Maupassant / Pérez Galdós / Stevenson | Crímenes de autor | E-Book | www.sack.de
E-Book

E-Book, Spanisch, Band 402, 364 Seiten

Reihe: Libros del Tiempo

Maupassant / Pérez Galdós / Stevenson Crímenes de autor

Una antología
1. Auflage 2021
ISBN: 978-84-18859-48-9
Verlag: Siruela
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)

Una antología

E-Book, Spanisch, Band 402, 364 Seiten

Reihe: Libros del Tiempo

ISBN: 978-84-18859-48-9
Verlag: Siruela
Format: EPUB
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Los mejores relatos policiacos de los grandes narradores de la literatura universal. Desde que a mediados del siglo XIX Edgar Allan Poe fijara las reglas del género detectivesco, este obtuvo rápidamente carta de naturaleza. Un tipo sofisticado de literatura, cuyo punto de referencia estético se basa en la variación de incidentes y hallazgos, tramas narrativas diversas y personajes distintos que comparten un espacio, y en el que se combina la naturalidad en el uso de palabras cotidianas -la «suavidad engañosa» de la que hablaba Raymond Chandler- con la retórica del morbo. El crimen atrae no solo porque es el único acto que podemos «resolver» en relación con la muerte, sino porque además falsea nuestra realidad cotidiana otorgándole una coherencia de la que normalmente suele carecer. La novela clásica se convierte así en novela de investigación, presentando el hecho criminal como un enigma para la razón, como un desafío que será el soporte del pacto entre el texto y sus lectores. La popularidad del relato policiaco fue afianzándose en todo el mundo a lo largo de las décadas posteriores y, aparte de los narradores adscritos únicamente al género, otra clase de escritores no lograron resistirse, como no podía ser menos, a su indudable atractivo y probaron ocasionalmente a hacerlo suyo. De entre estos francotiradores, esta antología presenta a una veintena de autores de primerísima fila que no dudaron en intentarlo, aunque sus notables resultados hayan quedado a menudo sepultados injustamente por sus reconocidas obras mayores. Se trata pues aquí de recuperarlos y comprobar que no solo salieron airosos del reto, sino que destacaron además por su original enfoque y la depurada calidad de su prosa. Walt Whitman, Thomas Hardy, Guy de Maupassant, Antón Chéjov, Benito Pérez Galdós, R. L. Stevenson, Rudyard Kipling, Stephen Crane, Jack London, Mark Twain, O Henry, Guillaume Apollinaire, Emilia Pardo Bazán, Jospeh Conrad, Saki, Franz Kafka, Katherine Mansfield, Edith Wharton y Arthur Machen.

Benito Pérez Galdós (Las Palmas de Gran Canaria, 1843-Madrid, 1920), novelista, ensayista, dramaturgo y periodista, es considerado el padre de la novela realista española. De su extensa y relevante obra podrían destacarse Fortunata y Jacinta, Misericordia o el titánico empeño de su ciclo Episodios Nacionales.
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WALT WHITMAN

¡Un tremendo impulso!64


I

Ese sector de Nassau Street que desemboca en el gran emporio de los corredores de bolsa y agiotistas de Nueva York ha estado ocupado durante mucho tiempo por los que ejercen la abogacía. Medianamente conocido entre esa clase desde hace algunos años, Adam Covert era un hombre de mediana edad y medios bastante limitados, que a decir verdad ganó más con engaños que con el honrado y legítimo ejercicio de su profesión. Alto y de rostro malhumorado, era viudo, padre de dos hijos, y últimamente había estado tratando de mejorar su suerte mediante un opulento matrimonio. Pero de un modo u otro sus galanteos no parecían prosperar y, con tal vez una excepción, las perspectivas matrimoniales del abogado eran irremediablemente poco halagüeñas.

