Madox Ford | El buen soldado | E-Book | www.sack.de
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E-Book, Spanisch, 864 Seiten

Madox Ford El buen soldado


1. Auflage 2020
ISBN: 978-84-350-4737-1
Verlag: EDHASA
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)

E-Book, Spanisch, 864 Seiten

ISBN: 978-84-350-4737-1
Verlag: EDHASA
Format: EPUB
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En una novela tan breve como 'El buen soldado', Ford Madox Ford relata dos suicidios, dos vidas arruinadas, una muerte y el descenso a la locura de una joven muchacha. Mediante esta historia de pasión protagonizada por los matrimonios Ashburnham y Dowell se nos muestran las interioridades de lo que se dio en llamar 'alta sociedad internacional'. El autor nos adentra en esta sociedad entre guerras donde mantener las apariencias era lo más importante y todos los asuntos oscuros y crueles debían mantenerse ocultos.

Novelista y editor inglés, autor de unas ochenta obras literarias, en las que dejó siempre una impronta de audaz y arriesgado narrador, muestra de la variedad de sus intereses: novelas, poemas, crítica literaria, biografías, libros de viaje. Editor excelente, dio a conocer a autores como Joseph Conrad, H. G. Wells, James Joyce, Ezra Pound o Gertrude Stein, entre otros. Junto a La quinta reina de Enrique VIII, El buen soldado es sin duda su obra más importantel. También escribió la tetralogia El final del desfile basándose en sus propias experiencias en el frente y la obra Ladies Whose Bright Eyes, una curiosa novela en la que un viajero de la época acaba involuntariamente en plena Edad Media y se da cuenta que no sabe nada que le pueda ayudar a sobrevivir en esa época, podríamos decir que es el reverso irónico de la obra d Mark Twain Un yanki en la corte de del Rey Arturo.
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CAPÍTULO I

Ésta es la historia más triste que jamás he oído. Habíamos tratado a los Ashburnham durante nueve temporadas en la ciudad de Nauheim con gran intimidad..., o, más bien, habíamos mantenido con ellos unas relaciones tan flexibles y tan cómodas y sin embargo tan íntimas como las de un guante de buena calidad con la mano que protege. Mi mujer y yo conocíamos al capitán Ashburnham y a su señora todo lo bien que es posible conocer a alguien, pero, por otra parte, no sabíamos nada en absoluto acerca de ellos. Se trata, creo yo, de una situación que sólo es posible con ingleses, sobre quienes, incluso en el día de hoy, cuando me paro a dilucidar lo que sé de esta triste historia, descubro que vivía en la más completa ignorancia. Hasta hace seis meses no había pisado nunca Inglaterra y, ciertamente, nunca había sondeado las profundidades de un corazón inglés. No había pasado de sus aspectos más superficiales.

No quiero decir con eso que no conociéramos a muchos ingleses. Viviendo, como nos veíamos obligados a hacerlo, en Europa, y siendo, como nos veíamos obligados a serlo, americanos ociosos, lo cual equivale a decir que éramos muy poco americanos, no nos quedaba otro remedio que frecuentar la compañía de los ingleses de clase alta. Porque París era nuestro hogar, algún sitio comprendido entre los límites de Niza y Bordighera nos proporcionaba cuarteles de invierno todos los años, y Nauheim siempre nos recibía desde julio hasta septiembre. Deducirá usted de estas afirmaciones que uno de los dos estaba, como suele decirse, «delicado del corazón», y, cuando le diga que mi esposa ha muerto, comprenderá que era ella la enferma.

El capitán Ashburnham también estaba delicado del corazón. Pero, mientras pasar un mes al año aproximadamente en Nauheim le dejaba en perfectas condiciones para los otros once, nuestros dos meses apenas bastaban para mantener viva a la pobre Florence de un año para otro. La razón de que el capitán estuviera delicado del corazón era al parecer el polo, o un exceso de deportes violentos durante su juventud. La razón de la destrozada vida de la pobre Florence fue una tormenta en el mar durante nuestra primera travesía hacia Europa, y el motivo básico de nuestra reclusión en el viejo continente era la prescripción de los médicos. Decían que incluso la breve travesía del canal de la Mancha podía muy bien acabar con mi pobre esposa.

