London / Nemo | Novelistas Imprescindibles - Jack London | E-Book | www.sack.de
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E-Book, Spanisch, Band 45, 189 Seiten

Reihe: Novelistas Imprescindibles

London / Nemo Novelistas Imprescindibles - Jack London


1. Auflage 2021
ISBN: 978-3-98551-267-6
Verlag: Tacet Books
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark

E-Book, Spanisch, Band 45, 189 Seiten

Reihe: Novelistas Imprescindibles

ISBN: 978-3-98551-267-6
Verlag: Tacet Books
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark



Bienvenidos a la serie de libros Novelistas Imprescindibles, donde les presentamos las mejores obras de autores notables. Para este libro, el crítico literario August Nemo ha elegido las dos novelas más importantes y significativas de Jack London que son El llamado de la selva y Colmillo Blanco. Jack London fue novelista estadounidense y escritor de cuentos cuyas obras más conocidas describen luchas elementales por sobrevivir. Durante el siglo XX fue uno de los autores estadounidenses más traducidos. Novelas seleccionadas para este libro: El llamado de la selva y Colmillo Blanco. Este es uno de los muchos libros de la serie Novelistas Imprescindibles. Si te ha gustado este libro, busca los otros títulos de la serie, estamos seguros de que te gustarán algunos de los autores.

Jack London, seudónimo de John Griffith Chaney (nacido el 12 de enero de 1876 en San Francisco, California, EE.UU., fallecido el 22 de noviembre de 1916 en Glen Ellen, California), novelista estadounidense y escritor de cuentos cuyas obras más conocidas -entre ellas The Call of the Wild (El llamado de lo salvaje) (1903) y White Fang (Colmillo blanco) (1906)- describen luchas elementales por sobrevivir. Durante el siglo XX fue uno de los autores estadounidenses más traducidos.
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PRIMERA PARTE: LO SALVAJE


I


La pista de la carne

A un lado y a otro del helado cauce se erguía un oscuro bosque de abetos de ceñudo aspecto. Hacía poco que el viento había despojado a los árboles de la capa de hielo que los cubría y, en medio de la escasa claridad, que se iba debilitando por momentos, parecían inclinarse unos hacia otros, negros y siniestros. Reinaba un profundo silencio en toda la vasta extensión de aquella tierra. Era la desolación misma, sin vida, sin movimiento, tan solitaria y fría que ni siquiera bastaría decir, para describirla, que su esencia era la tristeza. En ella había sus asomos de risa; pero de una risa más terrible que todas las tristezas..., una risa sin alegría, como el sonreír de una esfinge, tan fría como el hielo y con algo de la severa dureza de lo infalible. Era la magistral e inefable sabiduría de la eternidad riéndose de lo fútil de la vida y del esfuerzo que supone. Era el bárbaro y salvaje desierto, aquel desierto de corazón helado, propio de los países del norte.

Pero, a pesar de todo, allí había vida; lo que significaba, sin duda, todo un reto. Por la pendiente del helado cauce bajaba penosamente una hilera de perros que parecían más bien lobos. La escarcha cubría un hirsuto pelaje. El aliento se les helaba en el aire en cuanto salía de su boca, era despedido hacia atrás en vaporosa espuma hasta posarse en sus pies, en donde se cristalizaba. Los perros llevaban sendos jaeces de cuerpo, como tirantes, que los mantenían unidos a un trineo que arrastraban. El vehículo, especie de narria, había sido construido de recias cortezas de abedul, carecía de cuchillas o patines, y toda su superficie inferior descansaba sobre la nieve. La parte delantera del trineo estaba vuelta hacia arriba, a fin de que pudiera penetrar por la gran ola de nieve blanda que le dificultaba el paso. Atada fuertemente sobre el trineo, se veía una caja estrecha y larga, rectangular. Había también otros objetos: mantas, una gran hacha, una cafetera y una sartén; pero lo que ocupaba la mayor parte del sitio disponible, destacándose sobre todo lo demás, era la caja estrecha y larga, de forma rectangular.

