E-Book, Spanisch, Band 290, 340 Seiten
Reihe: Libros del Tiempo
Martín Gaite Ritmo lento
1. Auflage 2015
ISBN: 978-84-16396-29-0
Verlag: Siruela
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)
E-Book, Spanisch, Band 290, 340 Seiten
Reihe: Libros del Tiempo
ISBN: 978-84-16396-29-0
Verlag: Siruela
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Carmen Martín Gaite (Salamanca 1925-Madrid 2000), novelista, poeta, ensayista y traductora, publicó su primera novela El balneario en 1955 y es una de las más destacadas representantes de la generación de la posguerra. De sus libros hay que destacar Entre visillos (Premio Nadal 1958), Ritmo lento (1963), El cuarto de atrás (1978), El cuento de nunca acabar (1983), Usos amorosos de la postguerra española (Premio Anagrama de Ensayo 1987), Nubosidad variable (1992), Lo raro es vivir (1996) o Irse de casa (1998). Carmen Martín Gaite ha recibido también los premios Príncipe de Asturias 1988 y el Nacional de las Letras Españolas 1994.
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Prólogo
–Puede dejarnos aquí mismo. En la esquina.
El taxista arrimó a la acera y paró el contador. Luego miró por el espejito, mientras decía en voz alta el precio marcado: treinta y cinco pesetas. El hombre moreno, de bigote, que en todo el trayecto no había despegado los labios, permanecía inmóvil mirando el barrio a través de la ventanilla. Fue la chica, que desde que mandó parar había adelantado el cuerpo y revolvía en el bolso buscando el monedero, quien pagó con buena propina y se bajó rápidamente la primera.
–¡Vamos! ¿Estás dormido? –exhortó a su compañero con voz nerviosa, apenas puesto el pie en la calzada.
El muchacho se bajó. Oscurecía. De la calle por donde les había traído el taxi venía un vaho de anuncios luminosos, pero allí todo estaba como dormido y sólo de vez en cuando lucía débilmente una bombilla en su poste de palo, a lo largo de las aceras. Echaron a andar. Era una calle ancha y polvorienta, con edificios de un solo piso y jardín. Entre una acera y otra, había un bulevar con algunos cedros. Estaban haciendo obras y el piso se veía desigual; los rieles del tranvía sobresalían del adoquinado. La chica se paró.
–Bueno, ¿dónde me esperas?
–No sé. ¿Dónde es?
–En esa primera calle.
–Lo mejor será que te acompañe y que te espere a la puerta. Total, no te irás a entretener tanto.
–No –fue la respuesta contundente–. Acompañarme te he dicho que no. Así que decide.
Un tranvía acababa de pararse junto a ellos, vaciando a varios viajeros que se dispersaron. Algunos cruzaron y se detuvieron en un aguaducho que había en el centro del bulevar, un poco más allá, al lado de un tiovivo para niños pequeños.
–Podías esperarme en ese bar –sugirió la chica.
–Bueno; lo que quieras.
El muchacho no apartaba los ojos de la embocadura de la calle que ella le había señalado, aún más oscura y solitaria.
–No me gusta este barrio –dijo–. Parece el fin del mundo. Me aburriré, si tardas.
–Pues vete a tu casa. ¡Tú te has empeñado en venir conmigo! ¿Me hacías falta? ¿Te he mandado venir yo? No señor. Al contrario. No quería.
–Yo tampoco quería que vinieras; creí que por el camino se te pasaría el capricho.
–¡No es ningún capricho!
–Sí, Luci, compréndelo. Un capricho violento, como una locura. Si no vienes, te da algo. Y precisamente esta tarde.
–Se me ha ocurrido esta tarde. ¿Y eso qué importa? ¿No es una tarde como otra cualquiera?
El chico se apoyó en la verja de uno de aquellos chalets con aire abatido. No respondió nada, pero negó con la cabeza, mirando hacia el suelo.
–¡No empecemos! –se exaltó ella–. ¿Qué piensas? Me desesperas con esa cara martirizada.
El chico sonrió apagadamente.
–Siempre hay uno que sufre y otro que hace sufrir. Me dices lo mismo que te decía David a ti cuando no entendía que lo pasaras mal por su culpa: «Pon otra cara». ¡Me lo has contado tantas veces!...
Hubo un breve silencio.
–¿Y eso qué tiene que ver? –dijo ella, al cabo, con voz algo insegura–. ¿Por qué sacas a relucir ahora todo eso?
–Hoy todavía se puede sacar a relucir. Mañana ya no valdrá la pena. Por eso me ha extrañado que digas que la tarde de hoy es como otra cualquiera. Para mí no lo es.
–¿Y qué crees que habríamos sacado a relucir sentados en casa de tu madre o de la mía? Nada, sino esperar a mañana. ¿No está ya todo hablado, decidido?
El muchacho, sin levantar los ojos del suelo, callaba tercamente.
–Di si queda algo pendiente para esta tarde –apremió ella con voz exaltada–. Si hay algo importante que me quieras decir, dejo esa visita, lo dejo todo, y nos estamos hablando hasta que salga el sol mañana. No vuelvo yo a mi casa, ni tú a la tuya. Te aseguro que lo hacemos. Pero ¿qué es lo que me quieres decir? Anda. ¿De verdad me quieres hablar? Mírame.
Se dirigía a él con apremiante esperanza. Le levantó la cara, para buscarle la mirada, pero él la desvió.
