Serge | El caso Tuláyev | E-Book | www.sack.de
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E-Book, Spanisch, 392 Seiten

Reihe: Ensayo

Serge El caso Tuláyev


1. Auflage 2019
ISBN: 978-84-949879-1-5
Verlag: Capitán Swing Libros
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark

E-Book, Spanisch, 392 Seiten

Reihe: Ensayo

ISBN: 978-84-949879-1-5
Verlag: Capitán Swing Libros
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark



En la gran tradición de la novela europea, El caso Tuláyev es la comedia humana de un estado policial, con la sensación de urgencia y amenaza que se cierne sobre la capital moscovita sitiada por el invierno, donde el inocente confiesa su culpa y el castigo cae sobre él, y en la que la explicación de los hechos se da no como una fórmula histórica, sino con toda la crudeza de su verdad. Una fría noche de invierno, el camarada Tuláyev, alto cargo del gobierno, muere tiroteado en la calle. Comienza entonces la búsqueda del asesino. Desde la perspectiva panorámica del Gran Terror Soviético, la investigación abarca el mundo entero y tiende sus redes sobre una serie de sospechosos cuya única conexión es su inocencia, al menos en el crimen que se les imputa. El caso Tuláyev, sin duda la mejor obra de ficción jamás escrita sobre las purgas estalinistas, no solo es la historia de un Estado totalitario. Marcada por la profunda humanidad y el espíritu generoso de su autor, el exiliado y legendario anarquista Victor Serge, es también un clásico relato del siglo XX lleno de peligros, aventuras y nobleza inesperada.

Victor Serge, Bruselas, 1890 - México DF, 1947 Anarquista y protagonista destacado de la Revolución rusa desde 1918, Victor Napoleón Lvovich Kibalchich -Serge fue el seudónimo adoptado en la revista española Tierra y Libertad- fue también una de las primeras voces críticas con el estalinismo. Dotado de una notable capacidad para las letras, trabajó en la Internacional Comunista como periodista, editor y traductor. Hijo de exiliados de la Rusia zarista, se entregó por completo a las ideas y las actividades que confirieron al siglo XX su miseria y su esplendor. No fue el único revolucionario que lo hizo, pero sí uno de los pocos que no confundió esos dos extremos y que, protagonista del esplendor que pareció encarnar la revolución rusa, advirtió desde los primeros momentos la miseria en la que se precipitaba. Serge estuvo en contacto con sus dirigentes, desde Lenin hasta Trotski, Bujarin o Zinoviev, y se sintió por ello comprometido a denunciar lo que, todavía instalado en la fe original, consideró graves errores, como el establecimiento de checas en lugar de tribunales con garantías.
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Miércoles 7 de abril de 1926


Una mirada. Duración uno, o quizá, dos segundos. En la física de partículas, una eternidad. En historia, el encuentro más breve, un intercambio infinitesimal diminuto. Dos brazos que se levantan, el de Benito Mussolini en el saludo fascista, el de Violet Gibson apuntando con una pistola. La distancia que separa a estas dos personas que jamás se habían visto es de unos veinte centímetros. Lo suficientemente cerca como para respirar cada uno el aliento del otro. El asesinato puede ser algo muy íntimo.

Violet, la hija de un noble, parece una indigente. Lleva un vestido negro, lustroso por el uso, lleva el cabello blanco grisáceo recogido en un moño desigual del que sobresalen mechones sueltos; está muy delgada. Mussolini, hijo de un herrero, viste como un corredor de bolsa. Cuello estilo mariposa, corbata negra, polainas, abrigo con cuello adornado de terciopelo —ropas que ha elegido esa mañana su amante judía, quien ha pasado la noche con él. No ha dormido bien debido a una posible úlcera de estómago que le produce frecuentes malestares. (Alejado de las multitudes, el acto de aflojarse los pantalones y masajearse el estómago con las manos se ha convertido en un reflejo cotidiano.) Violet, que se ha estado preparando desde hace algún tiempo para matar a Mussolini, tampoco ha dormido bien, porque también sufre de dolores de estómago.

