E-Book, Spanisch, 576 Seiten
Reihe: Polar
Palacios Motivos para matar
1. Auflage 2018
ISBN: 978-84-350-4704-3
Verlag: EDHASA
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark
E-Book, Spanisch, 576 Seiten
Reihe: Polar
ISBN: 978-84-350-4704-3
Verlag: EDHASA
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark
(Madrid, 1973) es escritor e ingeniero. Participó activamente en el teatro universitario, actuando, dirigiendo y escribiendo, para después cursar interpretación. Realizó estudios de doblaje, locución y canto lírico. Próximamente estrenará el cortometraje Ceguera, con el que inicia su incursión en el mundo del cine.En 2009 publicó su primera novela, Los ojos del centinela, una absorbente historia a caballo entre el thriller y la novela negra. En 2014 Edhasa publicó Estanebrage. El último Bastión, fantasía medieval que narra la búsqueda de esperanza de un amplio abanico de personajes cuyos destinos se confunden dentro del crisol de la postguerra. Con Motivos para matar cambia de género, para confirmarse en uno de los grandes novelistas de nuestro tiempo.
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Prólogo
El hombre de la camisa blanca apretaba el paso hacia el Museo del Prado. Volvía la mirada repetidamente, nervioso, aun sabedor de la inutilidad de su gesto. Le perseguía un demonio informe, imposible de descubrir antes de que saltara de entre las sombras.
La noche, templada, se mostraba fría en su indiferencia. No había nadie en la calle. Ni gente. Ni coches.
No podía comprender que no hubiera coches.
Cruzó la calzada haciendo caso omiso del semáforo. Miró al cielo y tragó saliva. Las escasas estrellas visibles estaban ahí, donde siempre. No se dibujaba nada extraño en el firmamento. No creía estar soñando.
Empezó a correr. Los zapatos negros hacían demasiado ruido. El taconeo era un aviso de su posición. Pensó en quitárselos, pero de inmediato desechó la idea. Ni siquiera comprendía que pudiera plantearse algo así. No había razón para sentirse tan desamparado en medio de un lugar tan abierto.
No estaba encerrado. Sólo la noche lo envolvía. La noche y su soledad.
Cruzó por delante de la entrada principal del museo. Un inmenso cartel se desplegaba desde el techo al suelo, sobre las escaleras: «Surrealismo». Cínica pista de su situación.
Volvió a mirar atrás, pero no había nada. No quiso detenerse.
Escrutó hacia el frente persiguiendo algún consuelo. Allí delante, en lo alto, lo esperaba la iglesia de los Jerónimos. El campo santo en el que guarecerse de los fantasmas. Únicamente tendría que doblar la esquina del Prado y atajar el trecho que faltaba hasta las escaleras de subida. Un pasillo amplio, que acababa en el acceso a la ampliación del museo. Lo recorrería veloz, y ya estaría a los pies de la salvación.
Pero cuando hubo entrado en la recta final, restando pocos metros para el primer escalón, una figura delgada se agitó entre las sombras que resbalaban desde el edificio.
El hombre de la camisa se detuvo. Respiraba deprisa. Observó la forma humana que se recortaba bajo el umbral de la entrada nueva del Prado. Reconocía a quien lo perseguía. Sabía que era ella.
Tanteó sus posibilidades. Sólo quedaban las escaleras; tal vez lograra adelantarse intentando un arranque repentino, y alcanzaría la iglesia a tiempo para refugiarse.
Aun así, la verdad era evidente. Ella también respiraba rápido -la escuchaba-, porque había corrido tanto como él. Quizá más. Lo había llevado hasta allí. De algún modo inexplicable, le había tendido una trampa, y él había caído en ella. Lo había empujado para que corriera hasta donde estaba ahora mientras lo rodeaba por algún otro sitio. Como si ya supiera que iba a correr en esa dirección, y no en otra. Pero ¿cómo podía saberlo?
Sintió una punzada de terror en el estómago. No tenía opciones. No sabía hacia dónde ir.
Tal vez ella ya lo supiera.
La mujer saltó desde su escondite con decisión, como un relámpago. Un fugaz perfil que ocultaba el rostro bajo la protección del cabello desaliñado. Vestía de blanco de arriba abajo. Resultaba ilógico que no la hubiera visto antes.
El hombre de la camisa gritó y regresó sobre sus pasos. Los zapatos sonaban otra vez a muerte. Se desvió hacia el césped, queriendo dejar de oírlos. El error patente de correr con suelas planas sobre la hierba mojada. Absurdo.
En realidad, todo era absurdo. Un tipo que huía vestido con un traje de oficina sin terminar. Le faltaba la corbata y la chaqueta, y no sabía dónde los había dejado. No sabía si alguna vez los llevó puestos.
Trepando por la cuesta sentía el aliento de la mujer en la nuca. Se acercaba a él, veloz como el odio. Jadeaba en un apretado ritmo que buscaba saña. Dolor. ¿Por qué quería hacerle tanto daño? ¿Por qué a él, que ni siquiera entendía qué estaba haciendo allí?
Los pasos de ella eran más seguros, descalza por el césped. El hombre de la camisa se sintió embargado por otro ramalazo de terror cuando echó un momento la vista atrás y la soslayó ya encima.
