O'Dell | Ángeles en llamas | E-Book | www.sack.de
E-Book

E-Book, Spanisch, Band 380, 272 Seiten

Reihe: Nuevos Tiempos

O'Dell Ángeles en llamas


1. Auflage 2017
ISBN: 978-84-17041-88-5
Verlag: Siruela
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)

E-Book, Spanisch, Band 380, 272 Seiten

Reihe: Nuevos Tiempos

ISBN: 978-84-17041-88-5
Verlag: Siruela
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)



«Ángeles en llamas está a la altura de lo que promete. Es un thriller tan bien armado que hasta el final, uno de los más impactantes que el lector pueda recordar, todo parece posible».  Library Journal A sus cincuenta años, la comisaria de policía Dove Carnahan haría cualquier cosa por proteger la pequeña población de Pensilvania donde ha pasado toda su vida. Aunque Dove es una figura muy querida y respetada por la comunidad, esconde tras su placa un carácter autodestructivo, alimentado por un secreto que guarda desde la adolescencia. Cuando el cadáver de una joven, perteneciente a uno de los clanes más conflictivos de la región,  aparece medio quemado en una zanja, la comisaria se enfrentará al peor crimen de su carrera, un asesinato que revelará además el inquietante paralelismo entre los traumas de dos familias: la de la chica muerta y la suya propia. En este intenso y feroz thriller psicológico, Tawni O'Dell nos ofrece una sobrecogedora historia sobre los abismos que se originan cuando presente y pasado colisionan con virulencia, al tiempo que reflexiona sobre esas misteriosas pulsiones que a menudo empujan a los hombres a cruzar la línea de sombra e, irreversiblemente, adentrarse de lleno en la oscuridad...

Tawni O'Dell (1964) nació y se crió en Indiana, en la región minera del oeste de Pensilvania. Se licenció en periodismo en la Northwestern University de Illinois y, tras pasar catorce años en la zona de Chicago, regresó a Pensilvania, donde vive con sus dos hijos. Es autora también de las novelas Coal Run (de próxima publicación en Ediciones Siruela), Sister Mine y Fragile Beasts.
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Capítulo 1

La última vez que lo tuve así de cerca, Rudy Mayfield estaba echado sobre el asiento de la camioneta de su padre, intentando manosearme unos pechos que acababan de madurar.

Cierro los ojos y, por un instante, lo que huelo es el deseo calenturiento y sudoroso de un adolescente, apenas disimulado por el jabón Dial, en lugar del hedor ahumado y dulzón a carne quemada, entremezclado con el acre del azufre que siempre está presente en este emponzoñado pueblo fantasma.

—¿Quién haría algo así? —pregunta Rudy por décima vez en lo que va de minuto.

Se ha convertido en su mantra, un cántico aletargador con el que poder hacer frente a algo tan inconcebible como lo que ha encontrado esta mañana en su caminata diaria por esta carretera abandonada.

Su perro Buck, un cruce de pastor, blanco y peludo, levanta la cabeza mientras sigue echado a sus pies y lo mira comprensivo.

—¿Estás totalmente seguro de que no has visto a nadie? —vuelvo a preguntar.

Los dos echamos un vistazo alrededor, vemos los caminos de acceso serpenteantes que llevan a los cimientos asolados de una docena de casas derribadas y los árboles, retorcidos y deshojados, que escarban una tierra que se cuece a fuego lento, para salir de ella, como si fueran las gigantescas manos de unos muertos vivientes. El óxido naranja y brillante que cubre el guardabarros de una bicicleta de niño volcada es la única nota de color en todo el desolado paisaje.

—De los que se quedaron en Campbell’s Run, mi abuelo es el único que sigue vivo. Si no vengo a verlo, por aquí no se acerca nadie. Ya lo sabes.

—Bueno, está claro que alguien vino —le hago notar—. Esa chica no llegó aquí sola y se prendió fuego.

