Pérez Galdós | Episodios nacionales IV. La Revolución de Julio | E-Book | www.sack.de
E-Book

E-Book, Spanisch, Band 201, 190 Seiten

Reihe: Narrativa

Pérez Galdós Episodios nacionales IV. La Revolución de Julio


1. Auflage 2010
ISBN: 978-84-9007-224-0
Verlag: Linkgua
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)

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Reihe: Narrativa

ISBN: 978-84-9007-224-0
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La Revolución de Julio es la cuarta novela de la cuarta serie de los Episodios Nacionales de Benito Pérez Galdós. En esta entrega vuelven las memorias de nuestro héroe, el actual marqués de Beramendi, José García Fajardo. El protagonista parece sufrir fuertes ataques de melancolía y aburrimiento. Ha madurado y se ha hecho más escéptico y liberal, posiblemente como contrapeso a la conservadora familia a la que se ha integrado, con su matrimonio feliz a pesar de haber sido de conveniencia. Gran mujer la que le ha tocado, María Ignacia de Emparán, que se ha convertido en una verdadera compañera y cómplice. Y en su personaje vuelve a presentarnos el autor un nuevo caso de mujer fuerte, de mujer que se salta todas las normas y convenciones sociales. Con todo, la búsqueda de una antigua amiga con la que de joven había flirteado, llevará a Fajardo a ser, involuntariamente, testigo directo de una insurrección popular que se llamará la Revolución de Julio y que inclinará la balanza a favor de O'Donell, tras una sublevación militar que llevaba el camino de tantas otras. Pepe García Fajardo hace una confesión clara pero dura contra los de su condición social. Arremete contra la burguesía al mismo tiempo que exalta la valiente decisión del pueblo de unirse a la causa revolucionaria que cree en una España de nuevos horizontes. Galdós nos vuelve a demostrar el dominio que tiene en la descripción de estos acontecimientos, y además comienza a hacerse patente algo que se irá acentuando en los episodios posteriores: una visión más amarga de España, a la que se nos pinta dividida en dos bandos opuestos que irremediablemente conducen a enfrentamientos fratricidas.

Benito Pérez Gáldos (Las Palmas de Gran Canaria, 1843-Madrid, 1920). España. Nacido en Las Palmas de Gran Canaria, el 10 de mayo de 1843, Bénito Pérez Gáldos era el menor de los diez hijos de Sebastián Pérez Macías, teniente coronel del Ejército, y María Dolores Galdós Medina, hija de un antiguo secretario de la Inquisición. Como estudiante de bachiller, en el colegio de San Agustín, Galdós evidenció afición por la música y la pintura. En 1861 escribió sus primeros textos, y un año después inició colaboraciones literarias con el bisemanario El Ómnibus, de Canarias. Al año siguiente se trasladó a la capital española para estudiar derecho en la Universidad de Madrid. Allí realizó colaboraciones con el semanario La Nación y la Revista del Movimiento Intelectual de Europa, y conoció a Francisco Giner de los Ríos, fundador de la Institución Libre de Enseñanza, el cual le alentó en sus propósitos literarios. Tras sus viajes a París, en 1867 y 1868 (como corresponsal de la Exposición Universal), Galdós profundizó en la obra de Balzac, tradujo a Dickens (Papeles póstumos del club Pickwick); en Madrid, pudo presenciar la abdicación de Isabel II (1868) y el ascenso del progresista general Prim. En 1870, tras conocer a Clarín, Galdós escribió sus primeras novelas de influencia romántica y siguió publicando artículos en La Revista de España, en la cual fueron apareciendo después, por entregas, su segunda y tercera novelas. Posteriormente, también publicaría sus relatos en La Ilustración de Madrid. Siendo ya director de La Revista de España, desde 1872, Galdós pasará los veranos en Santander, donde, ese mismo año, conocerá a Mesonero Romanos, de cuyo contacto obtendrá mucha información para sus Episodios nacionales. La escena política española era convulsa: asesinado Prim, Amadeo de Saboya subió al poder durante tres años escasos, siendo obligado a abdicar ante la venida de la I República. La situación era propicia para que Galdós se entregara a la escritura de Los Episodios nacionales, que ocupó casi todo su tiempo entre 1873 y 1876, año en que comenzó a escribir sus primeras novelas de trasfondo social. Tras el golpe de Estado de 1875, el resto de su vida transcurrirá ya bajo la reinstaurada monarquía borbónica de Alfonso XII y, tras su muerte (1885), con la regencia de María Cristina de Habsburgo. Después de 1876, Galdós iría escribiendo su ingente producción simultaneando los Episodios, las novelas, los relatos, el teatro y las crónicas. Galdós trabó estrecha amistad con Emilia Pardo Bazán en 1883, el mismo año en que vio rechazada su candidatura a la Academia Española, tras lo cual inició un viaje, con su amigo José Alcalá Galiano, por Inglaterra y otros países de Europa, al que seguirán otros más por España, Portugal y, de nuevo, Europa, hasta 1887.
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II