Delante de los perros, calzando anchos y blandos zapatos de pelo para la nieve, avanzaba trabajosamente un hombre. Detrás del trineo iba otro. Dentro, en la caja, iba un tercero para quien todo esfuerzo había ya terminado: una víctima de aquel salvaje desierto, un vencido que no se movería ni lucharía ya más, aplastado, aniquilado por él. Al desierto no suele gustarle el movimiento. Toma como una ofensa la vida, porque vida es movimiento, y él tiende siempre a destruirlo. Hiela el agua para no dejarla correr hacia el mar; les roba la savia a los árboles hasta helarles el potente corazón; y con mayor ferocidad, y por más terrible modo aún, anonada y obliga a someterse al hombre. Al hombre, que es lo más inquieto que la vida ofrece, siempre en rebelión, justamente en contra de la idea de que todo movimiento acaba con la cesación del mismo.

Pero allí, al frente de la zaga, como escolta, audaces, indomables, caminaban trabajosamente los dos hombres que no habían muerto aún. Pieles y cueros blandos cubrían sus cuerpos. Tenían pestañas, mejillas y labios tan cubiertos de cristales de hielo, producidos por su helada respiración, que era imposible distinguirles la cara. Esto les daba el aspecto de enmascarados duendes, de enterradores de un mundo de espectros en el entierro de uno de los suyos. Pero, pese a las apariencias, eran hombres que penetraban en la tierra donde todo es desolación, mofa sarcástica y silencio; aventureros novatos enfrascados en una colosal empresa. Se introducían a viva fuerza en un mundo poderosísimo, tan remoto, tan ajeno a ellos y tan sin pulso como las profundidades del espacio. Avanzaban sin hablar, economizando el aliento para mantener las funciones del cuerpo. Por todos lados reinaba el silencio, casi podían palpar su presencia. Afectaba su mente como las innumerables atmósferas que pesan sobre el buzo, en lo hondo de las aguas, afectan su cuerpo. Los aplastaba materialmente bajo la pesadumbre de la extensión sin fin, de inexorables fallos. Los anonadaba hasta reducirlos al último rincón de su mente, prensada para que de ella se escurrieran, como de los racimos el zumo, todo el falso ardor, la exaltación y las indebidas presunciones del alma humana; hasta lograr que se sintieran muy limitados e insignificantes, unas simples manchitas, unos átomos, moviéndose con débil maña y escasa discreción en el drama externo e interno de los ciegos y enormes elementos y fuerzas naturales. Pasó una hora y luego otra. Menguaba, cada vez más rápidamente, la pálida luz del día, corto y sin sol, cuando en medio del aire en reposo resonó un grito débil y lejano. Se remontó primero con rápido impulso hasta llegar a la nota más alta, donde se afirmó vibrante para ir bajando después lentamente hasta dejar de oírse. Aquello hubiera podido ser el lamento de un alma en pena, de no haber en el triste grito cierta ferocidad, cierta hambrienta vehemencia. El hombre que iba al frente del trineo volvió la cabeza y cruzó la mirada con el que iba detrás. Por encima de la estrecha caja rectangular, ambos cambiaron una señal de asentimiento.

Entonces se oyó un segundo grito que pareció elevarse en el aire perforando aquel silencio con la sutil penetración de una aguja. Los dos hombres comprendieron de dónde partía el sonido. Venía de allá atrás, de algún sitio en la nevada extensión que acababan de atravesar. Un tercer grito, contestación a los anteriores, resonó también en la misma dirección, pero más a la izquierda del segundo.

—Nos persiguen, Bill —dijo el hombre que iba delante del vehículo.

Su voz sonó ronca, como algo que no parecía humano, y era evidente el esfuerzo que realizó para hablar.

