Loe | Doppler | E-Book | www.sack.de
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E-Book, Spanisch, 184 Seiten

Reihe: Letras Nórdicas

Loe Doppler


1. Auflage 2019
ISBN: 978-84-17651-12-1
Verlag: Nórdica Libros
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark

E-Book, Spanisch, 184 Seiten

Reihe: Letras Nórdicas

ISBN: 978-84-17651-12-1
Verlag: Nórdica Libros
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark



Después de la muerte de su padre y tras caerse de la bicicleta, Doppler decide abandonar su hogar en Oslo, su trabajo, a sus hijos y a su esposa embarazada, y vivir una vida solitaria en el bosque a las afueras de la ciudad. Se instala en una tienda de campaña, mata un alce para comer, pero luego descubre que este tiene una cría, a la que adopta y le pone el nombre de Bongo. Con el pequeño alce habla del estado del mundo que ha dejado atrás, del consumismo y del mantra del éxito personal. Doppler decide vivir de una forma lo más alejada posible de su vida anterior, recurriendo al trueque e incluso a pequeños hurtos para satisfacer sus necesidades. Esta satírica novela, que fue todo un éxito en Noruega, nos hace reflexionar sobre nuestra sociedad y, con ironía, nos muestra que otro modo de vida es posible.

Erlend Loe (Trondheim, 1969). Novelista noruego, traductor y guionista decine. Vive y trabaja en Oslo, donde en 1998 creó la agencia de guionistas Screenwriters Oslo.Erlend Loe se formó en la escuela de cine Den Danske Filmskole de Copenhague, así como por la Kunstakademiet de Trondheim. Se estrenócomo novelista en 1993 con la novela Tatt av Kvinnen y un año después publicó su libro infantil Fisken, sobre un camionero llamado Kurt.Loe tiene un estilo literario muy propio, al que se le conoce como naíf, y que comenzó a definirse a partir de Naíf. Súper (1996), traducida a diecinueve idiomas y considerada como un libro de culto de la generación de los 90.En sus obras utiliza recursos como la ironía, la exageración y el humor. Los protagonistas de sus libros son personas excéntricas, que se apartan de los caminos establecidos y con sus propias visiones de la vida.
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DICIEMBRE


Durante la adolescencia, me atormentaba que tanta gente lo pasara tan mal en África mientras yo vivía tan bien. Me pasaba muchas noches pensando en esto mientras escuchaba The Wall. Casi todo me parecía lúgubre e injusto, y no le veía fin a tanta desgracia. Pero luego se me pasó, tan repentinamente como surgió. Y ahora apenas pienso en ello. Supongo que ya no tengo mucho más para vivir que la mayoría de los africanos. Soy pobre. Soy cazador y recolector. Empleo el mismo tiempo en buscar agua que un africano medio. Si tengo mucha sed, a veces lleno la botella en el pantano, a pesar de que el agua está marrón, no fluye y seguramente lleve mil años allí. La verdad es que prefiero conseguir agua en los arroyos de la zona, pero los arroyos son inestables. A veces no llevan bastante agua para que pueda recogerla de una forma razonable. Hoy me toca ser África, pienso esos días. En cierto sentido, estoy subdesarrollado, salvo por el órgano sexual, que está superdesarrollado, y probablemente el mundo piense que necesito ayuda, pero soy tan orgulloso como África y prefiero arreglármelas solo. La mayor diferencia entre África y yo debe de ser que a mí no me gusta la gente, mientras que a ella sí. Estar rodeado de gente, de amigos y de familia, parece un rasgo característico de África, mientras que rehuir a la gente, los amigos y la familia es lo que me caracteriza a mí. Salvo en este punto, África y yo somos como dos gotas de agua.