Uno de los clientes más antiguos de Mr. Covert había sido un pariente lejano, apellidado Marsh, que, al morir un tanto repentinamente, dejó un hijo y una hija, además de una pequeña propiedad al cuidado de Covert, conforme a un testamento redactado por este mismo caballero. En todo momento con los ojos bien abiertos, el taimado abogado, amparado por la lamentable confusión que había provocado la situación crítica que requirió sus servicios, y disimulando su propósito bajo una nube de tecnicismos, introdujo en el testamento disposiciones que le otorgaban a sí mismo un control casi arbitrario de la propiedad y de aquellos a quienes estaba destinada. Ese control incluso se prolongaba más allá del momento en que los niños alcanzaran la mayoría de edad. El hijo, Philip, un chico animado y de muy mal genio, hacía ya tiempo que había superado esa edad. Esther, la chica, una joven sin atractivo y en cierto modo piadosa, tenía diecinueve años.

Como tenía tanto poder sobre sus pupilos, Covert no vaciló en utilizar abiertamente su ventaja para imponer su derecho a pretender la mano de Esther. Desde la muerte de Marsh, la propiedad que dejó, que era un inmueble, y tenía que dividirse equitativamente entre el hermano y la hermana, había aumentado su valor de manera considerable; y la parte que le correspondía a Esther era, para un hombre en la situación de Covert, una ganancia que bien merecía solicitar. Durante todo ese tiempo, aunque lo cierto es que tenían una respetable renta, los jóvenes huérfanos carecieron muchas veces de las más pequeñas cantidades de dinero, y Esther, por culpa de Philip, tuvo que recurrir más de una vez a varias estratagemas —la casa de empeños, la venta de sus pocos artículos de lujo y cosas por el estilo— para proporcionarse medios.

Aunque con frecuencia había demostrado de manera inequívoca la aversión que sentía por su tutor, Esther seguía sufriendo sus vejaciones, hasta que un día él fue más lejos y la acosó más de lo habitual. La joven tenía parte del temperamento fogoso de su hermano, y lo rechazó de manera brusca y más indudable. Con dignidad le expuso la vileza de su conducta y le prohibió que le volviese a mencionar su pretensión de casarse con ella. Él la replicó duramente, jactándose del dominio que tenía sobre ella y sobre Philip, y juró que a no ser que se convirtiera en su esposa, en adelante ninguno de los dos recibiría ni un céntimo. En su exasperación perdió su habitual autocontrol e incluso añadió insultos que ninguna mujer admitiría de nadie que merezca llamarse hombre, y cuando le vino en gana se fue de la casa. Aquel día Philip regresó a Nueva York, tras una ausencia de varias semanas por razones profesionales como empleado de una empresa mercantil que lo había contratado recientemente.

Hacia finales de esa misma tarde, Mr. Covert estaba sentado en su oficina, en Nassau Street, trabajando con ahínco, cuando una llamada en la puerta anunció una visita, e inmediatamente después entró en la habitación el joven Marsh. Su rostro mostraba un peculiar aspecto pálido que no le pareció a Covert nada agradable, y llamó a su pasante, que ocupaba la habitación contigua, y le encargó que hiciera algo en un escritorio cercano.

—Deseo verlo a solas, Mr. Covert, si le va bien —dijo el recién llegado.

—Podemos hablar perfectamente bien donde estamos —contestó el abogado—: la verdad es que no sé si tengo tiempo para hablar en modo alguno, porque ahora mismo me agobian los quehaceres.

—Pero tengo que hablar con usted —respondió Philip muy serio—, al menos debo decirle una cosa: ¡Mr. Covert, es usted un canalla!

—¡Insolente! —exclamó el abogado, levantándose de la mesa y señalando la puerta—: ¡Mire usted, caballero! Si dentro de un minuto no se ha marchado, le pondré de patitas en la calle por la vía rápida. ¡Fuera de aquí, señor mío!

Tal amenaza fue para Philip palabras mayores, pues tenía un sentido del honor demasiado sensible. Se puso casi lívido tratando de contener su nerviosismo.

—Nos volveremos a ver muy pronto —le dijo, en voz baja pero resuelta, temblándole los labios al hablar; e inmediatamente le dio la espalda y abandonó el despacho.

