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Osborne | Bangkok | E-Book | sack.de
E-Book

E-Book, Spanisch, 288 Seiten

Osborne Bangkok


1. Auflage 2018
ISBN: 978-84-17109-31-8
Verlag: Gatopardo ediciones
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark

E-Book, Spanisch, 288 Seiten

ISBN: 978-84-17109-31-8
Verlag: Gatopardo ediciones
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark



Los turistas viajan a Bangkok por muchas razones: una cita amorosa, una operación de cambio de sexo, una estancia en un hotel de lujo o simplemente por el hecho de desaparecer unos cuantos días. Lawrence Osborne viajó a Bangkok por la odontología barata. Una vez allí descubrió que podía vivir con unos pocos dólares al día. Y decidió quedarse. Osborne es un flâneur, se pasea por las calles de la ciudad, por los canales de la parte vieja, es un asiduo del restaurante No Hands, merodea por los barrios olvidados, los templos derruidos y los bares y clubs de alterne para mostrarnos un lugar vivo, febril, donde una antigua mezcla de la práctica budista y las nuevas costumbres sexuales ha terminado creando una versión de la modernidad que poco tiene que ver con Occidente. Como los perdedores de las novelas de Graham Greene, Osborne quizá llegó hasta Bangkok para dejar atrás su vida, tal vez porque Bangkok es una ciudad que no se parece a ninguna otra, por encarnar una nueva, fantasmagórica, y en gran parte aún inexplorada forma de vida. La crítica ha dicho «Cualquier occidental curioso que desee emprender un viaje oriental y decadente con un escritor que lo mantenga pegado a sus páginas, debería sin duda comprar un ejemplar de Bangkok.» The New York Times «Tal vez sea el mejor de los escritores que todavía no conoces, el más intenso, el más visceral, el más auténtico.» Javier Blánquez, El Periódico

Nació en Inglaterra en 1958. Estudió Lenguas Modernas en Cambridge y Harvard. Vivió en París, ciudad donde escribió su primera novela, Ania Malina (1986), y también el libro de viajes Paris Dreambook (1990). Posteriormente llevó una vida nómada; vivió en Nueva York y después en México, Estambul y Bangkok, ciudad donde reside en la actualidad. En 2010 obtuvo el Premio Napoli. Gatopardo ediciones ha publicado de este autor El turista desnudo (2017), Bangkok (2018), Cazadores en la noche (2019), Los perdonados (2020), Beber o no beber (2020), Perversas criaturas (2021) y Maldita suerte (2022). Su novela más reciente es The Glass Kingdom (2020).

