E-Book, Spanisch, Band 378, 240 Seiten
Reihe: Gran Angular
López La versión de Eric
1. Auflage 2022
ISBN: 978-84-1392-769-5
Verlag: Ediciones SM España
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark
E-Book, Spanisch, Band 378, 240 Seiten
Reihe: Gran Angular
ISBN: 978-84-1392-769-5
Verlag: Ediciones SM España
Format: EPUB
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Nando López (Barcelona, 1977) es doctor cum laude en Filología Hispánica, novelista y dramaturgo y ha sido durante años profesor de Lengua y Literatura de Secundaria y Bachillerato. Desde joven se sintió atraído por el teatro, y en sus años universitarios participó en montajes como autor y como director, llegando a crear su propia compañía teatral con la que estrenó sus primeros textos. Con el tiempo, ha sabido conjugar su pasión por la literatura, el teatro y la enseñanza. Autor de relatos y de varias novelas, le llegó el éxito con La edad de la ira, finalista del Premio Nadal 2010, texto que adaptó más tarde a lenguaje teatral y que recorrió los escenarios españoles. Como autor de literatura infantil, ha sabido acercar el teatro a los más pequeños con títulos como La foto de los 10000 me gusta en la colección El Barco de Vapor. En los textos de sus novelas juveniles le gusta tratar temas como la inclusión, la homosexualidad, el acoso escolar y el impacto de las nuevas tecnologías, como muestra En las redes del miedo. Como autor para adultos ha publicado, entre otros títulos, Hasta nunca, Peter Pan o El sonido de los cuerpos. Una faceta que combina con el teatro y la no ficción con libros humorísticos sobre la realidad educativa muy populares entre la comunidad docente, como En casa me lo sabía o Dilo en voz alta y nos reímos todos. En la actualidad, combina la creación literaria con numerosos encuentros con lectores en colegios e institutos de toda España.
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SÁBADO, 13 DE JULIO
01:44 a. m.
Tenía nueve años cuando mi padre se fue de casa.
Once cuando comenzaron las pesadillas.
Trece cuando llegó el primer ingreso.
Y catorce en el segundo.
No sé por qué me resulta imposible dejar de pensar en todo eso este maldito sábado, mientras corro sin saber hacia dónde.
Intentando alejar de mí la imagen de ese cuerpo que aún debe de yacer en el asfalto a la espera de la ambulancia.
–¿Podría repetir la dirección, por favor? –me pedía la voz al otro lado del teléfono.
–Estoy en... Estoy...
Tenía guardada la ubicación en mi móvil, pero no era capaz de responder porque, de repente, solo era capaz de ver y sentir oscuridad.
Tan parecida a la que me empujó a empezar a lesionarme a los doce.
A la que me derribó a los trece.
A la que estuvo a punto de hundirme para siempre a los catorce.
Como si esta noche mis demonios se hubieran aliado para lanzarse sobre mí de nuevo.
–Denos su ubicación –insistía quien intentaba atenderme al otro lado de la línea.
He balbuceado el nombre de la calle justo antes de colgar para evitar que pudiera hacerme más preguntas. No podía explicarle qué estaba haciendo allí, ni cuál era mi nombre; ni siquiera me sentía preparado para describirle a la víctima. O para cerciorarme, como pretendía la voz, de si seguía respirando.
Cuando he subido de nuevo a la moto, no me he fijado en si lo hacía.
No he querido saberlo.
Quizá ya no respirase.
Quizá el suyo haya sido el segundo cadáver con el que me he cruzado.
Pero el primero era muy diferente a este. El de mi abuelo tenía un gesto amable. Casi sereno. La expresión empática –esa palabra no la conocía entonces, pero es la mejor con que puedo describirlo ahora– de una de las pocas personas que han sabido entenderme. O, al menos, intuirme.
Han pasado ocho años hasta que, en esta madrugada, a mis veinte, he visto el segundo.
Me gustaría convencerme de que tal vez no lo sea.
De que quizá solo estoy huyendo sin rumbo después de haber abandonado a alguien sobre el asfalto.
Alguien que, si la ambulancia llega a tiempo, conseguirá recuperarse.
A mi espalda, cuando solo estaba a unas calles de allí, he creído oír las sirenas.
O quizá no fuera eso.
A lo mejor no era más que mi conciencia la que me hacía creer que se escuchaba ese sonido para que mis demonios no se hagan aún más fuertes.
Los que, hace no tanto, guiaban mis manos cuando rasgaba mi piel.
Los que deformaban mi imagen cuando me obligaban a mirarme en el espejo que mis padres se empeñaron en poner en el armario de mi habitación.
Los que estuvieron a punto de robarme lo poco de mí que no me asusta. Lo poco de mí que, a pesar de todo, sé que soy.
Sigo corriendo mientras me doy cuenta, por primera vez, de que esta noche puedo perderlo todo. Si no tomo las decisiones adecuadas, estaré poniendo en peligro lo que he construido estos dos últimos años. Todo lo bueno que ha sucedido y que me dijeron, cuántas veces me lo dijeron, que nunca iba a pasar.