—La carne escasea —contestó su compañero—. Desde hace días no he visto ni un rastro de conejo.

No dijeron nada más, aunque siguieron con el oído atento a los gritos de caza que continuaban resonando allá lejos, a su espalda.

Como había oscurecido ya por completo, desviaron los perros hacia un grupo de abetos al borde del cauce, y allí acamparon. El ataúd, colocado junto al fuego, servía de asiento y de mesa. Los perros lobo, agrupados al otro lado de la hoguera, gruñían y se peleaban, pero sin mostrar el menor deseo de perderse entre la oscuridad.

—Me parece, Henry, que es digno de tomar en cuenta eso de que se hayan quedado tan cerca de nosotros —comentó Bill.

Henry, en cuclillas junto a la lumbre y apoyando la cafetera con un pedazo de hielo, asintió con la cabeza. No añadió una palabra hasta que se sentó sobre el ataúd y empezó a comer.

—Saben que si se apartan, pueden acabar sin su pellejo —contestó entonces—. Prefieren comer de lo nuestro a ser comidos. Ya saben ellos lo que hacen, ya.

Bill movió dubitativamente la cabeza y objetó:

—¡Oh, no sé! ¡No sé!

Su compañero lo miró con aire de curiosidad.

—Esta es la primera vez que te oigo dudar de su instinto.

—Henry —replicó el otro, mascando obstinadamente las habas que comía—, ¿te has fijado, por casualidad, en el modo que se revolvían los perros cuando les daba yo la comida?

—Sí, alborotaban más que de costumbre —contestó el interpelado.

—¿Cuántos perros tenemos, Henry?

—Seis.

—Bueno, Henry... —Bill se interrumpió un momento, como para dar mayor fuerza y énfasis a sus palabras—. Como íbamos diciendo, Henry, tenemos seis perros. Seis pescados saqué yo del saco. Le fui dando uno a cada perro, pero al llegar al último, no me quedaba ya pescado para él.

—Es que contaste mal.

—Seis perros tenemos —insistió el otro tranquilamente—. Seis eran los pescados que yo saqué. Oreja Cortada se quedó sin el suyo. Volví al saco, cogí otro y se lo di.

—Pues no tenemos más que seis perros.

—Henry —continuó Bill como si tal cosa—, no diré yo que fueran todos perros; pero eran siete los que engulleron los pescados.

Henry dejó de comer para echar una mirada por encima de la lumbre y contar los perros.

—Lo que es ahora, no hay más que seis —dijo.

—Yo vi al otro huir a través de la nieve —anunció Bill fríamente, pero con toda seguridad—. Yo vi siete.

Henry lo miró con lástima, diciéndole:

—¡Lo que yo me voy a alegrar cuando hayamos llegado al fin de este viaje...!

—¿Qué quieres decir con eso? —preguntó Bill.

—Pues quise decir que esta carga que llevamos te ha puesto ya tan nervioso que empiezas a ver visiones.

—También a mí se me ocurrió la idea —contestó gravemente Bill—. Y por eso, cuando lo vi correr por la nieve, me acerqué y observé las huellas. Entonces conté los perros y aún había seis. En la nieve han quedado todavía las pisadas. ¿Quieres verlas? Yo te las enseñaré.

Henry no contestó y siguió mascando en silencio, hasta que, terminada la comida, tomó una taza de café. Se secó la boca con el dorso de la mano y dijo:

—Pues entonces, tú crees que era... —un prolongado aullido, tan feroz como triste y que partía de aquellas tenebrosas profundidades, vino a interrumpirle. Lo escuchó un momento y luego terminó la frase diciendo—: Uno de esos —al tiempo que acompañaba las palabras con un movimiento de la mano, señalando al sitio de donde el aullido provenía.

Bill asintió con la cabeza.

—Yo me inclinaría a creer esto antes que otra cosa —indicó—. Tú mismo observaste la...



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