Rothenberg | El Reino | E-Book | www.sack.de
E-Book

E-Book, Spanisch, 356 Seiten

Rothenberg El Reino


1. Auflage 2023
ISBN: 978-84-19680-06-8
Verlag: NOCTURNA
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)

E-Book, Spanisch, 356 Seiten

ISBN: 978-84-19680-06-8
Verlag: NOCTURNA
Format: EPUB
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¿Y si Westworld se combinara con Disney World? ¿Y si las princesas de Disney no fueran chicas disfrazadas, sino híbridos animatrónicos programados para hacer realidad el sueño de todo visitante? ¿Y si una androide programada para no mentir y servir a los humanos asesinara a uno... y negara haberlo hecho? Esa es la premisa de El Reino, una novela que combina la fantasía con la tecnología y los dilemas éticos de Asimov para contar una historia sobre lo que nos hace humanos. Bienvenidos al lugar donde solo existen los finales felices. En el parque temático del Reino, los visitantes pasean en dragones virtuales, los castillos se ciernen desde las alturas y los animales antes extintos, ahora recreados con bioingeniería, deambulan por los alrededores. Ana es una de las siete fantasistas, autómatas con aspecto de princesas cuyo objetivo es entretener al público. Cuando conoce a Owen, un trabajador del parque, Ana empieza a experimentar emociones más allá de su programación. Pero el cuento de hadas se convierte en una pesadilla cuando la detienen por asesinar a Owen. El que será el juicio del siglo expone mediante testimonios, entrevistas y los recuerdos de Ana una historia de amor, mentiras y crueldad. Y de lo que realmente significa ser humano.

Jess Rothenberg creció en Charleston, Carolina del Sur, y en la actualidad reside en Nueva York. Después de trabajar de editora juvenil, publicó su primer libro, Tú y yo: Una historia catastrófica (2012), y decidió dedicarse íntegramente a la escritura. El Reino (2019; Nocturna, 2023), su segunda novela, se ambienta en un parque temático donde una androide es detenida por asesinar a un humano.
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5

SEPTIEMBRE DEL GORRIÓN COSTERO

DOS AÑOS ANTES DEL JUICIO

Mis ojos se abren al amanecer, aunque no estaba dormida.

Mis hermanas y yo no dormimos, al menos no como los humanos.

En su lugar, descansamos.

«Las horas de descanso», las llama madre. El intervalo entre las doce y las seis de la mañana en que yacemos como estatuas en nuestras camas, con los ojos cerrados pero la mente alerta, limpiando archivos del sistema, instalando actualizaciones y procesando los sucesos del día. El largo periodo de silencio puede ser un reto para mis hermanas más jóvenes por su velocidad superior de descarga —Zara, Zel y Yumi presentan rutinariamente su solicitud, siempre denegada, de que se las exima de ello—, pero para mí la quietud y el silencio son la mejor parte del día. Esas horas me pertenecen a mí y solo a mí, cuando soy libre de leer las obras de Shakespeare, Austen, Angelou y Tolstói. Cuando puedo ver con detenimiento los cuadros de Kahlo y Cassatt, o reproducir por la red las sinfonías de Mozart y Bach, o impartirme a mí misma las nociones de cantonés que incluye la última actualización. Noche tras noche, deambulo tan lejos como me permiten los cortafuegos del Reino para explorar segura y virtualmente el mundo más allá del portón. Cine. Música. Arte. Ciencia. Literatura. Matemáticas. Astronomía. De esta forma, he caminado por las tumbas del Antiguo Egipto. He perseguido cuadrigas en las calles de Pompeya. He subido hasta el escalón 1710 en lo alto de la Torre Eiffel. Una vez incluso fui en cohete a la luna.