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1. Wang Lang Todo deseo es sufrimiento. Proverbio budista Hace algunos años viví en un barrio llamado Wang Lang. Desde donde me encuentro ahora, contemplando los trenes que cruzan Manhattan por el puente de Brooklyn, aquel balcón de Bangkok con vistas al río se me aparece como un pedazo de paraíso perdido para siempre, desmontado y almacenado en un recóndito rincón de mi mente, condenado a pudrirse. A esta misma hora en que Nueva York parece estar saturada de un dramatismo amenazador y de colores artificiales, el río Chao Phraya está repleto de monjes afables que pasean en taxis acuáticos. Las dos ciudades no podrían ser más distintas. Allí, el crepúsculo es de color azafrán. El río ofrece paz. Los monjes desembarcaban en el muelle de Wang Lang con sus sombrillas y sus tradicionales rosarios mala de ciento ocho cuentas, que corresponden a las ciento ocho pasiones del hombre enumeradas por Avalokiteshvara. Reparaban en el farang que se tomaba un gin-tonic en el balcón y le dirigían una mirada divertida y distante, como preguntándose: «¿Es eso un hombre solo?». La mirada de Buda cuando brinda protección con su mano izquierda levantada, abhaya. Allí prefería la noche. Los días resultaban demasiado calurosos y a mí sólo me gusta el calor sin sol. Era un caminante nocturno. Se trataba de una soledad elegida y calculada: recorría las calles hasta altas horas de la madrugada, merodeando como un mapache. Acabó gustándome el olor a albahaca seca y humo de marihuana que Bangkok parecía expulsar por unas narices invisibles; me gustaban las chicas que se cruzaban conmigo en la oscuridad, diciéndome «¿Bai nai?» como si las palabras fuesen monedas lanzadas al aire en un bar. Me gustaba la feroz decadencia de la ciudad. Me despertaba de la siesta en una pequeña habitación blanca del complejo de apartamentos Primrose. Apenas tenía nada: un Buda barato del mercado de Chatuchak, un anaquel. Y también una alfombra de la India. La vida es simple cuando estás sin blanca. Me preparaba un gin-tonic en el balcón y saludaba a los monjes. Mis días estaban deliberadamente vacíos, no tenía trabajo y me había dado a la fuga. «On the lam», como decían los antiguos gánsteres americanos. Según mi diccionario Webster’s, lam significa «huida precipitada». Sí, había salido huyendo por piernas. Era un fugitivo. Al otro lado del pasillo vivía un inglés llamado McGinnis. No sabía si se trataba de un nombre real o ficticio. Se percibía en él cierta afectación de clase alta, un físico huesudo, desprovisto de músculo, e iba vestido con ese lino blanco pasado de moda desde hacía lustros. McGinnis vendía aparatos de aire acondicionado en centros de convenciones y hoteles de Bangkok, un próspero negocio en aquella ciudad sofocante, y decía que en sus ratos libres se dedicaba a recopilar una guía de bares para enriquecer las vidas ajenas. A esa hora parecía un gato sucio, sentado en su balcón, mientras bebía despacio una cerveza Singha combinada con algún licor de frutas y comía aceitunas. Me miraba y sonreía, como si acariciase un gato además de serlo. Al otro lado se alojaba un español llamado Helix. Helix, no Félix. O, al menos, eso creía haber oído. Helix el artista, que pintaba frescos en los bares de esos mismos centros de convenciones y hoteles. Ambos representaban un ejemplo paradigmático del tipo de hombre profundo y con talento que se puede encontrar en Bangkok. Había más. En la planta baja vivía otro extranjero, un escocés mayor llamado Farlo que regentaba un hostal rústico para tipos aventureros que había construido él mismo, en Camboya. Era de Dundee, había sido paracaidista del ejército británico y llevaba la boina ladeada. Su cabeza albergaba un pedazo de metralla de la guerra de Angola. Metralla cubana. No convenía cruzarse con él en el pasillo de noche, cuando iba borracho. Te agarraba del brazo y decía: «Hora de cascársela, hijo». Todas las noches, a las seis, cuando salía a la calle perfumado por una ducha fría, me sentía como John Wilmot, el conde de Rochester. Las puertas de los apartamentos Primrose se abrían directamente a la calle, como uno de esos ascensores que conducen directamente al ático. Wang Lang es un barrio caótico en una ciudad caótica. Su calle principal es tan estrecha que al caminar por ella ambos lados de los edificios te rozan la cadera. Mientras avanzaba entre las cocinas abiertas al exterior empapado en sudor, los niños me seguían entre burlas de «¡Yak farang, yak farang!» (gigante extranjero). Yo era el humano más alto de los alrededores, todo un fenómeno o quizá algo peor: un accidente genético irreversible. Sin embargo, se trataba de un lugar hospitalario para un hombre que no ha hecho nada en la vida, y que probablemente nunca lo hará. Para alguien sin