La cara de Rudy se vuelve del mismo color gris que el descolorido asfalto que está pisando. Traga saliva y clava la mirada en su impactante barriga cervecera que tira de una vieja camiseta salpicada de manchas de diversos colores, como un enorme globo blanco con países pintados.

—Pasamos buenos ratos en el instituto —le digo en un tono tan desenfadado como puedo conseguir, dadas las circunstancias.

La distracción funciona y me sonríe con la boca un poco torcida, igual que hacía en educación sanitaria, cuando el profesor decía algo obvio o inútil, lo que, por otro lado, venía a ser lo habitual. Sigue teniendo esos preciosos ojos verdes a medio esconder entre la sombra que proyecta la visera de su gorra; los años no los han apagado.

—Sí —dice—. Nunca entendí por qué no salimos juntos. Me gustabas.

—Quizá deberías habérmelo dicho.

—Pensé que al hacerlo contigo en la camioneta de mi padre ya te decía bastante.

—Con eso solo me dijiste que te gustaba hacerlo en la camioneta de tu padre.

Aún recuerdo cómo se sorprendió cuando no lo paré. Seguramente pensaba que era mi primera vez, y debería haberlo sido. Acababa de cumplir los quince y era demasiado joven para andar liándome con gente, pero la intensa vida sexual de mi madre me había despertado la curiosidad desde muy temprano. Con mi hermana Neely había tenido el efecto contrario: ella tenía la sensación de saber todo lo que hacía falta saber sobre sexo, de tantas veces que no pudimos evitar oírlo y de las pocas veces que habíamos mirado a hurtadillas. Nunca pareció que tuviera el deseo de explorarlo por sí misma; yo, sin embargo, pensaba por error que mi madre lo hacía porque le gustaba, así que quería saber por qué revolcarse con hombres desnudos y jadeantes era tan fantástico que lo prefería a jugar con sus hijas o a darles de comer.

Oigo cómo se acerca un coche. Buck levanta la cabeza.

La carretera que atraviesa Campbell’s Run lleva toda la vida cerrada, y está tan llena de baches y le han crecido tantos hierbajos que es imposible verla de lejos. Habíamos dejado la puerta abierta para el forense, pero llegan antes un coche patrulla de la policía estatal y un vehículo de la secreta.

—He de volver al trabajo —le digo a Rudy mientras me agacho y le acaricio a Buck detrás de las orejas—. Pero no te vayas muy lejos. Puede que tengamos que hacerte más preguntas.

El cabo Nolan Greely viene caminando hacia mí. Parece uno de esos policías grandes, concienzudos y sin sentido del humor que hunden la moral de cualquier motorista que los ve aparecer por el retrovisor. En realidad, es inspector de la Brigada de Investigación Criminal y ya no lleva uniforme, pero tampoco le hace falta. Su corte rapado, de color hierro colado, y el ritmo lento, con toda la intención, de sus pasos dejan claro a todas luces que es un poli.

Se para justo delante de mí y me mira de arriba abajo con una expresión inmutable y los ojos ocultos tras unas gafas de espejo.

—¿Qué tal, comisaria? —me saluda—. ¿Has quedado a tomar el té con la reina?

Llevo una falda color azul lirio, un blazer y zapatos de salón, nuevos y de charol, de color gris topo, que me compré hace poco en Kohl’s, con un vale de descuento del treinta por ciento. Mi blusa es de un colorido estampado floral, en honor a este soleado día de verano.

—A estas horas debería estar en un desayuno de la Cámara de Comercio en la VFW 1.

Ni se inmuta. No sé decir si me admira, si le doy lástima o me envidia.

—Admito que me ha sorprendido que me llamaras tan pronto —me dice—. En su día, habríamos tenido que quitarte el caso a la fuerza.

—He decidido no malgastar tiempo ni energía luchando contra lo inevitable —contesto.

—¿Te refieres a mí en concreto o al cuerpo de Policía al completo? —pregunta.

Dibujo una pequeña sonrisa.

