puerta, medio escondido detrás de una columna. No tuve tiempo, pensó; no corrí con suficiente rapidez; los sacerdotes aún no han sacrificado las palomas.
Luego el rey se lanzó sobre ella, rápido e implacable, como si fuese un enemigo más al que derrotar. Pesaba tanto y...