Plutarco / Walpole / Poe | Las historias del mago Setne y otros relatos del Egipto fantástico | E-Book | www.sack.de
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E-Book, Spanisch, Band 415, 420 Seiten

Reihe: Libros del Tiempo

Plutarco / Walpole / Poe Las historias del mago Setne y otros relatos del Egipto fantástico


1. Auflage 2023
ISBN: 978-84-19553-91-1
Verlag: Siruela
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)

E-Book, Spanisch, Band 415, 420 Seiten

Reihe: Libros del Tiempo

ISBN: 978-84-19553-91-1
Verlag: Siruela
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«Una antología que mezcla textos emblemáticos del antiguo Egipto fantástico con otros poco conocidos, desde la época faraónica hasta la actualidad». Jacinto Antón, El País Esta antología, que traza un recorrido literario desde la época helenística hasta nuestros días, va desplegando a la vez el riquísimo imaginario que Occidente ha ido construyendo a lo largo de dos mil años en torno a la antigua y brillante civilización del Nilo. El volumen se abre con dos cuentos egipcios redactados en época ptolemaica -con el personaje del mago Setne Khaemwaset como protagonista-, donde se ha querido ver el germen de esos motivos que se expandirían más adelante al resto del mundo: pirámides, jeroglíficos, momias y maldiciones, el abismo de los milenios o el misterio de lo arcano. Y continúa, a través de otras épocas, de otros autores y sus relatos, siguiendo ese rastro fabuloso que, a modo de mítica quête d'Isis, atraviesa toda nuestra historia. La literatura fantástica, la arqueología y el estudio de las religiones encuentran en este libro singular un perfecto equilibrio entre lo riguroso y lo popular, avivando en nosotros la fascinación por una cultura y un tiempo por los cuales nunca hemos dejado de sentirnos poderosamente atraídos. Luciano, Plutarco, Pseudo Calístenes, Dióscoro de Alejandría, Juan el Anciano, Al-Masudi, Franceso Colonna, Horace Walpole, Friedrich Schiller, Edgar Allan Poe, Théophile Gautier, Eduard Toda, Arthur Conan Doyle, Apeles Mestres, Ada Goodrich-Free, Algernon Blackwood, Vicente Risco, H. P. Lovecraft y Harry Houdini, Tomàs Rúfol, Rafael Llopis y Alberto Laiseca. Proyecto financiado por la Dirección General del Libro y Fomento de la Lectura, Ministerio de Cultura y Deporte. Proyecto financiado por la Unión Europea-Next Generation EU

Plutarco nació en Queronea (Beocia), en la Grecia central, y vivió y desarrolló su actividad literaria y pedagógica entre los siglos I y II d. C., cuando Grecia era una provincia del Imperio romano. Se educó en Atenas y visitó, entre otros lugares, Egipto y Roma, relacionándose con gran número de intelectuales y políticos de su tiempo. Ocupó cargos en la Administración de su ciudad, donde fundó una Academia de inspiración platónica, y fue sacerdote en el santuario de Delfos.
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UNA MOMIA
RECORRE EUROPA…

Al dormir lo veo claro…

J. V. FOIX


¡En cualquier lugar, con tal que sea fuera de este mundo!

¡En cualquier lugar!…

CHARLES BAUDELAIRE


Lector, quiero hilvanar para ti, en esta charla milesia, una serie de variadas historias y acariciar tu oído benévolo con un grato murmullo; dígnate tan solo recorrer con tu mirada este papiro egipcio escrito con la fina caña del Nilo…

