E-Book, Spanisch, Band 413, 452 Seiten
Reihe: Libros del Tiempo
Munthe Historia de San Michele
1. Auflage 2022
ISBN: 978-84-19419-52-1
Verlag: Siruela
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)
E-Book, Spanisch, Band 413, 452 Seiten
Reihe: Libros del Tiempo
ISBN: 978-84-19419-52-1
Verlag: Siruela
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)
Uno de los grandes libros de memorias europeos del siglo XX. Una nueva traducción de un clásico moderno del humanismo. San Michele es el nombre que el médico sueco Axel Munthe dio a la villa que compró en Capri en 1887. Construida en el punto más alto de la isla -en el lugar que antes ocupara la residencia del emperador romano Tiberio-, Munthe pasaría allí el resto de sus días, convirtiéndola poco a poco en un refugio de belleza para su singular personalidad: un verdadero prodigio arquitectónico, un mundo de pérgolas y jardines, de perros, monos y lechuzas, de esculturas, sarcófagos, mosaicos y columnas por el que desfilarían todas las grandes personalidades de la época, desde Henry James o Stefan Zweig hasta Greta Garbo o la princesa Victoria de Saboya. Memorias desprejuiciadas de un brillante médico humanista; evocadora semblanza del Mediterráneo de un apasionado de su arte, su historia y sus gentes; elegante libro de viajes de un aristócrata diletante y flâneur; alegato filantrópico y pacifista de un hombre entregado a los padecimientos de todos los seres vivos... Historia de San Michele es una obra única y magistral, un clásico contemporáneo convertido por derecho propio en uno de los grandes libros de memorias europeos del siglo XX. «Unas memorias europeas comparables a las de Stefan Zweig, la obra de un doctor que nunca se rendía, y porque amaba la vida, supo disfrutarla como nadie y se volcó como pocos en combatir a la muerte». Sergio Vila-Sanjuán, La Vanguardia «Nadie busque en Historia de San Michele esa visión ingenua y nominalista de la memoria. Hay en la obra una valiosa representación de la vida europea en los años finales del siglo XIX y comienzos del XX». Mauricio Wiesenthal «A lo largo de diez años Munthe escribió Historia de San Michele, del que se vendieron más de treinta millones de ejemplares y que se tradujo a cuarenta idiomas, llegando a alcanzar tanta popularidad como Lo que el viento se llevó o Doctor Zhivago».María Belmonte «Su vocación de médico le obligó a vivir siempre junto a la muerte. Pero amó con todo su corazón la vida».Mauricio Wiesenthal Proyecto financiado por la Dirección General del Libro y Fomento de la Lectura, Ministerio de Cultura y Deporte. Proyecto financiado por la Unión Europea-Next Generation EU
Axel Munthe (Oskarshamn, Suecia,1857-Estocolmo, 1949) fue, con veintitrés años, el doctor en Medicina más joven de Europa, aunque debe su fama internacional a la publicación en 1929 de Historia de San Michele, traducido a más de cuarenta idiomas y del que se vendieron millones de ejemplares.