Cuando los conocimos, el capitán Ashburnham, de vuelta a casa, por razones de enfermedad, de una India a la que nunca regresaría, tenía treinta y tres años; la señora Ashburnham (Leonora), treinta y uno. Yo treinta y seis y la pobre Florence treinta. De manera que ahora mi mujer tendría treinta y nueve y el capitán Ashburnham cuarenta y dos; mientras que yo tengo cuarenta y cinco y Leonora cuarenta. Ya ve usted, por tanto, que nuestra amistad ha sido un asunto de los primeros años de la edad madura; todos éramos muy tranquilos por temperamento, y los Ashburnham, de manera especial, eso que en Inglaterra se denomina de ordinario «gente muy bien».

Descendían, como probablemente ya habrá usted adivinado, de los Ashburnham que acompañaron al cadalso a Carlos I, y, como también cabe esperar en este tipo de ingleses, no hacían la menor ostentación de ello. La señora Ashburnham era una Powys; Florence, una Hurlbird de Stamford, en Connecticut, donde, como usted sabe, la gente está más chapada a la antigua que los mismos habitantes de Cranford, en Inglaterra. Yo, por mi parte, soy un Dowell de Filadelfia, en Pensilvania, donde –es un hecho históricamente cierto– hay más antiguas familias inglesas de las que podrían encontrarse en seis condados británicos tomados conjuntamente.

Siempre llevo conmigo a todas partes –como si se tratara de la única cosa que me liga de manera invisible con algún lugar sobre la superficie de la tierra– la escritura de propiedad de mi granja, que en otro tiempo ocupaba varias manzanas de casas entre Chesnut y Walnut Street. Estas escrituras de propiedad están compuestas por cuentas cilíndricas hechas de conchas, y son la donación de un jefe indio al primer Dowell, que salió de Farnham en Surrey acompañando a William Penn.

La familia de Florence, como sucede con frecuencia en el caso de los habitantes de Connecticut, procedía de los alrededores de Fordingbridge, donde se encuentra la casa solariega de los Ashburnham. Es allí donde escribo en estos momentos.

Quizá pregunte usted, y con toda razón, por qué escribo. Y, sin embargo, tengo muchos motivos. Porque es frecuente entre los seres humanos que han presenciado el saqueo de una ciudad o la desintegración de una raza el deseo de poner por escrito lo que han visto para beneficio de desconocidos herederos o de generaciones infinitamente remotas; o, si usted lo prefiere, para sacarse esas imágenes de la cabeza.

Alguien ha dicho que la muerte de un ratón a causa del cáncer es lo mismo que el saco de Roma por los godos, y yo le juro a usted que la desintegración de nuestro pequeño círculo con cuatro esquinas fue otro de esos acontecimientos impensables. Supongamos que se hubiera tropezado usted con nosotros cuando estábamos sentados alrededor de una de las mesitas frente al club, en Homburg, pongamos por ejemplo, tomando el té una tarde cualquiera y contemplando el minigolf; sin duda hubiera usted dicho que, tal como está la vida, constituíamos un castillo inexpugnable. Éramos, si usted lo prefiere, uno de esos barcos esbeltos de velas blancas sobre un mar azul, una de esas cosas que parecen las más gloriosas y seguras entre todas las cosas hermosas y seguras que Dios ha permitido concebir a la mente humana. ¿En qué mejor sitio podría uno refugiarse? ¿Dónde mejor?