7 de febrero. A mi dulce amiga invisible, la indulgente Posteridad, doy anticipada explicación de los vacíos o faltas que notará en mis vagas Memorias cuando llegue a leerlas, si tal honra merezco al fin. Creerá que es mi correo el viento; que a él las confío en descosidas hojas, y que algunos puñados de éstas se le van cayendo en su carrera por los espacios. Pues no es así, que buen cuidado pongo en que todo vaya bien ordenadito, no por caminos del aire, sino por manos de depositarios y conductores diligentes. La causa de estos vacíos debe buscarse en la propia morada y época del autor, que ha visto perseguido y condenado a destrucción su trabajo, fruto de tantas observaciones y vigilias. Sepa la Posteridad que ha dos años padecí alteraciones de mi salud, cuyo proceso y síntomas fueron gran confusión de los médicos de casa; y tan desconcertado me puse, que mi amada esposa y mi bendita suegra llegaron a creer que yo había perdido el juicio, o que mis tenaces melancolías y desgana de todo me llevarían pronto a perderlo. Inquietísimas las dos señoras, como el buen don Feliciano y las damas mayores, no sabían qué hacer para mi asistencia; todo su tiempo y su atención eran para vigilarme y no perder de vista la más insignificante acción mía, por donde pudieran descubrir mis alocados pensamientos. En aquellos trances me vino una crisis de flojedad de todo mi cuerpo y de fatigas intensas, que me tuvieron preso y encamado largos días; y en lo que duró mi quietud hubo tiempo sobrado para que María Ignacia y doña Visita, que veían en mis persistentes lecturas y en mis nocturnas encerronas para escribir la causa inmediata de mis achaques, discurrieran algo semejante a lo que el ama y sobrina de don Quijote imaginaron para cortar de raíz el morboso influjo de los libros de Caballerías. Registraron mi cuarto, y una vez sustraídos bastantes libros de los que más me deleitaban, abrieron con traidora llave uno de los cajones en que guardaba yo mis papeles, y todo lo que allí encontraron perteneciente a mis Memorias fue reducido a cenizas. Me ha dicho después María Ignacia que no fue ella, sino su madre, la verdadera inquisidora de aquel auto; que había intentado salvar algunas piezas de mi escritura; pero que doña Visita y don Feliciano se las arrebataron al instante, pronunciando la terrible sentencia: «¡Al fuego, al fuego!»

Sin tratar de averiguar quién tuvo más culpa en aquel desaguisado, me limité a llorar la pérdida de todo lo que escribí en el 50 y en parte del 51, porque en ello puse, a mi parecer, pensamientos muy míos que no merecían fin tan desastrado. Lo restante del 51 lo pasamos en Italia, y allí nada escribí, porque mi mujer me quitaba de la mano la pluma siempre que yo intentaba contarle algún cuentecillo a mi amiga la Posteridad. Permita Dios que esta nueva ristra de memorias sea más afortunada, y permanezca segura de incendios. Así lo espero, alentado por María Ignacia, que, oídas mis explicaciones, me ha prometido respetar mi trabajo siempre que observe yo dos reglas de conducta por ella impuestas. La primera es que no consagre a este recreo cerebral más que hora y media, a lo sumo dos horas en cada veinticuatro; la segunda, que no reserve de su curiosidad mis papelotes, reconociéndole el derecho de revisión, censura y aun de enmienda si fuere menester... Mi amada mujer, a quien he confiado mis pensamientos más íntimos, no me tiene por lunático, y a cuantos en la Posteridad me leyeren les aseguro que no lo soy ni jamás lo he sido. Divago a mis anchas, eso sí, y digo todo lo que me sale de dentro, sin que me asuste la chillona inarmonía entre mis ideas y las de mis contemporáneos.

Si con los más suelo estar en desacuerdo, con mi señor padre político desentono horrorosamente, pues jamás dice él cosa alguna que a mí no me parezca un disparate. Al propio tiempo, cuanto sale de mi boca es para él herejía, delirio, necedad garrafal. Vaya un ejemplo: ayer mismo, hallándonos de sobremesa del almuerzo, con dos convidados, mi hermano Agustín y don Clemente Mier, dignidad de Capiscol de la catedral de Toledo, sacó mi suegro un papel y nos leyó la sentencia del cura Merino: «Fallamos: que por fundamentos y artículos tal y tal... Debemos condenar y condenamos... tal y tal... A la pena de muerte en garrote vil... que el reo sea conducido al patíbulo con hopa amarilla y un birrete del mismo color, una y otro con manchas encarnadas...».