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Prefacio especial
a la edición norteamericana Los críticos de este libro parecen haber encontrado importantes dificultades a la hora de clasificar la Historia de San Michele, y no me extraña. Algunos lo han etiquetado como autobiografía, otros lo han descrito como «las memorias de un doctor». Personalmente, no creo que sea ni lo uno ni lo otro. Estoy seguro de que no habría necesitado quinientas páginas para contar la historia de mi vida, ni siquiera obviando sus episodios más tristes y reseñables. Solo puedo decir que nunca tuve intención de escribir sobre mí. Al contrario, mi principal preocupación en todo momento era desprenderme de esa imprecisa personalidad. Si a pesar de todo esta obra ha resultado ser una autobiografía, algo que empiezo a creer a juzgar por sus ventas, el modo más sencillo de escribir un libro acerca de uno mismo es intentar pensar en otra persona a toda costa. Lo único que un escritor ha de hacer es sentarse a solas muy quieto en una silla y contemplar su vida con los ojos cerrados. O mejor aún, tumbarse sobre la hierba y no pensar en nada, tan solo escuchar. Pronto el aullido del mundo va desapareciendo y bosques y campos empiezan a cantar con sus claras voces de aves, y los afables animales se acercan a contarle a uno sus alegrías y sus penas con sonidos y palabras inteligibles. Y cuando todo esté en silencio incluso las cosas inertes susurrarán en sueños. Catalogar este libro como «las memorias de un doctor», cosa que han hecho algunos críticos, me parece incluso menos apropiado. Su escandalosa simplicidad, su bochornosa franqueza, su misma lucidez encajan difícilmente con tan pomposo subtítulo. Sin duda un hombre de medicina, como cualquier otro ser humano, tiene derecho a reírse de sí mismo de vez en cuando para animarse, e incluso de sus colegas si está dispuesto a asumir el riesgo. Sin embargo, nada justifica que se ría de sus pacientes. Llorar con ellos es aún peor, pues no hay cosa peor que ver gimotear a un médico. Además, cualquier galeno entrado en años debería pensarlo dos veces antes de sentarse en su butaca a escribir unas memorias. Es mejor que reserve para sí mismo todo lo que ha visto sobre la vida y la muerte. Mejor que no escriba nada en absoluto y deje a los muertos en paz y a los vivos que sigan gozando de sus ilusiones. Alguien ha dicho que la Historia de San Michele era una historia de la muerte. Quizá lo sea, pues raras veces no pienso en la parca. «Non nasce in me pensier che non vi sia dentro scolpita la morte», escribió Miguel Ángel a Vasari. He luchado mucho tiempo contra mi lúgubre compañera y la he visto asesinar uno por uno a todos los que he intentado salvar. En algunos de ellos he pensado al escribir este libro. Algunos a los que vi vivir, sufrir y exhalar su último aliento. Eso fue todo lo que pude hacer por ellos. Todos eran gente humilde. No hay cruces de mármol sobre sus tumbas y muchos ya habían sido olvidados largo tiempo antes de morir. Ahora están bien. La anciana María Porta-Lettere, que durante treinta años subió descalza los setecientos setenta y siete escalones fenicios con mis cartas, ahora reparte el correo en el cielo, donde mi querido y viejo Pacciale estará sentado fumando pacíficamente su pipa y contemplando el mar infinito igual que solía hacer desde la pérgola de San Michele. También mi amigo Arcangelo Fusco, el barrendero del barrio de Montparnasse, estará barriendo polvo de estrellas de aquellos suelos dorados. Por el majestuoso peristilo de columnas de color lapislázuli se pavonea enérgicamente el menudo señor Alphonse, decano de las Hermanitas de la Caridad, con su flamante levita de millonario de Pittsburgh, y saluda de forma solemne con su querido sombrero de copa a todo santo que se encuentra, igual que solía hacer con mis amigos cuando paseaba en mi coche por vía del Corso. John, el chiquillo de ojos azules que nunca sonreía, está jugando ahora entusiasmado con otras decenas de niños felices que tienen cuanto necesitan en la vieja guardería del Bambino. Por fin ha aprendido a sonreír. La habitación está llena de flores, pájaros cantores entran y salen revoloteando por las ventanas abiertas, de cuando en cuando la Virgen se asoma para asegurarse de que a los niños no les falta de nada. La madre de John, que tan tiernamente lo atendía en la avenida Villiers, aún sigue aquí abajo. La vi no hace mucho. La pobre Flopette, la prostituta, parece ahora diez años más joven que cuando la encontré aquella noche en el café del bulevar; muy pulcra y aseada con su vestido blanco, es ahora la segunda doncella de María Magdalena. En un humilde rincón de los Campos Elíseos está el cementerio de perros. Muchos de mis viejos amigos están allí, sus cuerpos yacen donde los enterré; otros reposan bajo los cipreses junto a la vieja Torre, pero