APULEYO, El asno de oro

En su relato «A Descent into Egypt» (1914), Algernon Blackwood cuenta cómo el narrador protagonista es testigo impotente de la desaparición espiritual de su amigo George Isley, un personaje brillante y sensible que por sus inquietudes personales se convierte en egiptólogo neófito. Los dos, dandis instalados en un exilio dorado a orillas del Nilo, sienten cómo una fuerza numinosa, inefable e imparable los va atrayendo hacia una realidad otra, fascinante y rapaz al mismo tiempo. Pero solo Isley acaba cediendo, atraído por algo que lo va absorbiendo hasta transformarlo en un individuo anodino, mera carcasa: su cuerpo continúa existiendo, pero su alma ha desaparecido para siempre. Esta pujanza succionadora, seductora y mortal como el más terrible de los vampiros, cautivadora como un hechizo, no es otra cosa que el Egipto milenario, que acecha bajo la superficie profana del Egipto moderno. Como una sarna imposible de curar, los esqueletos ruinosos brotan aquí y allá sembrando la piel del país de costras y pústulas supurantes de mil promesas embriagadoras para quien se decida a hurgar un poco. Y a fe que se ha escarbado —primero con verdadera desazón y zarpas largas de expoliador— y se continúa escarbando —ahora ya con los guantes profilácticos de la ciencia arqueológica—, en busca de los vestigios de un mundo desaparecido hace, como quien dice, dos mil años. Y así la profecía del Asclepio, texto hermético de los primeros siglos de nuestra era, anunciaba el fin de ese Egipto que había sido imagen misma del cielo en la tierra —templum mundi— y donde habían residido los mismos dioses arropados por sus piadosos habitantes. El abandono de los ritos sumiría el mundo en las tinieblas, y con los dioses ya exiliados en las lejanías del cielo, Egipto habría de tornarse un pálido reflejo de lo que antaño fue1… Solo un futuro diluvio de fuego, agua y pestilencia ha de regenerar el cosmos y retornarlo a su verdadero sentido divino. A la espera de esta vuelta definitiva de los dioses, el Egipto arcano y muerto aguarda soñando, y despliega su poder encantador por entre los despojos desparramados a lo largo del país, desde los desiertos deshabitados y desde los mensajes grabados en los jeroglíficos… Este libro es una crónica de ese influjo. Todos somos George Isley.

Hete aquí, pues, otro aspecto de esa obsesión del hombre occidental —¿o es tal vez patrimonio de toda la humanidad?— de proyectar en una realidad que ya no es, o que tal vez nunca ha sido —en cualquier caso, un no-lugar, realidad intangible—, una tierra imaginada a base de sueños donde residiría el meollo definitivo de las cosas, y que nos ha convertido en unos perseguidores de fantasmas de primer orden. Una esquizofrenia ontológica de la que han brotado idealismos excelsos, utopías variadas, amores platónicos, mundos supra- y sublunares, países del ultrasueño y realidades a las que escapar… N’importe où! n’importe où! pourvu que ce soit hors de ce monde! Nuestro territorio fantasmático es el de Aigyptos, que no es ni el Egipto de nuestros mapas ni el Misr de sus actuales habitantes, sino aquel otro país que empezaron a vislumbrar los griegos —unas veces con los ojos abiertos como platos, otras con los ojos entrecerrados como quien sueña despierto— que viajaron a las tierras del Nilo. Pero sus antiguos pobladores no le dieron jamás a su país semejante nombre. Para ellos fue las Dos Tierras, las Dos Orillas, la Tierra Amada, el Ojo de los Dioses o, como muestra del dualismo que atraviesa todo su pensamiento, la combinación de Kemet, la Tierra Negra, y Desheret, la Tierra Roja2. La primera se refiere a las tierras fértiles y cultivadas a orillas del río, el espacio civilizado donde impera la ley de Horus. La segunda, a los vastos desiertos estériles que se extienden a un lado y a otro del Nilo, el espacio agreste del violento Seth. Nuestro Aigyptos sería la voz griega que derivaría —y aquí empieza ya la leyenda— de uno de los epítetos de Menfis, la primera capital del país unificado: hut-ka-Ptah (seguramente pronunciado [hikuptah]), la «Morada del ka de Ptah», el dios patrón de la ciudad y divinidad cosmogónica.

Tras esta dudosa etimología, Occidente empieza a forjar el mito de una cultura ancestral, cuna de la civilización, poseedora de saberes arcanos y de conocimientos espirituales elevadísimos, de misterios celosamente ocultos, sede de construcciones desmesuradas y de otros mil y un prodigios. Esto, por un lado, porque, desde la cultura judeocristiana y a través de la Biblia, nos llega la imagen de Egipto como la patria de la idolatría, las malas artes y el gobierno despótico e injusto que sometió a la esclavitud al pueblo elegido. De hecho, la historia de Israel empieza con el Éxodo, esto es, con la salida de una tierra impía hacia la Tierra Prometida bajo el auspicio de la Ley de Yavé. Regido por este doble signo contradictorio, va desplegándose un imaginario ininterrumpido y vastísimo. Cada lugar y cada época ha ido vertiendo en él sus propias obsesiones y se ha ido configurando así un Aigyptos fantástico, hijo bastardo de tradiciones diversas.