Al oír esto, dije tales cosas que don Feliciano me quería comer, y salió con la tecla de que no sigo bien del caletre. «¿Qué razón hay —añadí—, para que se vista de máscara, con escarnio repugnante, a un pobre reo, que bastante castigo tiene ya con la muerte?» Y como el clérigo comensal y mi hermano afirmasen que ello era formas y ritualismo de la ley, para inspirar más horror del crimen que se castigaba, y mi suegro triunfante nos leyese que lo de la hopa amarilla con llamas rojas lo disponía el Código en su artículo 91, sostuve que somos un país bárbaro, donde la justicia toma formas de Inquisición, y los escarmientos de pena capital visos de fiesta de caníbales. Dentro de cada español, por mucho que presuma de cultura, hay un sayón o un fraile. La lengua que hablamos se presta como ninguna al escarnio, a la burla y a todo lo que no es caridad ni mansedumbre. Aún despotriqué más; pero ahogaron mis expresiones con risas, saliendo por un registro que iniciaba siempre mi mujer: «Cosas de Pepe». Yo tengo cosas, y con este comodín puedo dar suelta, sin gran escándalo, a cuantos absurdos bullen en mi mente. El canónigo Mier, hombre ilustrado y tolerante, fue de los que más celebraron mis ocurrencias, y a renglón seguido me dijo que, designado por el arzobispo Bonell y Orbe para asistir a la ceremonia de la degradación del cura Merino, la cual había de ser muy interesante y patética, me proponía llevarme consigo, si yo lo deseaba. Aunque ordena el Concilio de Trento que estos ejemplares actos sean públicos, en el caso presente no se abrirán las puertas de la cárcel más que a los que asistan por ministerio eclesiástico, y a contadas personas que quieran presenciar la ceremonia, no por curiosidad, sino por edificación. Me apresuré a contestarle afirmativamente, y quedamos de acuerdo en hora y punto de cita para el mismo día.

Agustín, que a más de hermano mío lo es de la Paz y Caridad, contonos ayer que, habiendo visto en su calabozo al monstruo del Averno, salió de allí escandalizado y horrorizado de un cinismo tan infernal. No se contenta Merino con repetir que quiso matar a la reina por vengar en ella las iniquidades de los que mandan, y por aversión al género humano, sino que ha declarado con el mayor descoco que desde su entrada en el convento, siendo aún niño, leyó cuantas obras prohibidas le vinieron a las manos, filosofismos y herejías de lo peor que abortan las prensas francesas. Luego se dejó decir que en su juventud estuvo enamorado de la Libertad; que por huir de persecuciones se largó dos veces a Francia el 41, empleó en préstamos el dinero de sus ahorros y algo que ganó en la Lotería, siendo tan desgraciado en sus negocios, que los acreedores, sobre no pagarle, le pegaban... Sufrió vejaciones, malos tratos, estafas y vituperios mil, con lo que se le fue corrompiendo la sangre, y se llenó de hiel.

En sus últimos años, no tenía trato de gentes; se pasaba el día echando amargos ayes de su boca; quejábase continuamente de enfermedades efectivas y de otras imaginarias. Su genio era tan agrio, que no había cristiano que le aguantase... Dormía tan poco, que sus descansos salían a hora y media no más por noche, y entretenía los insomnios con lecturas continuas de cuanto papel en sus manos caía... En la cárcel afecta fría tranquilidad, desprecio de la vida, desdén de escribanos y jueces, de su propio defensor, y hasta del señor Presidente del Tribunal Supremo, don Lorenzo Arrazola, lo que verdaderamente revela un orgullo más que satánico...

Mucho agradecí al buen amigo señor Mier que me facilitara ocasión de ver al preso en acto tan imponente y severo. Consistía la degradación en despojarle de la investidura carácter sacerdotal, para que pudiera ceñir sin mengua de la Iglesia la hopa amarilla que ordena la etiqueta del cadalso, según los artículos 160 y 91 de nuestro benigno Código penal. A la hora designada para degradar entramos en el Saladero el señor Mier y yo, y nos encaminaron a una sala baja con rejas a la calle: en el testero principal vimos un altar, y sobre éste ropas litúrgicas, un cáliz, un crucifijo y dos velas. No tardó en llegar el señor Cascallana, Obispo de Málaga, con media docena de graves sacerdotes, que habían de asistirle, y casi al mismo tiempo se personaron el juez señor Aurioles, los Gobernadores civil y militar, el Fiscal, escribanos y algunas personas que no llevaban más cargo que el de mirones, ni otro fin que el de saciar su curiosidad ardiente. En la calle, numeroso gentío ansiaba ver cosa tan extraordinaria. Pocos eran los que algo podían vislumbrar pegados a las rejas; muchos los que empujaban disputando sitio a los que habían madrugado para cogerlo; muchísimos los que renegaban de no ver más que la pared, detrás de la cual pasaba algo terrible. Juntándose al murmullo y risotadas de los menos el mugido displicente de los más, resultaba un coro de crueldad y grosería que nos daba la sensación de los autos de fe.

El Obispo se revistió de medio pontifical rojo, con báculo y mitra, y ocupó un sillón de espaldas al altar; los demás curas situáronse a izquierda y derecha; yo me...



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