Malatesta | La vanidad de la caballería | E-Book | www.sack.de
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E-Book, Spanisch, 312 Seiten

Malatesta La vanidad de la caballería


1. Auflage 2019
ISBN: 978-84-17109-80-6
Verlag: Gatopardo ediciones
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark

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ISBN: 978-84-17109-80-6
Verlag: Gatopardo ediciones
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La vanidad, apunta Stefano Malatesta, ha sido siempre prerrogativa de la caballería y de los hombres de uniforme. A ella se deben las más heroicas hazañas, pero también la muerte de miles de soldados, convertidos en carne de cañón por generales obsesionados con la gloria militar. Un libro colmado de anécdotas militares acerca de la caballería y de sus vanidades, de las batallas más famosas luchadas a caballo y de sus jinetes más presumidos y extravagantes: lord Cardigan y la temeraria carga de la Brigada Ligera en Balaclava, el duque de Aosta y sus hiperbólicos sombreros, los pintorescos ardides ideados para disimular la torpeza de Mussolini a las riendas, la furia destructora de Gengis Kan y sus mongoles, las andanzas no siempre caballerosas de los caballeros cristianos, el prusiano Von Seydlitz dando una última calada a su pipa antes de lanzarse al ataque. Con un lenguaje exquisito y una gran habilidad para saltar de la anécdota al análisis histórico y la crónica de viaje, Malatesta ha escrito una petite histoire que se lee como la más emocionante novela de aventuras. «Ante la disyuntiva de parecer más atractivos o ir más cómodos, el cuerpo de caballería siempre ha preferido la primera opción, incluso a costa de algún sacrificio.» Stefano Malatesta La crítica ha dicho «Hay libros que son como esas balas que se dice que llevan tu nombre. ¿Cómo resistirse a uno que se titula La vanidad de la caballería y luce en la portada la foto de un jinete envarado descendiendo a lomos de su montura por un barranco de pendiente imposible?» Jacinto Antón, El País «Malatesta es un consumado escritor, iro?nico, con una bella prosa y una gran habilidad para encadenar historias que analiza desde a?ngulos inso?litos.» Ignacio del Valle, El Comercio «En este recorrido, muy bien documentado, la caballeri?a se convierte en el foco para hablar de otros muchos temas.» Adolfo Torrecilla, Iberia Ágora «El libro de Malatesta nos sorprende en cada pa?gina, en cada capi?tulo, guerras y he?roes, victorias y derrotas.» Eduardo Torres-Dulce, Expansión «Pocos libros transmiten el placer que el autor ha sentido al escribirlos. Este es uno de ellos. A Stefano Malatesta (Roma, 1940) -corresponsal de guerra, viajero sin tregua- le apasionan las historias bélicas, y tiene el talento para transmitir su pasión.» Joaquín Armada Díaz, Historia y Vida

Nació en Roma en 1940. Tras graduarse en Ciencias Políticas, se convirtió en un viajero apasionado y, desde entonces, no ha parado de recorrer el mundo. Como periodista ha trabajado en crónica negra y como corresponsal de guerra y documentalista. Entre sus obras destacan L'armata Caltagirone (1980), Il napoletano che domò gli afghani (2002), Il grande mare di sabbia (2006), L'uomo dalla voce tonante (2014) y Quando Roma era un paradiso (2015).
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«Don’t ask why, do and die.» La carga demencial de Lord Cardigan

Mi generación no tuvo como profesor de historia a Edward Gibbon, Jules Michelet, Fernand Braudel o A. J. P. Taylor, sino a Cecil B. DeMille y todo el cine de Hollywood. Desde los años treinta hasta los años sesenta del siglo xx se cruzaron dos tipos de historia: uno tradicional, impreso y totalmente pagado de sí mismo y de su ciencia: la historia de los historiadores, que, bajo un amplio manto llamado objetividad, escondía una visión casi siempre partidista. El otro era nuevo, popular y visual: el cine que se hacía en Hollywood en los años míticos y que tenía como dogma la eliminación de la verdad histórica, si ésta no se adaptaba a la espectacularidad de la película o interfería en ella. No se forzaban los hechos, simplemente se eliminaban. Debía inventarse todo mediante una sucesión de patrañas a cuál más gloriosa, sin sentido alguno de la decencia. Los que han visto esas películas, filmadas con la técnica de los estudios de California por directores todos ellos cortados por el mismo patrón, sin complejos ni remordimientos, hermanados por una feliz y absoluta ignorancia, saben de qué estoy hablando.

