E-Book, Spanisch, Band 144, 100 Seiten
Reihe: Narrativa
Medina Mozart ensayando su requiem
1. Auflage 2010
ISBN: 978-84-9953-352-0
Verlag: Linkgua
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)
E-Book, Spanisch, Band 144, 100 Seiten
Reihe: Narrativa
ISBN: 978-84-9953-352-0
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Tristán de Jesús Medina hizo su formación académica en La Habana y en Filadelfia. Estudió latín y griego. En El Redactor dio a conocer su novela Una lágrima y una gota de rocío. En 1852 comenzó a publicar en El Orden su novela Un joven alemán. Y en 1854 editó los cuadernos No me olvides, redactados casi enteramente por él, donde publicó los primeros capítulos de su novela El Doctor In-Fausto y algunas poesías. Colaboró en Diario de La Habana, la Revista de La Habana y La verdad Católica. La Real Academia Española le encomendó la Oración fúnebre de Cervantes en 1861.
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I. Eutanasia
Las realidades de esta vida me afectan hoy como si no fueran más que visiones lejanas, vaguedades, penumbras. En cambio la región de los sueños, de las apariciones increíbles y de los pensamientos que engendra el caos luminoso del ideal, han venido a ser, no sólo mi centro, no digo ya mi pan de cada día, sino mi amor también, mi último amor y mi existencia única.
Allan Poe. Berenice
El día comenzaba su vida vespertina desde que los relojes y los cuadrantes, esta vez acordes y al mismo compás, marcaron con sombra más oscura y apagados sonidos la hora de las doce.
El grandioso luminar se preparaba a morir al unísono con un alma hermana y a la manera del cenobita, columbrando los horizontes que están detrás de los nuestros, resucitando antiguas promesas infalibles, consolando a los que velan, estudian, admiran, interrogan y lloran durante la dilatada agonía.
La luz dejó de vivir en rayos, ofreciendo más bien en uno y otro punto de la antiquísima y fastuosa ciudad germánica, flores de luz dentro del ramaje de los árboles, lágrimas de luz en los surtidores de las fuentes, abrazos y besos de luz en las vidrieras de los balcones.
Un silencio profundo, solemne, reinaba en todos los ámbitos de la población, hasta en los barrios del trabajo más ruidoso. La luz, únicamente la luz, siempre silenciosa hasta en sus triunfos más soberbios y en sus misericordias más celestes, era la que parecía vivir como soberana absoluta con la soberanía de la muerte, en aquella atmósfera de paz estática.
Una noticia dolorosa quebrantaba todos los corazones. Apenas comenzó a circular, el martillo del obrero cayó del brazo que le daba vida, al pie del yunque que había atormentado toda la mañana.
Trescientos hombres, ocupados en la construcción de un templo de vastísimas dimensiones, que ofrecieron por muchos meses, un golpe de vista admirable a los que contemplaban desde los balcones circunvecinos el vaivén de unos y otros, el ascenso y descenso de moles de piedra por entre los complicados andamios, el entusiasta rumor del trabajo, el consorcio del querer del hombre con las leyes severas de la naturaleza, para construir algo más grande y digno de la perpetuidad que la montaña, quedaron instantáneamente suspensos y tristes al enterarse de la nueva inesperada. Parecían entonces marineros sobre las vergas en silenciosa actitud, como cuando la nave rinde sus homenajes a la majestad de un príncipe, o solemniza momentos memorables de la historia. La gigantesca fábrica pareció herida de muerte, como si el genio que la dirigía, Amphyon u Orfeo, hubiera suspendido las armonías contagiosas de su lira.
Ningún sol de la mañana envió a la corona de hielo de la Jungfrau, resplandores más risueños que los que encendía aquella tarde en el interior de un aposento en donde el terror y el frío de la muerte principiaban a dominar. Nunca tuvo el astro de vida coqueterías de luz como las que jugueteaban con los encajes de las almohadas, y los trasparentes pabellones del lecho; ni caricias tan angélicas como las que hacía brillar, ya en los ojos, ya en los labios ardientes todavía, ya en el marfil de las manos del joven moribundo.
El moribundo, ¿quién era? El que creó la música de las grandes emociones en el quinteto incomparable de La flauta mágica; el que hace llegar a nuestros oídos, con su divino Réquiem, algunos lamentos penetrantes del reino impenetrable de la muerte; el que llamó resurrección estética el Don Juan de Tirso de Molina. El moribundo era el inmortal Juan Wolfgang Mozart, cuyo solo nombre evoca un Aranjuez del alma, un mundo nuevo americano de impresiones sumergidas en el océano del olvido, un santuario de recuerdos deleitosos, de sueños e ilusiones inefables.
Wolfgang, cuya belleza distinta se componía siempre de la mirada a la vez intensa y vagarosa de los niños curiosos, y de la palidez diáfana de la joven en la primera hora de la pasión, y de las líneas ideales de un mármol griego, parecía en sus últimas horas más infante, más gracioso que nunca, y más apasionado, así en sus palabras como en el interés con que se ocupaba de mil cosas diferentes; y también más lleno de aquella vida escultural perfecta.
Jamás llegó a creer que se estaba muriendo.