Los incidentes del resto de aquel espléndido día de verano dejaron escasa huella en la memoria del joven. Vagó de un lado a otro sin propósito ni meta alguna. A lo largo de South Street, y por Whitehall, observó con curiosidad los movimientos de embarque, y la carga y descarga de los cargueros; y escuchó el alegre ¡ahora! de los marineros y estibadores. Hay mentes en las que una intensa emoción produce la singular conjunción de dos facultades completamente contradictorias: una especie de indiferente apatía, y a la vez una aguda susceptibilidad a todo lo que pasa. La de Philip era de esa clase; advirtió las diversas diferencias en la indumentaria de una cuadrilla de trabajadores del muelle; le daba vueltas en la cabeza a si recibirían salarios suficientes para llevar una vida holgada, y también sus familias; y si tendrían o no familias, lo que trataba de deducir por su aspecto. En medio de tales reflexiones insignificantes la luz del día fue menguando. Y entre tanto el deseo dominante en los pensamientos de Philip no era otro que entrevistarse con el abogado Covert. Con qué propósito, ni él mismo lo tenía claro en modo alguno.

II

Por fin se hizo de noche. Sin embargo, el joven todavía no dirigió sus pasos hacia su casa. Se sentía más sosegado, en todo caso, y entró en un restaurante y pidió algo para cenar que, cuando se lo trajeron, apenas probó y reanudó de nuevo su paseo. Sentía por dentro, empero, una especie de corrosiva sed y, al pasar junto a un hotel, pensó que un vasito de alcohol sería, quizás, justo lo que necesitaba. Bebió, pero no un vaso sino tres o cuatro, que fueron demasiado para él, pues habitualmente era abstemio.

El día y la tarde habían sido calurosos, y cuando Philip, en un periodo avanzado de la noche, salió del bar a la calle, comprobó que acababa de estallar una tormenta. Siguió andando resueltamente, sin embargo, a pesar de que a cada paso que daba el viento soplaba con más fuerza.

Llovía ya torrencialmente; todas las tiendas estaban cerradas; pocas farolas estaban encendidas; y a excepción de los frecuentes relámpagos, había apenas señales que le indicaran el camino. Hacia la mitad de Chatham Street, que quedaba en la dirección que tenía que tomar, la furia momentánea de la tempestad le obligó a desviarse y meterse en una especie de refugio formado por las esquinas de la oscura entrada a la casa de empeños de un judío. Apenas había entrado hasta donde le fue posible cuando un relámpago le reveló que la esquina de enfrente de su escondrijo estaba también ocupada.

—Qué lluvia más desapacible —dijo el otro ocupante, que a la vez vio a Philip.

La voz sonó en los oídos del joven como un aviso que casi le devolvió la sensatez. Era sin duda alguna la voz de Adam Covert. Dio una respuesta tópica, y esperó que un relámpago le mostrara el rostro del desconocido. Cuando se produjo vio que su acompañante era, en efecto, su tutor.

Philip Marsh había bebido muchísimo (permítanos en lo posible que nos defendamos, severo moralista). Su mente era un hervidero de ideas, que no podía ahuyentar, de todas las injurias que su hermana le había contado, y de las desagradables palabras con las que Covert la había reprendido; reprobaba también las ofensas que Esther lo mismo que él habían recibido, y que probablemente iban a seguir recibiendo, a manos de aquel hombre osado y perverso —tan ruin, egoísta y sin escrúpulos era su carácter—, cómo se había aprovechado de manera vil y cruel de mucha gente pobre que se había visto envuelta en su poder, y de cuántos perjuicios y sufrimientos había sido responsable y podría seguir siéndolo en años venideros. El mismo caos de los elementos, el fragor estridente del trueno, el azote vindicativo de la lluvia y el intenso fulgor del incontrolado fluido que parecía desenfrenarse en la ferocidad de la tormenta que le rodeaba, provocaron un extraño furor compasivo en la mente del joven. El mismo cielo (tan perturbadas eran sus figuraciones) parecía haber proporcionado un escenario y un tiempo apropiados para efectuar un merecido castigo, que a su trastornado arrebato casi le daba la apariencia de una justicia divina. No tuvo presente la fácil explicación de que Covert se hubiera demorado más tarde de lo habitual apremiado por sus negocios; sino que imaginó que estaba allí con algún misterioso propósito de ordenamiento, y que los dos se encontrarían a aquella hora tan intempestiva. Todo ese torbellino de influjos le invadió a Philip con...



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