Hasta el momento en que ella levanta la pistola y apunta al rostro de Mussolini, ha sido una mañana fascista corriente. A las seis en punto, el cámara de Mussolini, Quinto Navara, llegó a su apartamento del Palazzo Tittoni en la vía Rasella. Muy poco después, subieron a un Lancia negro y les llevaron al despacho de Mussolini en el Palazzo Chigi. Su Excelencia el primer ministro Benito Mussolini, Il Duce, se sentó tras su escritorio para recibir a sus procónsules y escuchar sus peticiones. Su personal y servicios de seguridad le han estado ajustando la agenda, dando órdenes detalladas para su perfecta ejecución. El jefe de policía acaba de terminar la orden de seguridad número 08473, en la que se detallan los preparativos policiales para el día siguiente. Diariamente, se despachan copias al carbón de estas órdenes de seguridad para los responsables del orden público, incluyendo a los jefes de las policías política y militar, el Ministerio del Interior, y la Guardia Real. El jefe de policía tiene que lidiar con una fuerza muy poco entrenada que no dispone de un sistema telefónico eficiente, carece casi en su totalidad de transporte motorizado, y con unas comisarías locales abarrotadas y antihigiénicas. En unas pocas horas tendrá que modificar sustancialmente la orden. Pero, por el momento, todo transcurre como debería ser en el nuevo Imperio romano.

Violet, mientras tanto, hace su recorrido desde via Nomentana, una amplia avenida de villas y apartamentos que se extiende por la que había sido, hasta hace bien poco, una zona rural interior de Roma. ¿Va caminando? ¿Toma el tranvía? Violet no tiene personal que diseñe y atienda las minucias de su agenda. Como más adelante testificarán las monjas del convento en donde se aloja, Violet se levantó a las seis y se presentó, cubierta con un velo, a la misa de la capilla del convento. Salió después de desayunar, a las 8.30 de la mañana. Estaba algo agitada «como si estuviera intentando controlar alguna emoción interior». Cuando le preguntaron si volvería para el almuerzo respondió que sí, con «una media sonrisa». La hermana Riccarda estaba preocupada. Por la noche le llevó a Violet algunos medicamentos para sus dolores de estómago. La monja observó que había estado leyendo un periódico italiano y que había marcado algunos pasajes. «No me di cuenta de que mañana tendría que estar fuera por tanto tiempo», dijo Violet, la intención, como siempre, esquiva. Cuando abandona el convento no se percata de que la madre superiora, Mary Elizabeth Hesselbald, la vigila de cerca desde una ventana.

Violet atraviesa la Porta Pía, el fabuloso portal travertino de Miguel Ángel y se dirige hacia la iglesia de Santa Susana. Aquí, hace tres días, el Domingo de Resurrección, asistió a misa, sentada bajo floridos frescos que representan el martirio de Susana, la santa del siglo III que consagró su virginidad a Cristo. Violet, aunque no es virgen, está preparada para abrazar su propio martirio, porque Dios lo ha querido así. En la mano derecha, metido en un bolsillo, lleva un revólver Lebel, el arma estándar del ejército francés, capaz de disparar seis balas de 8 mm cargadas en una recámara basculante. La ha envuelto en un velo negro. En la habitación del convento, en donde había estado practicando con el revólver descargado, sujetándolo con las dos manos hacia un objetivo fijo, tiene una caja con veinte balas activas. En el bolsillo izquierdo del vestido de solterona lleva una piedra grande, escondida en un guante negro de cuero, con la que romperá el parabrisas del coche de Mussolini por si tuviera que dispararle en el vehículo. Éstos son los instrumentos de su santo gesto.