Anoche, sin embargo, no iba a bordo de un cohete a la luna. Anoche estuve pensando en la historia de mi hermana Alice. Su rostro machacado. Su ser quebrantado. La violencia de ello: sus órganos ensangrentados y sus circuitos de piel desgarrada reluciendo metálicos en las fotos del periódico que madre guarda en su recopilación, un libro de historias reales que a veces nos lee a modo de recordatorio. «Esto es lo que os hacen en el mundo exterior, al otro lado de la luz verde que delimita el aparcamiento».

Alice era una de las fantasistas originales: un prototipo hermoso y muy querido de la generación de Eve, siete décadas antes de mi época. Pero le pasó algo horrible. Primero la sedujo y secuestró un visitante del parque. Tres días después, ella intentó escapar, pero se perdió enseguida. Recorrió sola y con dificultad la ciudad, rodeada por doquier de los sonidos y olores de la vida humana. A esas alturas, creemos que su sistema se había sobrecargado. No estaba procesando con claridad. Su GPS interno no podía guiarla a casa. Y fue entonces cuando se acercó la banda. Los ojos curiosos. Las manos entrometidas. Los balbuceos.

A los humanos que la encontraron no les gustó Alice. Porque no era una de ellos.

Y nosotras tampoco lo somos.

El día después de que hallaran a Alice, el Reino empezó a construir el portón.

Desde entonces, damos las gracias al parque porque sabemos que ya nunca volverá a pasarnos nada tan horrible. Ahora estamos a salvo.

Los supervisores se han asegurado de ello.

Hoy el trabajo empieza como siempre, con la Luz Diurna, una simulación del amanecer que ilumina gradualmente nuestra habitación durante varios minutos acompañada de los sonidos de los pájaros cantando por la mañana y de los carillones al viento. Madre nos ha animado a no hablar durante este periodo de transición para fomentar una entrada tranquila al nuevo día.

Enseguida vienen los ayudantes a acompañarnos a las siete hasta las duchas para la Descontaminación, un largo proceso que consiste en frotar, aplicar champú y acondicionador, exfoliar, depilar y darse crema hidratante por todo el cuerpo. Después nos secan, nos ponen unas mullidas batas blancas y nos llevan al centro médico de la quinta planta para ingerir los suplementos matutinos —podemos comer, aunque no nos hace falta—, además de pesarnos, tomar muestras de sangre y realizarnos una minuciosa revisión a cargo de nuestro supervisor jefe para asegurarse de que nos hallamos en unas condiciones óptimas de salud física y mental. No es nuestro padre, pero lo llamamos «papá». Papá tiene las manos suaves, una sonrisa cálida y ojos que me recuerdan al mar. Tampoco es que lo haya visto nunca —el cortafuegos bloquea todas las imágenes del mundo exterior que podrían considerarse tristes—, pero por lo que nos ha contado madre sobre los viejos tiempos, antes de que los océanos se contaminaran, me gusta pensar que puedo imaginármelo.

Hace mucho tiempo, niñas…, hace mucho tiempo, los mares eran tan azules como los pétalos del más bonito de los acianos y tan cristalinos como el cristal más puro…

—Buenos días, Ana. —Papá tararea una canción agradable mientras me apunta a los ojos con la luz, comprobando mis lentillas desechables—. ¿Cómo estamos hoy?

Le devuelvo la sonrisa.

Papá es firme. Es estable. Es seguro.

Por lo que mis hermanas y yo hemos aprendido, no todos los hombres lo son. Esta es la lección de Alice y de lo que puede pasarle a alguien como yo en el mundo al otro lado del portón.

Una vez que se completan las tareas de salud e higiene, nos dirigimos al centro de embellecimiento, donde nos esperan nuestros esteticistas —la mía es Fleur—. Durante varias horas nos transforman de páginas en blanco a siete princesas de fantasía: fantasistas, lo más cercano a la perfección femenina que ha producido el mundo. Somos preciosas. Somos amables. Somos de colores tan variados como el arcoíris, creadas para celebrar la solidaridad internacional y reflejar el mundo diverso en el que vivimos. Nos encanta cantar, sonreír y ofrecer experiencias. Nunca alzamos la voz. Nuestra prioridad siempre es complacer. Nunca decimos no a menos que sea eso lo que quieres oír. Tu felicidad es nuestra felicidad.

