E-Book, Spanisch, 360 Seiten
Monroe Atrapar a un billonario
1. Auflage 2022
ISBN: 978-84-19301-23-9
Verlag: Ediciones Pàmies
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark
E-Book, Spanisch, 360 Seiten
ISBN: 978-84-19301-23-9
Verlag: Ediciones Pàmies
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark
Hace unos años, dos autoras románticas se juntaron bajo el seudónimo de Max Monroe, y, bueno, el resto es historia... Max Monroe (o Max y Monroe), autoras superventas de The New York Times y de USA Today, son responsables de más de una treintena de novelas románticas contemporáneas. Compañeras de escritura y amigas de siempre, se las ingenian por vivir y describir toda experiencia divertida y apasionante que no suelen encontrar en su muro de Facebook. Sarcásticas por naturaleza, sus almas escritoras sienten que han encontrado a su otra mitad. Y escribir juntas es su aventura favorita. Atrapar a un billonario es la segunda novela de Max Monroe en Phoebe después del éxito de El billonario en 2021.
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2
Thatch
Habían sido los cuarenta años de matrimonio de mis padres y los treinta y cinco años de mi propia historia vital los que me habían llevado allí, de vuelta a mi pueblo natal, Frogsneck, Nueva York. Mis padres eran la viva imagen de todo lo que quería encontrar de compromiso en un matrimonio, y celebrar tantos años de su amor mutuo esa noche había sido una experiencia muy especial. Eran las mejores personas del mundo: cariñosos, leales e increíblemente sinceros.
Pero odiaba estar de regreso en el lugar donde había nacido porque nunca habían desaparecido las miradas que la gente nos lanzaba a mis padres y a mí, ni siquiera después de tantos años.
Era la máxima percepción de que «Uno es lo que uno hace». Por desgracia, lo que la gente pensaba que habías hecho, a veces, carecía de base real.
No debí haber ido al bar del pueblo después de la fiesta. Debí haber recordado el pasado y haber brindado por el futuro en la intimidad de la casa de mis padres, pero no lo hice.
Por eso, cuando la puerta se abrió para dejar a la vista a uno de mis recuerdos más negativos del instituto, tuve que enfrentarme a las consecuencias.
—Oye, Ryan, ¿has visto quién está aquí? —le preguntó Johnny Townsend a su amigo, Ryan Fondlan.
Había pasado tantos años de mi juventud despreciando a Johnny que incluso el sonido de su voz hacía que me hirviera la sangre en las venas. Esa era, probablemente, la razón de que no pudiera llevarme bien con John, el del equipo de rugby. Me refería al equipo en el que jugábamos Kline, Wes y yo durante la semana, que se llamaba Bad por culpa de ese ridículo apodo que nos habían puesto, los Bad Boys Millonarios. El equipo estaba patrocinado por el restaurante de Wes, Bad —sí, él también se aprovechaba de ese nombre estúpido—. Era un nombre horrible para un restaurante, pero os aseguro que Wes obtenía grandes beneficios de él. Aunque también era posible que ayudara que fuera dueño de un equipo de la nfl y que el restaurante tuviera como clientes a multitud de deportistas profesionales.
John formaba parte del equipo, el de rugby, y no podía negar que pasábamos mucho tiempo lanzándonos pullas el uno al otro. Joder. Quizá debía intentar no ser tan gilipollas en el próximo entrenamiento.
—Johnny… —Ryan intentó mediar, pero fue inútil.
Ryan siempre había sido el compinche bienintencionado de los modales insensibles de Johnny, y me dolía muchísimo verlos cantando la misma melodía después de tantos años. Una cosa era que los chicos se comportaran como chicos y otra muy distinta que los hombres actuaran como tales.
—Casi no puedo creer lo que ven mis ojos. ¿Un pez gordo como Thatcher Kelly en el Sticky Pickle? Qué raro… —dijo Johnny, tratando de picarme para que me levantara. Se había pasado toda la vida provocándome, desde que yo era un alumno de primero con sobrepeso tratando de sobrevivir al instituto. Aunque nunca me había sentido inseguro de mí mismo, él había intentado que así fuera por todos los medios. Las tornas habían cambiado dos años, treinta centímetros y veinticinco kilos de músculo después.
—Tranquilo, John —sugirió Ryan—. Siéntate y toma algo —le dijo antes de volverse hacia mí—. Hola, Thatch. —Ryan me saludó con una mueca mientras se sentaba en el taburete contiguo al mío, lo que hizo que se interpusiera entre Johnny y yo; un movimiento inteligente, sin duda. Sin embargo, eso no impidió que Johnny me mirara mientras Ryan hablaba—. ¿Cómo te van las cosas?
—Bastante bien —dije a Ryan con sinceridad, pero de forma breve para intentar que la interacción fuera lo menos amistosa posible. Le di un trago a mi cerveza. Si hubiera podido, no habría elegido la marca Coors, pero esa noche bajaba sin problemas.
—Hace tiempo que no vienes por aquí —continuó.
—Sí.
—¿Y cómo lo llevas?—preguntó.
—¿Cómo lo va a llevar? Bien, joder —se burló Johnny—. Se cree demasiado bueno para lugares como este.
Tensé la mandíbula, pero hice todo lo posible para ignorar a Johnny y me concentré en la conversación con Ryan.