Pero cabía dentro de lo posible que algunos directores o productores norteamericanos más inteligentes que otros —como los hermanos Warner, a quienes el dios de los artistas tenga en su gloria— tuvieran un gran sentido del espectáculo, algo que en América les venía del numen tutelar de la nación: no Washington, ni tampoco Lincoln, sino Barnum. Sus películas, «tan americanas» en la presentación de situaciones improbables y convencionales, se realizaban de manera que inculcasen en la mente vacía de los espectadores la superioridad de la sociedad anglosajona, tanto del pasado como de tiempos venideros, sobre cualquier otra. Todas las películas, aunque trataran sobre hechos personales, hacían lo indecible para repetir que América era jauja y que allí los bienes materiales se adquirían gracias a la honradez, el amor a la patria, el correcto comportamiento con los demás..., es decir, justo lo contrario de lo que sucedía en realidad. Pero, por no se sabe qué milagro imprevisto, estas películas tan edulcoradas conseguían emocionar a los espectadores, o sea, a nosotros, los niños. Yo he visto tres o cuatro veces como mínimo películas como: Tres lanceros bengalíes, Los tres mosqueteros, Las cuatro plumas, Lady Hamilton, Quo Vadis, Ben-Hur, Las minas del rey Salomón, Scaramouche, Napoleón, Tarzán, Nerón y King Kong. Nosotros no íbamos al cine; nos pasábamos el día en las salas parroquiales: a partir de las dos y media de la tarde, empezábamos a tragarnos las historias de estas películas que tenían el sabor de los caramelos Life Savers, los del agujero, famosísimos en aquella época. América estaba en la cima de nuestros sueños.

Esas películas, además de estar repletas de embustes, rebosaban de lugares comunes, porque el lenguaje cinematográfico no permitía profundizar, sino que debía mantenerse en la superficie y ser claro hasta la banalidad: ése era al menos el dogma que compartían todos en el mundo del espectáculo. Años más tarde, Stanley Kubrick se encargó de demostrar que películas como Senderos de gloria o 2001: Una odisea del espacio podían penetrar en lo más hondo con la potencia de una excavadora.

A partir de la mitificación de un oficial de la caballería americana llamado general Custer —que creía ser al mismo tiempo un general y un héroe, cuando en realidad no le correspondía ninguna de estas calificaciones—, prácticamente todas las películas del Oeste tenían el mismo emocionante final. Los productores se habían dado cuenta de que una carga de caballería, introducida en el momento adecuado del relato, conseguía que se elevaran, unos cuantos metros al menos, películas que jamás habrían despegado sin la intervención del corneta que daba la señal de ataque. Las cargas las realizaba casi siempre el Séptimo de Caballería, que había recibido del Espíritu Santo el don de la ubicuidad: se hallaba al mismo tiempo en todos los lugares situados al oeste de las Montañas Rocosas, en una asombrosa cantidad de películas. En cuanto sonaba la corneta, nosotros dábamos un bote en el asiento y gritábamos como posesos, mientras las monjas sacaban las sillas de la sala para evitar que alguien las robara o que acabaran rotas durante las peleas infantiles que seguían al happy end de la película.

Hicieron falta años para reparar el daño causado por una cultura histórica tan zarrapastrosa. Estábamos hartos de que en las películas americanas se tratara como bandoleros mediocres y vulgares a los extraordinarios soldados españoles, los europeos más duros que se hubiera visto jamás, aquellos que habían conquistado imperios con unos centenares de hombres. Y no soportábamos las películas de romanos vistos desde América, que los guionistas de Hollywood presentaban de manera única y banal, sin distinguir entre Augusto y Caracalla, entre Trajano y Nerón. En aquellas películas siempre parecía que los romanos se pasaran la vida en las termas, entre humo, vapores y masajes, y en banquetes donde los invitados estaban permanentemente tendidos en triclinios comiendo uvas, que cogían alargando la mano hacia un lado. Finalmente comprendí que el cine no se valoraba por su verosimilitud histórica, sino por esas dos horas que te hacían olvidar cualquier preocupación en la oscuridad de la sala.