Lo que ven los turistas

La Roma clásica, la Roma medieval, la Roma renacentista, la Roma del siglo XVIII, la Roma de la postunificación. Los visitantes extranjeros (de los que se estima que han llegado unos 150.000 a la ciudad para celebrar la Semana Santa) se aventuran a salir desde los hoteles y pensioni para medir con pasos sus rutas por todas estas Romas, dos mil años de historia y memorias confusas aplastadas bajo escombros o esculpidas en mamposterías erguidas. Para muchos turistas, es la última oportunidad de rebuscar en sus Manuales de Roma de Baedeker o de Murray antes de que comience el éxodo hacia sus hogares. Edith Wharton detestaba estos «volúmenes de color rojo que acompañan al viajero por Italia», porque tenían «tan completamente anticipados los impulsos caprichosos de sus lectores que ahora es casi imposible planificar un recorrido de exploración sin averiguar, en referencia al mismo, que sus autores ya habían estado en el lugar». Pero los impulsos de Violet la llevan por una trayectoria que ninguna guía había medido.

La Roma fascista, el verdadero sabor de la gloria Romana, el sentido de lo que Virginia Woolf identificó como «una época para llegar a la pura, a la autoafirmativa virilidad». La «absoluta masculinidad» de la nueva Roma se personifica en su líder, Benito Mussolini, cuyos «músculos» y «vitalidad extraordinaria» son un deleite para lady Asquith, la mujer del anterior primer ministro británico (quien, por el contrario, ofrece un físico desarmado y un cutis de interior). Se estima que hay en circulación trece millones de fotos de Il Duce en diferentes poses. Se le ha fotografiado nadando, practicando esgrima, cabalgando, cortando maíz descamisado, con el pecho sudoroso y brillante —inimaginable para la mayoría de los políticos de su época. Hitler, Stalin, Lenin, Baldwin, Chamberlain, Roosevelt, Blum y Franco no son «hombres» a los que se pueda ver de esta manera, mantienen tímidamente sus cuerpos como asuntos privados. Se dice que el cuerpo de Mussolini deja imágenes-recuerdo de sí mismo para suscitar a los fieles. Clementine Churchill, al conocer a Il Duce en marzo de 1926, lo encontró «bastante simple y natural, muy digno… [con] unos maravillosos ojos penetrantes de color marrón dorado que se pueden ver pero no mirar». Como si mirarle fuera como mirar al sol. En definitiva, concluyó, «uno de los hombres más maravillosos de nuestros tiempos». Estaba encantada de haberse llevado una foto firmada de recuerdo. Lady Oxford describió su sonora voz como una de las más maravillosas que jamás había oído. Lady Ivy Chamberlain, esposa del secretario de estado de Asuntos Exteriores, Sir Austen, era una admiradora incondicional que guardaba como un tesoro su propia insignia del Partido Fascista (y, mientras aguantaron, las orquídeas que Mussolini le envió). Se decía que lady Sybil Graham, la esposa del embajador británico, estaba igualmente encantada.

Las guías turísticas aconsejan también que el mismo Mussolini esté entre los sitios a visitar. «Todo aquel que iba a Roma quería tener una entrevista con Mussolini», observaba un periodista americano. «Verle era tan parte del largamente planeado viaje a la Ciudad Eterna como lo era visitar las ruinas o caminar por los lugares por los que en su día caminaron los héroes de la antigüedad.» Las mujeres viajeras sueñan con tomar el té con Mussolini —aunque él no lo toma, pero sí toma manzanilla, tanto oralmente como por vía rectal, como un paliativo para sus dolores estomacales.

La hermana Caterina Flanagan testificará que Violet había asistido a un desfile oficial en septiembre de 1925 pero que volvió indignada porque Mussolini no había aparecido. Esto no era sorprendente, la monja (ignorante de las intenciones de Violet), explicó que muchos huéspedes extranjeros del convento y que eran grandes admiradores de Mussolini «estaban constantemente intentando conseguir ver algo de él, y se decepcionaban si fracasaban». Qué ridículas, medita el secretario de estado de Asuntos Exteriores Dino Grandi, son estas «viudas ancianas y señoras mayores desarraigadas» —sin ofender a miss Jean Brodie, una mujer en la flor de la vida— que adoran a Il Duce y que desean llevarle torta de semillas.

Lo que no ven los turistas

No ven a los prisioneros políticos, el aceite de ricino, las cachiporras manganello, rellenas con gruesas pieles o con plomo, o el cuerpo del líder asesinado de la oposición Giacomo Matteotti, abandonado...



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