sus fieles corazones han sido trasladados allá arriba. El dulce san Rocco, santo patrón de los perros, es el guardián del cementerio, y la anciana y bondadosa señora Hall lo visita con frecuencia. Incluso ese granuja de Billy, el babuino borracho que prendió fuego al ataúd del canónigo don Giacinto, ha sido admitido y ocupa un hoyo en la última hilera de tumbas del cementerio de monos no muy lejos de allí, bajo el atento escrutinio de san Pedro, que enseguida percibió el olor a güisqui y al principio lo confundió con un ser humano. El mismo don Giacinto, el cura más rico de Capri que nunca había dado ni un céntimo a los pobres, sigue asándose en su ataúd; y el viejo carnicero de Anacapri, que cegaba a las codornices con agujas al rojo, ha perdido los suyos a manos del mismo diablo en un arrebato de envidia profesional. Un crítico parece haber descubierto que «hay material suficiente en Historia de San Michele para proporcionar tramas de por vida a escritores de historias fantásticas». Los invito a utilizarlo si lo desean, pues a mí ya no me sirve de nada. Después de haber dedicado todos los esfuerzos literarios de una vida a extender recetas, no creo que vaya a probar suerte a estas alturas con el relato fantástico. ¡De haberlo pensado antes, no estaría ahora donde estoy! No me cabe duda de que ha de ser un trabajo mucho más agradable sentarse en un confortable sillón a escribir relatos de esa naturaleza que arrastrarse por la vida recopilando materiales para poder hacerlo, describir la muerte y la enfermedad antes que enfrentarse a ellas, o idear siniestras tramas en lugar de verse sorprendido por ellas. Me pregunto por qué estos profesionales no buscan su propio material. Pocos lo hacen. Los escritores de novelas que insisten en llevar a sus lectores a los arrabales de cualquier ciudad raras veces los frecuentan en persona. No es fácil convencer a estos auténticos especialistas en muerte y enfermedad para que te acompañen al hospital donde acaban de liquidar a su heroína. Poetas y filósofos, que con sonoros versos y prosas saludan a la muerte como la gran libertadora, a menudo palidecen ante la mera mención de tan buena amiga. Es una historia tan vieja como la humanidad. Leopardi, el poeta más grande de la Italia moderna, que anhelaba la muerte en exquisitas rimas desde que era un muchacho, fue el primero en huir aterrado cuando Nápoles fue golpeada por la epidemia de cólera. Incluso el gran Montaigne, cuyas sobrias meditaciones sobre la muerte lo hicieron inmortal, salió pitando como un conejo asustado en cuanto la peste llegó a Burdeos. El viejo y huraño Schopenhauer, el filósofo más importante de la modernidad, que había convertido la negación de la vida en base de todas sus enseñanzas, solía poner fin tajantemente a cualquier conversación sobre la muerte. Las más sangrientas novelas bélicas fueron escritas, si no me equivoco, por pacíficos ciudadanos bien lejos de la trayectoria de los cañones de largo alcance alemanes. Autores que se deleitan arrastrando a sus lectores a toda clase de orgías sexuales, en la vida real suelen ser actores indiferentes en esa clase de escenas. Personalmente solo conozco una excepción a esa norma, Guy de Maupassant, y le vi morir por ello. Soy consciente de que algunos capítulos de este libro se desarrollan en la difusa frontera entre lo real y lo inverosímil, esa peligrosa tierra de nadie entre el hecho y la fantasía que muchos escritores de memorias suelen temer y donde el mismísimo Goethe llegó a perder los papeles en su Dichtung und Wahrheit 5. Yo he hecho todo lo posible, utilizando algunos trucos técnicos bien conocidos, para hacer pasar al menos algunos de estos episodios por «relatos fantásticos». Después de todo es una simple cuestión de forma. Será un gran alivio para mí saber que lo he conseguido, pues si a algo aspiro es a que no me crean. Ya es bastante duro y triste de todas formas. Y solo Dios sabe de cuántas cosas tendré que responder. En cualquier caso, debería tomármelo como un elogio, pues el mejor escritor de historias fantásticas que conozco es la vida. Pero ¿la vida es siempre veraz? La vida es como siempre ha sido, imperturbable ante cualquier suceso, indiferente a las penas y alegrías de los hombres, muda e impenetrable como la esfinge. No obstante, el escenario donde se representa la sempiterna tragedia de la existencia cambia constantemente para evitar la monotonía. El mundo en el que vivíamos ayer no es el mismo de hoy, avanza de forma inexorable a través del infinito hacia su perdición, igual que nosotros. Ningún hombre se baña dos veces en el mismo río, dijo Heráclito. Algunos nos arrastramos de rodillas, algunos cabalgan a lomos de un caballo o van en automóvil, otros vuelan en aeroplano sobre las palomas mensajeras. Pero no hay prisa, pues sin duda todos llegaremos tarde o temprano al final del...