Así que invierto mucho tiempo en buscar agua, por no mencionar la leche. Pero el acuerdo sigue en pie y funciona. El encargado del supermercado ICA me deja la leche en el lugar acordado. Luego yo la recojo y mantengo cubierta mi necesidad de líquidos. La leche me aporta también vitaminas y minerales, al igual que la madre de Bongo, de la que aún me queda mucho. Pero lo que no logro satisfacer de ningún modo es la necesidad de dulce. No he probado un dulce desde que terminó la temporada de frutos del bosque, y de eso hace más de un mes. Lo cierto es que me produce cierta inquietud. Como todo el mundo, soy una maquinaria muy sofisticada que necesita estar bien engrasada para funcionar. Si hay exceso de una cosa, falla, y si falta otra, también. La falta de azúcar me da bajón y me inquieto cuando veo que llevo horas dando vueltas alrededor de la tienda de campaña, como un animal enfermo, pensando únicamente en azúcar. Tras varios días de inquietud, cojo a Bongo y me encamino a casa del señor Düsseldorf. Por experiencia, sé que Düsseldorf tiene chocolate en casa. El buen hombre es adicto al chocolate. He enseñado a Bongo a llevar carga. Con la piel de su madre, he fabricado dos bolsas o alforjas o como se llamen, que le echo por encima del lomo y luego le ato por debajo de la panza. Funcionan perfectamente y no parecen molestarle en absoluto. Él se contenta con que le deje acompañarme. Es mi alce de carga. Transporta la leña, el agua y la leche como si no hubiera hecho otra cosa en su vida. Nos pasamos un buen rato estudiando los quehaceres de Düsseldorf desde las afueras de su jardín. Ha empezado a construir una maqueta nueva. No veo bien lo que es, pero está muy concentrado en la tarea y trabaja con pinzas y pegamento. Parece que ha vuelto a estar de viaje. Sobre la encimera de la cocina, diviso la mayor tableta de Toblerone que se puede comprar por dinero. Pesa cuatro kilos y medio, mide más de un metro de largo y tiene el grosor de mi muslo. No es la primera vez que veo una. Las he visto en el aeropuerto de Kastrup y en otros aeropuertos que, por motivos de trabajo, frecuentaba antes de mudarme al bosque. Aunque yo siempre he comprado las pequeñas. Nunca me he atrevido a dar el paso y comprar la más grande. Será por lo aplicado que soy, me digo, la aplicación me lo habrá impedido. Siempre tan aplicado. Los Toblerones pequeños son aplicados. Demuestran la consideración que un padre tiene por su familia, que se acuerda de ella y la tiene siempre en mente. Los Toblerones grandes, en cambio, son demasiado grandes para ser aplicados. Representan algo extremo y nos revelan una historia algo más confusa sobre el comprador, indican que tiene un problema con la comida o que es una persona solitaria y extraña, puede ser cualquier cosa. Me infunde respeto esta faceta del señor Düsseldorf, su capacidad de pensar a lo grande. En estos momentos está ventilando la casa. Tiene la puerta del jardín entornada para que corra el aire. Ventila la casa porque fuma. Incluso los fumadores que viven solos ventilan ahora la casa. A este punto hemos llegado. Pero se trata de una circunstancia de la que me puedo aprovechar. Pido a Bongo que me espere detrás de un arbusto, sin moverse ni un pelo, y me acerco de puntillas a la verja del jardín. Al entrar en la casa, me arrastro por el suelo de la cocina en dirección al Toblerone, a esa enorme, por no decir descomunal, barra de chocolate que deseo con todo mi ser. Y no se trata solo de un deseo, se trata de una imperiosa necesidad de azúcar, un impulso incontrolable que me arrastra hacia ella. Con este chocolate, tendré asegurado el azúcar durante meses, tal vez incluso durante un año. Estiro el brazo hasta la encimera, agarro el coloso y empiezo a tirar de él, poco a poco, hasta que se balancea sobre el borde de la encimera, todo ello sin hacer el menor ruido, al modo de los cazadores-recolectores, nosotros nunca hemos sido ruidosos en el trabajo, hace cuarenta mil años que somos sigilosos. Ya casi lo tengo, me estiro, me estiro todo lo que puedo, y no me percato de que el señor Düsseldorf se levanta y viene hacia la cocina. Estoy tan concentrado que filtro y descarto todo ruido superfluo, y el sistema define como superfluo el hecho de que Düsseldorf se esté acercando, lo cual es un terrible error de cálculo. Como un idiota, no me doy cuenta de nada hasta que el hombre dobla la esquina, ve lo que está a punto de suceder, corre hacia el Toblerone, lo agarra con todas sus fuerzas y empezamos a forcejear. Yo me niego a soltar el descomunal chocolate y Düsseldorf se agarra a él como si le fuera la vida en ello, es un clásico enfrentamiento de hombre contra hombre y, aunque en principio yo debería tener más fuerza, al cabo de un rato presencio pasmado cómo Düsseldorf me arranca el Toblerone de las manos y me golpea la cabeza repetidas veces con él. Lo veo todo negro y, cuando recupero el conocimiento, lamentablemente me encuentro maniatado sobre el suelo de la cocina de Düsseldorf, que por cierto es de linóleo marrón.