¿Seguridad? ¿Estabilidad? No puedo creer que hayan desaparecido. No puedo creer que aquella vida lenta y tranquila, que era exactamente como los pasos de un minué, se desvaneciera en cuatro días catastróficos al final de nueve años y seis semanas. Se lo aseguro, créame, nuestra intimidad era como un minué, simplemente porque en cada posible ocasión y en cada posible circunstancia sabíamos dónde ir, dónde sentarnos, qué mesa escoger unánimemente; y podríamos levantarnos y marcharnos los cuatro juntos sin que ninguno diera la señal, siempre al ritmo de la orquesta del balneario, siempre tomando un sol no demasiado fuerte, o, si llovía, refugiándonos en sitios discretos. No, desde luego, no puede haber desaparecido. No se puede matar un minué de la cour. Cabe cerrar el libro con las partituras, bajar la tapa del clavicordio; en la alacena y en el armario quizá las ratas destruyan las cintas de satén blanco; tal vez el populacho saquee Versalles quizá se derrumbe el Trianón; pero sin duda alguna el minué..., el minué en persona se alejará danzando hasta las más remotas estrellas, incluso mientras el nuestro, el de los establecimientos balnearios de Hesse, lleva camino de pararse por completo. ¿Es que no hay ningún cielo donde las antiguas y hermosas danzas, donde las antiguas y hermosas intimidades se prolonguen indefinidamente? ¿No hay algún nirvana pe netrado por la suave vibración de instrumentos que ya se han transformado en el polvo de la amargura pero que poseen sin embargo frágiles, trémulas e imperecederas almas?

¡No, Dios mío, es falso! No era un minué lo que bailábamos; estábamos en una cárcel..., una cárcel llena de vociferantes ataques de histeria, reprimidos para que no hiciera más ruido que las ruedas de nuestro carruaje mientras recorríamos las sombreadas avenidas del Taunus Wald.

Y sin embargo, juro por el sagrado nombre de mi creador que era verdad. Era la verdadera luz del sol; la verdadera música; el verdadero murmullo de las fuentes desde las bocas de los delfines de piedra. Porque, si para mí éramos cuatro personas con los mismos gustos, con los mismos deseos, actuando –o, no, sin actuar–, sentándonos aquí y allá unánimemente, ¿no es eso la verdad? Si durante nueve años he sido dueño de una hermosa manzana que tiene el corazón podrido y sólo descubro su podredumbre al cabo de nueve años y seis semanas menos cuatro días, ¿acaso miento al decir que durante nueve años he poseído una hermosa manzana? Y lo mismo puede suceder con Edward Ashburnham, con Leonora, su esposa, y con mi pobre y querida Florence. Y, si se pone usted a pensarlo, ¿no es un poco extraño que la mala suerte de por lo menos dos de los pilares de nuestra casa con cuatro esquinas nunca se me apareciera como una amenaza para su solidez? Ni siquiera me pasa ahora, aunque los dos están ya muertos. No sé...

No sé nada –absolutamente nada– del corazón de los seres humanos. Sé únicamente que estoy solo, horriblemente solo.

Para mí, ningún fuego de chimenea presenciará ya unas relaciones amistosas. Cualquier salón de fumar estará poblado únicamente por insondables efigies entre espirales de humo.

Y sin embargo, por el amor de Dios, ¿qué es lo que sé yo, si no estoy al tanto de la vida junto al hogar de la chimenea y en el salón de fumar, cuando toda mi vida ha transcurrido en esos sitios? ¡La tibia atmósfera junto a la chimenea...! Ahí estaba Florence, por ejemplo: creo que durante los doce años que sobrevivió a la tempestad que, al parecer, debilitó irreparablemente su corazón..., juraría que no la perdí de vista ni un solo minuto, excepto cuando la dejaba convenientemente arropada en la cama y me iba al piso bajo para hablar un rato con alguien en uno de los salones, o salía a darme la última vuelta fumando un cigarro antes de acostarme. Comprenda que yo no le echo la culpa a Florence. Pero, ¿cómo pudo enterarse de todo lo que sabía? ¿Cómo...



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