El sacerdote, íntimo amigo que le visitaba con frecuencia, salió el día anterior de aquel cuarto, diciendo:
—Ni creyó jamás, ni creerá nunca en la muerte. Sicut vita, finis ita.
Constanza Weber, la esposa idolatrada, era la que parecía destinada a la muerte en aquella hora y en aquel aposento. Bella y resignada como siempre en medio de su dolor, el dolor por premio realzaba en toda su persona aquellos atractivos que la habían hecho desde la adolescencia recuerdo vivo de Leonor de Este, el ídolo del Tasso. Entonces era con toda verdad la misma alma elevada y soñadora, la misma dulzura seria y venerable, la misma penetrante melancolía, el mismo fuego ardiente disimulado con el más angélico pudor. Pero sus esfuerzos para alentar aquella vida, debían matarla de un momento a otro, como temieron los que mejor la conocían. Hubo un instante en que alguno entró a llamarla, creyéndola muerta ya en el ancho sillón a la cabecera del enfermo.
No había muerto, pero sin morir era el mármol esculpido del amor paciente, o de la efigie en que el alma devota clava su fe para fijarla más, crucifica su esperanza para creer en su resurrección.
Otro personaje había en la estancia, otra alma que interesaba al enfermo, a la enfermera y a los amigos que se asomaban de tiempo en tiempo a la puerta para interrogar con una mirada.
No era un Cristo en el huerto, efigie de las más expresivas, obra maestra de Montañés; ni una Dolorosa de Alberto Durero colocada convenientemente para que el enfermo pudiese contemplarla sin incorporarse. No era tampoco la gran ventana en ojiva superada por dos pequeños rosetones, belleza arcaica, primor histórico, regalo de Clemente XIV, la cual transparentaba todo el lado de la habitación dando al jardín. Sus vidrieras de colores, de extraordinario mérito, golpeadas tenuemente por algunas ramas con golpes de llamadas dadas por manos amigas, ofrecían encanto a los ojos y motivos para largas meditaciones sobre los secretos del pasado. Pero el alma amiga que decimos era un gran ramillete de flores escogidas en el mismo jardín de la casa, y colocada sobre un velador, en un vaso de porcelana, rodeado de copas y redomitas de caprichosas formas, que perdían, en contacto con las flores, su aspecto de frascos de medicina, y aparentaban adornos de perfumería. Abundaban en el vistoso ramo las rosas de Castilla, las margaritas, los lirios-flambas, las campánulas y los nomeolvides que coronaban las orillas de los ríos alemanes.
El velador estaba delante de la otra puerta, fronteriza a la del salón principal que daba paso a las habitaciones interiores. De momento en momento, por espacio de media hora, estuvo abriéndose sin el menor ruido, una hoja de aquella puerta, por donde se introducía cautelosamente una mano trémula para desprender dos o tres flores del ramillete y desaparecer, dejando libre el paso a otra y otras manos que se sucedían sin interrupción. Así fue como infinidad de amigos y admiradores del maestro, que no podían penetrar en la cámara, dieron el estrechón de manos del adiós, al que iba a abandonarlos, quedándose con algo que se moría como él, exhalando aromas de regalada vida.
Mozart duerme ahora. Constanza se ha quedado también un poco embelesada en el sillón. Respetemos este minuto de reposo que el dolor les concede. Pasemos al salón del piano.
Allí conversan, en voz baja, varios amigos procurándose esperanzas, disimulando mal sus temores, discutiendo el parecer de los médicos y confiando hasta en un cambio de dirección del aire.
Entre otros amigos algunos había de los que no saben serlo sino el primer día y el último de la amistad. Excelentes para solicitar la primera presentación y hacer casi un juramento, cumplido este deseo; fieles luego en acudir para el adiós inesperado, se muestran inútiles y olvidadizos todo el tiempo que media entre estas dos novedades. Estas almas volcánicas viven de explosiones.
Su amor se asemeja al arco iris, cuyos colores se avivan en sus dos extremos: en el fondo del horizonte en que nace y en el otro en que muere, y todo lo demás de la comba, atraviesa el espacio azul con tintes desvanecidos.
No pertenecía de ningún modo a este número el español Crisolara, primer socio de una casa de banca en Praga, que llevaba diez o doce años de creciente fortuna. La familia del banquero vivía en la casa inmediata a la de Mozart, y ambos hogares se comunicaban por el jardín. Las dos familias se habían hermanado perfectamente.
Emma, la hija menor de Crisolara, fue la última discípula del autor de Don Juan. Hallábase también allí, en un rincón oscuro del salón, cerca del piano, procurando esquivarse a todas las miradas y cubriéndose de continuo el rostro con un papel de música que se le caía de la mano cuando la aflicción la distraía de su reserva pudorosa. Tendría unos doce años, y era de una belleza de aparición tan singular, que ni su esquivez, ni la preocupación que dominaba a las más, eran parte a que dejaran de buscarla con la vista cuando con más interés se hablaba del estado del enfermo. Su traje, además, era suficiente a llamar la atención de todos, era el mismo que había llevado por la mañana a la iglesia para celebrar su primera comunión, después de cuya solemnidad corrió ella a casa de su maestro de canto y de piano, sin detenerse antes en la suya ni para quitarse la guirnalda simbólica de rocas...