—A ti, Nolan —bromeo—. Si fueras un superhéroe, te llamarías el Inevitable, y tu superpoder sería presentarte siempre, incluso cuando no eres bienvenido o no haces falta para nada.

—Yo siempre hago falta —dice sin sonreír.

—Bueno, esta vez no tengo ningún reparo en pedirte ayuda —le explico—. Tengo un buen grupo de hombres bajo mi mando, pero no están preparados para vérselas con esto.

—¿Tan malo es?

—Lo peor que he visto nunca. Es una adolescente.

Me agacho y me quito los zapatos.

—No puedo volver hasta ahí con tacones —le explico—, no llevo nada cómodo que ponerme.

Como antes, no sé si Nolan me admira, si le doy lástima o me envidia.

Echamos a andar hacia el lugar. Nolan les hace señas a los dos agentes de la Científica que han venido con él. Se dirigen hacia el cadáver con sus uniformes de trabajo, unos pantalones de bolsillos y camisetas con la placa de la Estatal bordada sobre el pecho, las cámaras y el equipo para el registro de pruebas. Yo les hago señas a Colby Singer y Brock Blonski, los dos agentes que me han acompañado al lugar de los hechos. Tras hacer un primer examen al cuerpo, se marcharon dando tumbos para vomitar, aguardé a que volvieran y los envié a buscar manchas de sangre, huellas o cualquier otra prueba.

Blonski y Singer son novatos en el trabajo policial y en la vida en general. Tienen veintipocos y todavía no se han ido de casa, aunque hace poco Blonski dio el gran paso de mudarse a un apartamento sobre el garaje de su madre. Los contraté hace más o menos un año. El único cadáver que Singer había visto antes del de esta chica era el de su abuela, que iba vestida de domingo y yacía plácidamente en su ataúd con forro de raso blanco. Blonski fue el primero en llegar a un accidente mortal de tráfico hace unos meses. No fue agradable, pero nada que ver con esto.

—¿Habías estado aquí alguna vez? —le pregunto a Nolan.

—De niño una vez, por un reto. —Nos detenemos junto a una maraña de alambre de púas que hay en el suelo—. No puedes pasar por ahí descalza —me dice.

—Ya lo hice antes.

Sin decir nada más, me coge por la cintura y me pasa en volandas al otro lado de la alambrada.

—Ha sido humillante —comento cuando vuelvo a estar en tierra.

—Habría hecho lo mismo por un hombre —me asegura Nolan—, solo que no suelo encontrarme con ninguno que esté de servicio sin zapatos.

Paso por alto la indirecta. Llevo toda mi vida adulta en una profesión dominada por hombres. He sufrido cualquier tipo de aislamiento, sabotaje y acoso que el cromosoma Y tiene que ofrecer. En su mayor parte no es sincero, sino tan solo lo que se espera. Me reservo la repulsión para los verdaderos misóginos.

El incendio de la mina que destruyó la ciudad de Campbell’s Run comenzó varias millas bajo tierra hace más de cincuenta años, antes de manifestarse en la superficie diez años después; entonces, se abrió en un patio un socavón que liberó una nube de vapor con el hedor a huevos podridos del azufre. Resultó que el agujero tenía cien metros de profundidad y la temperatura del interior casi doblaba esa cifra. Poco después, el vacío engulló la jaula para conejos de una niña y, al poco, un bebedero para pájaros. Una mañana, encontraron el manillar de una Harley muy querida asomando de un tajo informe de tres metros que se había abierto en la entrada al garaje de su dueño.

Todos los habitantes de la ciudad fueron realojados, salvo unos pocos que se resistieron, como el abuelo de Rudy, que no quiso marcharse y se las ingenió para seguir viviendo aquí mientras, a su alrededor, echaban abajo las casas vacías de sus vecinos, cortaban las calles y plantaban letreros de aviso.

El único otro edificio que quedó en pie fue la iglesia de tablillas blancas. El gobierno no tuvo el valor de echarla...



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