Hay que tener en cuenta las peculiaridades del final de la civilización faraónica, pues ayudan a explicar su posterior recepción: por un lado, el hecho de que su desaparición no se debe a grandes catástrofes; más bien se va apagando sin aspavientos, en un proceso de varios siglos en los que se va dejando paso a nuevos protagonistas que la van vaciando de su fuerza original, articulada fundamentalmente alrededor de una realeza divina que funcionaba como bisagra entre los dioses y los hombres. Así, en la última época, los faraones lágidas —que, si bien adoptaron el papel tradicional de la monarquía, no dejaron de ser basileos macedonios instalados en una Alejandría que miraba al Mediterráneo y daba la espalda al resto del país—, la administración romana —para la que Egipto fue el granero del Imperio— y, finalmente, el cristianismo, que se aposentó rápidamente en una sociedad que buscaba ávidamente nueva savia vital. Por otro lado, la aparente ausencia de herederos del legado faraónico. Sobre esta pérdida profunda, una zanja insalvable ha permitido, paradójicamente, que se levanten reconstrucciones fantásticas, no por falsas menos ciertas. Restos de su cosmovisión y bagaje cultural sobrevivirán, debidamente reinterpretados, como también veremos en este libro.

En el año 535 de nuestra era (n. e.), Justiniano ordena clausurar el último templo pagano de Egipto, el de Philae, dedicado a Isis, en la frontera con Nubia, y sus sacerdotes son enviados, fuertemente encadenados, a Constantinopla. Por aquel entonces, aquel templo era ya una anomalía enclavada en un rincón remoto de un país cristiano, y, con dichos sacerdotes, desaparecía definitivamente, si es que no lo había hecho ya antes, el conocimiento de la antigua escritura jeroglífica. Es precisamente en ese templo donde se tienen registradas las dos últimas inscripciones en demótico —con fecha 11 de diciembre de 452— y en jeroglífico —del 24 de agosto de 394—. Este sistema escriturario, que había nacido con la realeza faraónica en el Abidos del IV milenio antes de nuestra era, quintaesencia de toda la civilización egipcia, se convierte a partir de entonces en un misterio insondable y en terreno abonado para las más osadas especulaciones. El olvido de su razón de ser y las interpretaciones que se realizaron de esta escritura posteriormente vienen a resumir toda la aventura de la egiptomanía: a pesar de haber perdido la voz, de haberse extraviado la llave que nos habría permitido oír sus palabras, su apariencia fascinante no deja de producir más y más fantasmas. Y eso fue así hasta que las tropas napoleónicas tomaron el Egipto otomano en 1798, se halló el fragmento de una estela con caracteres griegos, demóticos y jeroglíficos en Rosetta, y en 1822 el joven erudito Jean-François Champollion conseguía descifrar la antigua escritura de los faraones. Da comienzo entonces la ciencia de la egiptología, y las ruinas pueden empezar a ser escuchadas. Paralelamente se irán configurando los estereotipos del egiptólogo, tipo que devendrá fecundo en el imaginario popular: desde el sabio victoriano, aristócrata barbudo que vive encerrado en su obsesión, hasta el arqueólogo intrépido con su salacot —o, mejor todavía, con el fedora del doctor Jones—.

Podría pensarse que, después de la hazaña de Champollion, la imaginación ensoñada dejaría de producir monstruos, y que la recién desvelada razón vendría a iluminar todo aquello que había permanecido entre las sombras del misterio. La era de la especulación fantástica, el Aigyptos soñado, podía dar paso a la realidad revelada del Egipto positivo, relegando así el primero al olvido o, como mínimo, al escepticismo metódico de lo paracientífico. No obstante, el misterioso y esotérico personaje Agliè, argonauta atemporal de los saberes ocultos en Il pendolo di Foucault (1989), aseguraba que la peor calamidad que se...



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