Una de las películas más espectaculares narradas a la manera hollywoodense es La carga de la Brigada Ligera, de 1936. En la historia de las batallas ha habido innumerables cargas de caballería famosas, como la de Rossbach durante la guerra de los Siete Años, en la que los coraceros prusianos, bajo el mando del legendario Friedrich Wilhelm Freiherr von Seydlitz —considerado el comandante de caballería más sobresaliente de todos los tiempos—, acabaron con el ejército francés del príncipe de Soubise. O la carga francesa en Waterloo de cinco mil quinientos hombres encabezados por el mariscal Ney, «el valiente entre los valientes», que atacó los cuadros de los casacas rojas formados en las colinas de Mont-Saint-Jean sin el apoyo de la infantería y la artillería. Pero ninguna ha alcanzado la fama de la carga de la Brigada Ligera inglesa, una formación mixta de húsares, dragones y lanceros, setecientos veinte hombres en total, que un día de octubre de 1854, a las once de la mañana, llevaron a cabo en los alrededores de Balaclava, en Crimea, un ataque frontal contra una batería de cañones rusos situados en la hondonada de un valle, un auténtico callejón sin salida. Más de ciento cincuenta años después, todavía se discute si fue la empresa guerrera inglesa más valerosa, temeraria y noble del siglo xix, o una especie de gilipollez demencial, más cercana al suicidio, en la que murieron dos tercios de la brigada.

La película sobre la carga no se rodó en Crimea, sino en Estados Unidos. Pero la diferencia de localización no preocupó en absoluto a los productores, que les colaban toneladas de mercancía defectuosa a los espectadores. Desde el principio, la historia hollywoodense discurría por su cuenta, sin relación alguna con el episodio histórico. Habían pasado casi cien años desde entonces y Rusia había sustituido a Francia como la nación enemiga por excelencia de los ingleses. Para no cargar demasiado las tintas contra los rusos, pese a que aquéllos eran imperiales y no soviéticos, Hollywood sacó de la chistera un personaje completamente inventado por los guionistas, quienes le atribuyeron todos los lugares comunes sobre las atrocidades y brutalidades de los orientales. Surat Kan, rey de un país también imaginario llamado Suristán, aparecía siempre con turbante y en plano americano, adoptando la expresión feroz que le indicaba el director. Se trataba de un malvado y cruel asiático, autor de matanzas de niños ingleses en algún lugar de la India, pero el muy infame acababa siendo castigado por el comandante de la Brigada Ligera, interpretado gloriosamente en aquella época por Errol Flynn, un jovencito que al final de la cabalgada conseguía clavarle a Surat Kan su lanza puntiaguda, ensartándolo como si fuera un pollo. Tras lo cual, podía morir tranquilamente en calidad de héroe y de vengador.

En la película, la carga está espléndidamente filmada: los soldados de caballería avanzan primero al paso y luego al trote, hasta que en los últimos doscientos metros cambian la posición de las lanzas para apuntar con ellas al enemigo, encabezados por los oficiales, que cabalgan profiriendo el grito de guerra de la Brigada Ligera. Es una escena que sólo dura dos o tres minutos, pero son instantes de puro horror —un horror que se muestra por primera vez en el cine—, con los jinetes mutilados por las granadas, los caballos saltando por los aires, y los dragones y los húsares avanzando sin vacilar bajo el fuego. Ésta es la única parte que reproduce exactamente lo que sucedió aquel día en Balaclava. Unas semanas después de la carga, entraron en el léxico familiar inglés las palabras «valle de la muerte» para indicar el lugar exacto donde habían combatido. El término se lo debemos a un famoso poeta, Alfred Tennyson, que nunca había estado en la guerra y no sabía qué era realmente una batalla. Sin embargo, había leído en el Times, como todos los demás ingleses, la crónica escrita desde...



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