Aquellos ojos abiertos como dos lunas. Aquella mandíbula apretada tras los labios fruncidos. ¿Por qué tantas ganas?
Iba a saltar sobre él, y sólo entonces se dio la vuelta el perseguido para trastabillar mientras se colocaba en defensiva. Se desplomó torpe de espaldas en tierra, perdiendo la oportunidad de apoyar un brazo para equilibrar el aterrizaje. Ella se lanzó al aire y le apartó la otra mano con una sacudida. Parecía invadida por el hambre. Levantó el cuchillo, preparó un seco ataque y lo abatió con facilidad. El filo se precipitó vertiginoso, y el hombre de la camisa no tuvo tiempo más que para reparar en el mango.
Un mango negro. Un cuchillo de cocina.
Una mujer despeinada y vestida de blanco lo perseguía con un cuchillo de cocina. Pero el terror no quería convencerlo de que fuera un sueño.
Ella ensartó la punta en el cuello, atravesándolo de un lado al otro. El hombre recibió el impacto con caliente sorpresa. Sus manos querían agarrarse al aire. Fue consciente de que un trozo de metal le cruzaba la garganta sin saber si todo aquello era dolor. El cuerpo se le agitaba impotente. Los brazos se zarandearon, combativos. Pero el daño ya estaba dentro. Lo había traspasado de parte a parte.
Demasiada realidad en tan poco tiempo.
El cuchillo salió, y entonces la mujer lo sostuvo en alto con ansia, en su mano temblorosa, en su gesto impaciente. Soportando una tortura interior que le impedía volver a bajarlo. Parecía lamentar la muerte de la víctima, cuando en verdad aguantaba las ganas de arremeter de nuevo.
El hombre de la camisa la observaba mientras intentaba respirar. El aire entraba, pero algo se iba y se venía con él. Le dolía mucho el cuello. Parecía hervir y deshacerse. Cerró los ojos con fuerza y luego los abrió cuanto pudo, llorando. Miraba el filo ahí arriba, goteando sangre, su sangre, y sentía que le dolía el propio cuchillo. Lo notaba más en su carne que fuera de ella. Seguía clavado desde la distancia.
Parpadeó horrorizado. La mirada de la mujer continuaba postrada en él. Lo estudiaba. Lo recorría a él y a su dolor. Estaba sentada sobre su pecho, evitando así que se levantara o se moviera. El de la camisa blanca sólo podía verla a ella mientras se revolvía desesperado. La tenía encima, eclipsando el cielo estrellado, inerme testigo de una muerte tan cierta.
Carraspeó, encogió los hombros y trató de zafarse, ya carente de impulso. Ella agitó su cuerpo apretando las piernas, antes de sonreír.
El que yacía en el césped habitó un relámpago de lucidez. La mujer disfrutaba con el espectáculo de su muerte. Se deleitaba con su terror. Lo vivía desde un plano imposiblemente pasional.
La presa no podía respirar, no podía moverse, no podía pensar. Le invadía la angustia. Pero ni así encontraba fuerzas. Aquella hija del diablo le había perforado en lo más hondo de la existencia. Cada latido escupía sangre al exterior, sangre que ella bebía con su mirada vidriosa, lasciva, pétrea y temblante.
Todo se desvanecía fugazmente, y lo único que quería el hombre de la camisa era poder incorporarse. Encontrar un modo de observar otra vez el mundo desde una posición diferente. No desaparecer tumbado. No desvanecerse mirando a lo alto, ahogando el ansia por descubrir otro espectáculo distinto del de la satisfacción de su verdugo. Ansiaba moverse; moverse un poco. Hacia un extremo. Por Dios, girarse hacia un lado. Un único instante en que ver la calle, el museo, lo que fuera. Lo suplicaba con la mirada.
Pero ella se mostraba implacable, apuntalada en el sitio con el quedo ímpetu de una estatua furiosa. La mano del cuchillo no se movía, y así la víctima no era capaz de intuir nada del mundo más que lo poco que se reflejaba en el filo. En la parte que no estaba manchada de aquel rojo apagado que lo inundaba de terror.
Se concentró en el metal, abatido, pugnando aún por distinguir una porción de lo que no podía ver. Lo encontró de un tono oscuro; quizá verde. Quizás era el césped que quería ser visto de aquella rara manera. O tal vez fuera el cielo. Sí, el cielo, que se repetía, cetrino, llenando su pensamiento mientras se desvanecía.
Mientras se marchaba.
Adriana inhaló profundamente y suspiró exhausta. Era maravilloso...
El tipo de la camisa ya no se movía. Lo zarandeó con las piernas, pero no hubo reacción; ni siquiera inconsciente. Ya no quedaba en él ni el inexplicable atisbo de lucha que se disuelve en los muertos recientes, cuando ya no es la consciencia, sino un espasmo de alma, lo que permite que los miembros bailen una última vez igual que la postrera cabezonería de un pez por volver al río.
Ahí no había nada. No sacaría más de él. Un cuerpo vacío.
Dejó resbalar el mango del cuchillo por su mano, y el arma cayó a tierra, desmadejada como el mismo muerto del que parecía formar parte.
Adriana se agachó lenta sobre el tipo de la camisa. Acercó la nariz a su cuello y lo olfateó con suavidad. Poco restaba por respirarle. Un desodorante excesivo destilado ya por el sudor. Siempre...