—Todo va bien. Veo a quien quiero de forma regular. Mis padres vienen a visitarme y Frankie vive en la ciudad. —Me encogí de hombros.
—Frankie… —canturreó Johnny, burlándose en voz baja, y yo empecé a irritarme de verdad por primera vez en la noche.
—Cuidadito, ¿eh? —advertí, bajándome del taburete. El sonido al arrastrarlo por el suelo de madera atrajo la atención de varios clientes cercanos.
Ryan se interpuso de inmediato entre nosotros.
—Tiene una mala noche, Thatch. Se ha divorciado hace poco y su mujer ha conseguido hoy la custodia —susurró.
Me obligué a contenerme y me senté de nuevo antes de hacerle una señal al camarero para que me trajera la cuenta. Salir a tomar una copa relajada se había convertido en una tarea muy estresante.
—¿Y qué tal le va a Frankie? —preguntó Johnny, sin inmutarse. Hice todo lo posible para interiorizar la información de Ryan e ignorarlo; a ver si el camarero se daba prisa. Cuanto más rápido me fuera de allí, mejor.
—Cállate de una puta vez, tío —le aconsejó Ryan, interponiéndose entre nosotros. Nunca había sido de los que ponía la otra mejilla, pero, además, estaba cachas. Con mi metro noventa de altura y mis cien kilos de peso casi los doblaba en tamaño.
—Él tampoco viene por aquí —continuó Johnny—. Pero supongo que yo tampoco volvería si fuera él. Es un puto cerdo de mierda que se revuelve en su propia mierda, aferrado a los faldones del tipo que mató a su hermana solo para mantener su negocio a flote.
Johnny se levantó del taburete mientras a mí me hervía la sangre y pasó junto a Ryan para pararse frente a mí con una sonrisa babosa.
Su voz zalamera se convirtió en un susurro para clavarse en mí como un cuchillo.
—Dime, Thatch: ¿qué siente uno al librarse de una acusación de asesinato?
Vi cómo una gota de sangre manaba de la herida que me había hecho en el nudillo y caía al suelo de cemento. Por fin había noqueado al viejo Johnny con un golpe seco, pero allí estaba, en los fríos confines de hormigón de una celda de tres metros por dos.
A los ojos de la ley, ese único golpe no habría supuesto un gran problema, pero la pelea de bar que se produjo entre todos los demás clientes sí lo había sido. Me daba la impresión de que, en un viejo y tranquilo pueblo como ese, se buscaban oportunidades para divertirse en cualquier lugar, incluso en una improbable e infundada pelea de bar.
—¡Kelly! —gritó el sheriff Miller, arrancando mi mirada ensimismada del suelo—. ¡Dispones de una llamada telefónica!
Asentí con un cortés «Sí, señor» y me levanté para salir de la celda. El sheriff Miller me observó mientras uno de sus jóvenes ayudantes abría la puerta corredera. Sus ojos mostraban desprecio y, francamente, no podía culparlo. Le había causado problemas más que suficientes en los años anteriores a mi salida de Frogsneck y, después de media década, la primera noche que volvía pisar la población, volvía a montar líos.
Aun así, respetaba a mis padres, algo que no podía decirse de muchos de los mezquinos habitantes del pueblo, así que hice lo posible por apelar a ese sentimiento.
—Lo lamento, sheriff.
—Claro, claro —dijo entre risas—. Seguro que sí. Imagino que los trajes de marca no son un atuendo cómodo para la estancia en la cárcel.
Ignoré sus palabras y mantuve la calma. Fue el primero en apartar la mirada, lo que me hizo ganar, quizá, un parpadeo de respeto a regañadientes.
—No, señor. Lamento estar aquí y tenerlo ocupado en medio de la noche. No importa lo que dijeran, con treinta y cinco años cumplidos debería haber sido capaz de mantener la calma. Por eso me disculpo.
—Margo es un recuerdo muy doloroso, imagino —murmuró, demostrando que conocía las verdaderas razones que había detrás de mi ataque, a pesar de que no hubiera sido testigo. Eso era lo que lo convertía en un buen sheriff.
Mi novia del instituto, Margaret —Margo para casi todo el mundo—, había muerto durante un fin de semana que pasamos juntos. Yo había sido el único que había estado con ella cuando había ocurrido el horrible hecho. Un tema que ya tenía superado. No su muerte ni lo que había presenciado, sino los aspectos en los que había cambiado mi vida. No la tenía presente en todo lo que hacía y, sin duda, no me pasaba el tiempo preocupándome por algo de lo que no era responsable, pero, al parecer, algunas gentes de mente estrecha tenían mucho más tiempo libre que yo.
Sin embargo, haber sido acusado de algo tan terrible no se terminaba de asimilar nunca, y aún no había descubierto exactamente cómo evitar que me hiciera perder el control. Por eso solía mantenerme alejado.
No me gustaba nada que mi primer viaje de regreso al pueblo desde hacía años hubiera terminado de forma tan predecible.
—Sí, señor —respondí con sinceridad.
—Haz la llamada —ordenó, señalando el teléfono de pago.
Joder. Sin duda la tecnología no me estaba ayudando. No me sabía de memoria el número de nadie, salvo el de mis padres. Bueno, sabía uno. Me reí para mis adentros al recordar la razón por la que lo sabía.
—Los cuatro últimos dígitos...