–Déjame –dijo–. Ya empiezas con tus locuras. Si no es eso, mujer.
–¿Ves? –pronunció ella con desencanto–. No tienes nada que decirme. ¿O sí?
–No sé, déjalo...
–No lo quiero dejar. ¿Lo tenemos todo resuelto, sí o no? Contesta.
–Sí –fue la débil respuesta de él.
–Entonces ¿de qué me hablabas? –el tono de ella había vuelto a ser duro–. Si lo tenemos todo resuelto entre nosotros, y a mí en cambio me queda pendiente un asunto en el que no tienes tú nada que ver, ¿qué pasa con que lo quiera ventilar esta tarde, ni por qué otra te hubiera parecido mejor que la de hoy?
–No te embales, anda; ¡qué más da! –dijo él con voz conciliadora–. Ahí en el aguaducho te espero.
–Te debías ir a casa; iría yo más tranquila, de verdad. Y así, si me entretengo...
–Anda, anda –interrumpió él–, no hables tanto que se va a hacer de noche. Yo ahí en esas mesas estoy. Pero no te preocupes por mí. Tarda lo que tengas que tardar.
Ya se habían separado, y ella volvió a alcanzarle al bulevar, por la espalda.
–¿Qué pasa?
–Nada. Darte un beso. Y que me perdones lo brusca que soy.
Se besaron.
–¿Es lejos?
–En esa primera transversal, ya te he dicho.
–Pero ¿en qué número?
–¡Qué más te da! –volvió a impacientarse ella–. Conozco la casa, pero del número no me acuerdo. Una de las primeras de la derecha. ¿Por qué?
–Por si tardas, o pasa algo.
La chica se echó a reír con una risa entrecortada. Parecía como si se hubiera echado a reír sin acordarse de que no tenía ganas, y luego ya siguiera por amor propio, por ensayar a ver si le iba saliendo un poco mejor.
–No te rías –cortó él–. No he dicho nada gracioso.
–Sí, hombre, te pones en plan de novela policíaca, como si dentro de un rato tuvieras que librarme de las garras del viejo.
Le quedaba todavía un poco de risa que se le acabó al concluir de hablar, dejándole un respiro afanoso y un brillo en los ojos casi de lágrimas. Los de él estaban serios.
–¿Es muy viejo? –inquirió.
–Supongo. Ya sabes que no le he visto nunca.
El chico se sentó.
–Bueno, pues anda.
–Hasta luego –dijo ella.
Cruzó de nuevo y, a la entrada de la calle, se volvió para decirle adiós. Luego siguió por la acera de la derecha. Era una calle ligeramente en cuesta, sin iluminación alguna. Al fondo se veía el campo y un horizonte violeta. Los chalets eran grandes y destartalados, con tapias altas sobre las que asomaban los arbustos. Los iba mirando uno por uno, poniendo el rostro entre los hierros de la verja de entrada. Al llegar al tercero, se paró más rato.
Al fondo de un jardín grande con abetos, acacias y bancos de madera, rojeaba la fachada. Era un chalet de ladrillo de dos pisos. En el de arriba tenía dos balcones y un mirador. Las persianas estaban echadas. Tampoco se veía luz en la puerta.
Cuando, tras guiñar un poco los ojos para atisbarlo todo mejor, empujó la verja, que cedió con un leve chirrido, un perro se puso a ladrar dentro del jardín. La chica vaciló un instante y luego volvió a cerrar detrás de sí. El perro ladraba cerca, pero no se le veía. Posiblemente estaría atado en la parte trasera del edificio, por donde el jardín se extendía mucho más, según podía columbrarse ahora.
Avanzando a pasos lentos, mientras miraba atentamente alrededor, la muchacha llegó hasta la fachada, subió dos escalones y se detuvo. Había en la puerta una placa dorada a la que hacía tiempo que nadie sacaba brillo. «Doctor Fuente. Medicina general», leyó. Llamó al timbre y esperó un rato. El perro había dejado de ladrar. Trepidaban los tranvías a la vuelta, en la otra calle. Como no abría nadie, llamó de nuevo. A poco se oyeron pasos dentro y una voz, al otro lado de la puerta, que preguntaba, antes de abrir:
–Magda... ¿Eres tú, Magda?
–No –contestó la muchacha, tras un breve silencio, pero tan bajo que no creía que la hubieran oído.
La puerta se abrió. A la débil luz del atardecer que entraba por las ventanas del vestíbulo, vio la figura de la persona que le había hecho aquella pregunta. Se trataba de un hombre alto y delgado vestido con una bata a cuadros, que se encorvaba ligeramente para mirarla a través de sus gafas.
–Buenas tardes. ¿David Fuente?
La mirada un poco soñolienta del hombre se hizo más concentrada.
–¿El padre o el hijo? –preguntó, a su vez, sin dejar de examinarla.
–El padre –contestó ella–. El hijo ya sé que no está.
El hombre la hizo pasar, mientras se disculpaba por la falta de luz y por el retraso en abrir la puerta. Luego la cerró y se dirigió a un mueble que había junto al arranque de la escalera que debía llevar a las habitaciones de arriba. Encendió las velas de un candelabro viejo.
–Se han debido fundir los plomos –explicó–. Precisamente cuando usted llamó había subido a buscar la escalera. ¿Quiere pasar a mi despacho mientras arreglo la avería? Por aquí. Permítame que vaya delante.
La precedió por el vestíbulo, que estaba lleno de muebles y cachivaches. La chica se...