una carrera profesional, sin un porvenir y en un estado de ruina permanente, resultaba el refugio perfecto. Los huevos dorados y las bolas de té oolong apenas costaban nada. Podías ir probando exquisiteces desconocidas y siempre te quedaba dinero en el bolsillo. En otras palabras, era perfecto para un vago redomado, y el hábitat natural de un fugitivo sin otra finalidad en la vida que holgazanear y vagar sin rumbo, porque sí. Un hombre convertido en rumiante, una cabra. En Wang Lang perfeccioné el estilo tailandés, llamado khong kin len, de comer a la carrera, y que consiste en amontonar diferentes ingredientes en una hoja de banano mientras uno avanza a buen paso y va pensando al mismo tiempo, sin perder nunca el equilibrio. Las calles no tienen salida, por lo que es absurdo tomar una dirección determinada. Todas terminan en pequeños teatros y cafés junto al agua. Así que me dedicaba a caminar arriba y abajo, comiendo huevos dorados y trocitos de calamar seco. Al anochecer, cuando el aire se tornaba ceniciento y mi nariz percibía un olor indefinible, el aroma acre de las prik kee noo (literalmente, guindillas «caca de ratón») tostándose en aceite caliente y salsa de tamarindo, empezaba a hundirme como una piedra en mi propio pozo. La ciudad no es más que un protocolo para esta caída. Porque Bangkok es donde se refugian algunas personas cuando sienten que ya nadie las puede amar, cuando se rinden. También era el caso de los otros inquilinos. Sin blanca, decepcionados, rechazados, habían huido a Oriente. Mis primeras noches en Wang Lang jugué con ellos al ajedrez en la sala comunitaria, pues me intrigaban sus rostros bronceados y aturdidos. Mi preferido era McGinnis. Se trataba de un hombre sin pasado, un personaje de una novela de Simenon que un día sale de su casa, sube a un tren y mata a alguien en una ciudad remota y desconocida. Era de Newhaven. «En Newhaven sólo hay fortificaciones costeras», decía McGinnis, con la expresión de un matón apacible que acaba de derribar una cometa inofensiva de un certero disparo. «¿Fortificaciones costeras? Eso ya es mucho», pensaba yo. Llevaba la cabeza rapada como un soldado, igual que Farlo, pero no se le parecía en nada más, con ese cuerpo enjuto y alargado. Era ingeniero, licenciado en climatización. Resulta que uno puede sacarse una licenciatura en eso. Él obtuvo la suya en Sheffield. McGinnis medía dos metros. Destacaba en las puertas, los vestíbulos de hotel y a la luz de las farolas. Tenía algo siniestro, y a mí me encantan los hombres siniestros. Un hombre siniestro no se limita a andar por la calle, sino que se desliza por ella como un magnífico engranaje. Un hombre siniestro no puede ser simpático, pero sí una buena compañía. Pese a su vínculo con la ciencia de la climatización, McGinnis era también sutilmente aristocrático y refinado, aunque se limitara a vender máquinas de aire acondicionado fabricadas en serie. A él no le importaba. Hay aristócratas de espíritu que llevan vidas prosaicas. Todo en McGinnis era felizmente autosuficiente, completo. ¿Sería eso lo que lo hacía siniestro? Aquellas navidades hacía más calor de lo habitual. En los supermercados, coros de muchachas ataviadas con vestidos de terciopelo rojo y gorros peludos agitaban sus campanas de latón y cantaban «Noche de paz» y «Jingle Bells». Los bares de tofu tenían acebos de plástico en las barras, y eslóganes navideños colgaban de los humeantes rascacielos de la ciudad budista. No corría la menor brisa y nuestro río pasaba ante el Primrose sucio y revuelto, como si un bebé hubiese vomitado en una crema de guisantes. Ristras de algas espesaban su superficie y en la otra orilla los templos se alzaban como inmensas estalagmitas o legumbres de vainas hirsutas. Somerset Maugham, uno de los pocos escritores occidentales que han descrito en detalle la ciudad de Bangkok, dice que deberíamos agradecer que «exista algo tan fantástico». Cuando por la mañana tomaba café en el balcón y aspiraba el hedor a gasolina y fango procedente del río, algo se agitaba dentro de mí. Como si una hoja seca de mi suelo interno revoloteara con un ligero roce, como un hormigueo de materia muerta que regresa a la vida. Como un cosquilleo en las tripas. Contemplaba las barcazas de arroz que se dirigían al puerto de Klong Toey, a los monjes parlanchines que navegaban con sus sombrillas y sus maletines entre esos mismos templos que salpicaban el río. Detrás asomaban las cuatro torres doradas del Palacio Real y, más lejos, Wat Arun resplandecía por el reflejo de millones de fragmentos de cristal, las teselas de cerámica y la melosa ornamentación concebida hacía dos siglos y medio por artesanos italianos. Las barcazas transportaban monjes y colegiales vestidos con...



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