–Deberías pensar en un plan B –Delia, la tutora de 4.º de ESO, masticó mucho las palabras mientras me las escupía–. Deberías tener un plan B, Alicia.
Era una de las que, a pesar de mis quejas y de las advertencias de mi madre, se negaban a utilizar mi verdadero nombre.
–En las listas pone Alicia –repetía marcando mucho el verbo cuando me atrevía a corregirla.
Delia podía haber sido una de los que, un par de años antes, habrían conseguido que me devorasen los demonios. Los mismos que ya no me arrollarían porque ese curso había conocido a Iván, el profesor que sí lo cambió todo, porque habían empezado a calar en mí las conversaciones con Julia y porque Tania ya había entrado en mi vida. Demasiado a mi favor como para permitir que nadie, y mucho menos alguien tan gris como Delia, lo estropease.
–Es importante contar con un plan B.
Tenía catorce años la primera vez que alguien como ella me aseguró que jamás podría vivir de la interpretación.
Dieciocho cuando me eligieron en el casting que lo cambiaría todo.
Y acababa de cumplir los diecinueve cuando, gracias al éxito inesperado de Ángeles, sumé mi primer millón de seguidores en Instagram.
Lejos –tal vez solo en mi cabeza– siguen rugiendo las ambulancias mientras yo comienzo a frenar.
Aparco la moto y entro, sin darme tiempo a pensar en lo que estoy haciendo, en una comisaría del centro.
Puede que no haya sido casualidad.
Que no haya sido el azar lo que me ha traído hasta aquí.
Quizá ni siquiera fueron mis demonios.
Los que conozco demasiado bien como para no haber aprendido a controlarlos.
–Tú eres más fuerte –me recordaba mi abuelo cuando notaba que mi tristeza se volvía densa y pegajosa–. Tienes superpoderes, ¿no lo sabías?
Y, como hago siempre que debo enfrentarme a un momento difícil, me repito sus palabras y dibujo su sonrisa en mi mente. Esa sonrisa que me permitía olvidar el rostro de preocupación de mi madre y la expresión ausente de mi padre.
Por eso, porque suenan en mi cabeza las palabras de mi abuelo, estoy convencido de que no son mis demonios quienes me obligan a cruzar esta puerta.
Ellos no podrían empujarme a través de este mar de uniformes en busca de alguien que quiera hablar conmigo y escuchar lo que siento la necesidad de confesarles.
Estás a punto de perderlo todo, Eric.
¿Te lo has pensado bien?
–Espere aquí –uno de los oficiales más jóvenes me detiene y me indica una angosta sala de espera donde debo aguardar hasta que llegue mi turno para decir lo que (¿estás seguro?) he venido a decir.
Una chica de mi edad, a la que acompaña alguien que debe de ser su padre, me reconoce.
–¿Tú eres el de...?
Asiento y bajo la cabeza antes de darle tiempo a que pronuncie el nombre de la serie que lo ha cambiado todo.
–Menudo pelotazo hemos dado –me escribió Rex cuando vimos los picos de audiencia de Ángeles: más de veinte millones de personas habían devorado la primera temporada solo en una semana. Y quince de esos millones lo habían hecho en un solo día–. Hemos triunfado, tío. Hemos triunfado...
Seguro que la chica que me ha reconocido es una de las que se vio los ocho capítulos de golpe, en un maratón de un solo día. Y ahora, con todo ese inesperado ejército de fanes, espera con ansiedad a que se estrene la segunda temporada.
En el casting aún no sabían cuál iba a ser el título de la serie. En realidad, lo cambiaron varias veces a lo largo de los seis meses de rodaje y solo se decidió unas semanas antes de que comenzara la campaña de lanzamiento.
–Hay que crear mucho hype –insistía Valeria, la responsable de comunicación–. Es importante que nadie sepa bien lo que va a ver, pero que todo el mundo tenga ganas de verlo...
Cuando por fin me enteré de que se iba a llamar Ángeles, lo confieso, casi tuve un ataque de risa. Y no solo porque aún me costaba creer que yo fuera a formar parte de ese proyecto, sino porque me preguntaba qué opinarían mis demonios si supieran que estaba a punto de unirme a las filas de sus antagonistas.
–Es un buen título –dijo Hugo, mi representante, que fue quien me había conseguido la prueba–. Corto, pegadizo... Y seguro que da para hacer una buena campaña de merchandising.
La chica que espera conmigo en la comisaría me enseña algo: es un llavero con las dos alas plateadas que forman el logo de la serie. Después creo que me hace una pregunta, pero estoy tan perdido en mis pensamientos –¿por qué siento que mi pasado se desborda en este inoportuno presente?– que me cuesta escuchar sus palabras.
Sonrío, como hago habitualmente cuando no entiendo a alguien.
Porque ahora mismo mi mente es incapaz de oír algo que no sea mi propia voz gritando con una mezcla de rabia –¿por qué a mí?– y de culpa –¿por qué yo, joder?, ¿por qué yo?
Pero la chica insiste. Tal vez quiere un autógrafo. O, peor aún, una fotografía.
Un estúpido selfi en el lugar más inoportuno del mundo.
No le respondo.
No pienso...