Tus deseos son órdenes para nosotras.

La multitud ya se ha concentrado fuera del palacio para cuando llega la hora de hacer nuestro debut matutino. Vociferan nuestros nombres incluso cuando aún seguimos rezagadas en el oscuro corredor, similar a una boca de piedra.

—¡Ana! —gritan—. ¡Kaia! ¡Yumi! ¡Eve! ¡Zara! ¡Pania! ¡Zel!

Los visitantes no lo saben, pero no vivimos en el palacio. Nunca hemos vivido ahí. Construido a imagen y semejanza de un château francés del siglo XVI, el Palacio de la Princesa cuenta con un foso serpenteante, dos puentes de piedra y siete torrecillas que se extienden hasta las nubes. Proporciona al público del Reino una experiencia medieval inmersa donde, mediante una combinación minuciosamente supervisada de espectáculos en directo, figuras animatrónicas híbridas y Felices de PoRVIda (la marca de Realidad Virtual Intensiva del Reino), hombres, mujeres y niños pasan a formar parte de nuestro mundo y de nuestra historia.

Los visitantes se deleitan con las majestuosas salas decoradas con ricos tapices que caen en cascada, danzan en exquisitos salones de baile bajo destellantes lámparas de araña, exploran pasadizos y acceden a jardines secretos, sueldan y blanden espadas, luchan con magos, huyen de mazmorras situadas en torres y vuelan a lomos de dragones de aliento llameante, todo ello grabado en alta definición para que, al final del día, tengan la posibilidad de comprar vídeos en los que ellos son los héroes (o, según sus preferencias, claro, los villanos).

Aunque los siete aposentos del palacio son muy bonitos, con sus elegantes camas con dosel, ventanales abovedados y armarios de cedro revestidos de satén, yo prefiero la sencillez de nuestra verdadera casa: un edificio de doce plantas camuflado en la esquina noroeste del Reino, por el bosque tras el aparcamiento y de camino a Invernolandia, el entorno completamente acristalado de recreación ártica que abarca más de cuatro kilómetros. Las primeras once plantas consisten sobre todo en oficinas de Operaciones, Estrategia y Desarrollo de Negocios, Seguridad, Vigilancia y Recursos Humanos. Mis hermanas y yo residimos en la duodécima. El dormitorio que compartimos es simple pero acogedor: una habitación con paredes blancas y desnudas, armarios, siete camas que al descansar nos monitorean el pulso, la temperatura, el oxígeno, la presión sanguínea y otras funciones vitales, y una única ventana que da a un bonito campo de flores silvestres azules y moradas, justo al otro lado de los contenedores de residuos con riesgo biológico.

Una vida humilde, como nos dice madre, pero afortunada.

Por fin, el reloj da las nueve. Las puertas se abren despacio. Y nosotras, con nuestros vestidos deslumbrantes como constelaciones, damos un paso al frente a la luz del sol en la que será la primera de varias recepciones matutinas que trae el nuevo día.

—Esperanza —susurra nuestra hermana mayor, Eve, de ojos avellana y pelo plateado, el prototipo original del parque y la primera fantasista. Lleva la tiara especial que recibió en la celebración del bicentenario del parque, con un pequeño pájaro de zafiro engarzado en el cristal. Me mira, pero vuelvo la cabeza. Llevo evitándola desde que los supervisores la dejaron ser la primera en elegir en nuestra selección diaria de vestidos… y hoy, cómo no, ha escogido uno de delicado encaje español en tonos lavanda metálicos, mi favorito—. Gratitud.

—Gratitud —repetimos todas en voz baja, aunque yo aprieto un poco los dientes al hablar.

Nia me aprieta la mano con bastante fuerza antes de soltarme. Me giro a mirarla, pero sus ojos aguamarina se muestran ausentes y ya se está apartando de mí en un borrón de...



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