Pasan las horas y oigo los ruidos que produce Düsseldorf trabajando con la maqueta en el salón. Continúa despreocupadamente con su tarea y me deja tirado en el suelo. Demuestra una introversión asombrosa. Es un verdadero monomaníaco.

¿Qué estás construyendo?, le pregunto finalmente.

Ruidos de construcción.

¿Qué estás construyendo?, repito.

Supongo que habrás sido tú quien se ha llevado la mermelada y la carne del sótano, dice.

Me temo que sí, respondo. Cogí un par de cosillas en un momento dado, pero ya he dejado de hacerlo.

Dejaste de hacerlo porque instalé una alarma, dice Düsseldorf.

Puede que tengas razón, le contesto.

Y ahora has vuelto a las andadas, insiste.

Tengo una necesidad aguda de azúcar, le digo. Necesito azúcar.

Düsseldorf sigue construyendo un rato. Luego registro que deja algo sobre la mesa y que se levanta.

Viene a la cocina, abre el Toblerone y corta un trozo con el cuchillo de cocina. A continuación me da el trozo, me lo mete directamente en la boca.

¡Magnífico!, responde mi cuerpo. ¡Azúcar! Mi organismo se colma de un júbilo silencioso. Esto era lo que me faltaba. Así estamos hechos. Es todo una banalidad.

Düsseldorf regresa al salón.

Así que ¿sigues construyendo?, le digo al cabo de un rato.

Sí, construyo, dice Düsseldorf.

Por un momento pienso que va a decir algo más, así que me quedo quieto un buen rato, pero resulta evidente que ya ha dicho lo que tenía que decir.

¿Qué estás construyendo?, le pregunto de nuevo.

Lo oigo dejar algo sobre la mesa, pero no dice nada.

Percibo cierta irritación en el ambiente. Luego continúa construyendo.

Construyo un German Steyr Type 1500A/01, responde finalmente desde el salón.

Creí que seguiría hablando, pero vuelve a hacerse el silencio.

Bien, le digo.

Los alemanes tuvieron su éxito al principio de la guerra, dice. En parte, porque estaban bien equipados. Tenían buenos coches, buenos carros de combate, buenos aviones…

Otra vez silencio.

Pero, si no recuerdo mal, la última parte de la guerra no les fue tan bien, le digo mientras comienzo a reptar silenciosamente hacia la puerta del jardín.

No, dice Düsseldorf. Es verdad, pero al principio les iba bien. Y, como digo, tenían buenos coches. El que estoy construyendo se fabricó en Austria, en cinco modelos de peso diferente. Este es el de 1,5 toneladas, lo usaban mucho como coche oficial, pero también para arrastrar remolques y como ambulancia.

O sea, que era un coche de usos múltiples, le digo.

Así es, responde Düsseldorf. Tracción en las cuatro ruedas. Motor V8 de 3,5 litros. Ochenta y cinco caballos de vapor.

¿Tanto?, le digo en el momento en que alcanzo la puerta y me percato de que Düsseldorf, con mucha previsión, me ha atado la pierna al radiador que está debajo de la encimera. Con gran esfuerzo logro asomar la nariz por la puerta y hacer señas a Bongo para que acuda en mi ayuda. Sigue quieto detrás del mismo arbusto, es el alce más obediente que he visto en mi vida y ahora se acerca sigilosamente por el jardín...



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