Sims | Memorias de una suegra | E-Book | www.sack.de
E-Book

E-Book, Spanisch, Band 325, 228 Seiten

Reihe: Libros del Tiempo

Sims Memorias de una suegra


1. Auflage 2015
ISBN: 978-84-16396-39-9
Verlag: Siruela
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)

E-Book, Spanisch, Band 325, 228 Seiten

Reihe: Libros del Tiempo

ISBN: 978-84-16396-39-9
Verlag: Siruela
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)



En este clásico, George R. Sims retrata con humor y maestría la figura de la suegra y su sempiterna fama, consiguiendo así una joya satírica que merece la pena saborear. La señora Jane Tressider nunca ha tenido miedo de decir lo que piensa, ni siquiera para reconocer que al hacerlo haya podido ofender a alguien. En cualquier caso, siendo madre de nueve hijos, no puede permitirse el lujo de que esa pequeña flaqueza interfiera en su labor, que no es otra que la de mantener a raya a su irresponsable marido mientras se encarga de llevar no solo su propia casa, sino también las de sus siete hijos e hijas ya casados. Partiendo de la premisa de que las suegras han sido mal entendidas y nadie se ha puesto jamás de su lado, Jane está decidida a poner las cosas en su sitio y a defender al grupo más difamado que existe sobre la faz de la tierra. El resultado es este diario, una hilarante comedia de modales y una sutil sátira de costumbres y actitudes típicamente eduardianas.

George R. Sims (1847-1922) fue uno de los dramaturgos y escritores de sátiras más reconocidos de su tiempo. Amigo personal de W. S. Gilbert y Ambrose Bierce, fue autor de más de treinta obras de teatro, algunas de las cuales gozaron de una extensa vida a lo largo y ancho del Reino Unido.
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MEMORIA I

Yo

Desde tiempos inmemoriales las suegras han sido constantemente objeto del ridículo y del desprecio. No estoy del todo segura del uso que debe darse a la palabra «inmemorial», porque no soy una autora profesional y, cuando yo era niña, las jovencitas no tenían la cultura que tienen hoy. Me educaron para que aprendiera a escribir, a coser, a cocinar correctamente y, debo añadir sin tardanza, a hablar con corrección, algo que heredé de mi querida madre.

Mi querida madre siempre decía lo que pensaba. En muchas ocasiones la oí decir a mi querido padre, cuando él la regañaba por algo que ella había dicho en público: «No puedo evitarlo, Zachariah. Siempre digo lo que pienso, y siempre lo haré, tanto si ofende a la gente como si no».

En cuanto a mí, ya de pequeña decía siempre lo que pensaba. Lo hice también de jovencita y, aunque soy ya una mujer de mediana edad, sigo haciéndolo aún, y tengo intención de hacerlo en estas memorias. Sé que a veces he causado alguna ofensa al obrar así. Una mujer con cuatro hijas casadas y tres hijos también casados, una hija soltera que vive en casa y el menor de todos, un niño de once años encantador, listo y algo travieso, además de un esposo incapaz de matar una mosca, a menos que la mosca sea su esposa, y que durante los treinta y cinco años de nuestra vida marital me ha permitido no solo decir todas las cosas desagradables, sino también hacerlas, mientras él se mantiene al margen, no puede evitar ofender de vez en cuando si es honesta y franca.

Por supuesto, si mi esposo (y no es mi deseo decir una sola palabra contra él como hombre) hubiera cumplido con sus obligaciones como marido y como padre, yo no tendría que cargar con la reputación de ser una «fiera» en ciertos círculos. Esa es la elegante expresión que oí en su día aplicada a mi persona y en mi propia casa en boca del joven repartidor de una ferretería y de mi propia criada.

Fiera o no, no permití que el jefe del muchacho se burlara de mi esposo, que sinceramente tiene la misma idea del valor de las cosas que un niño y al que jamás deberían permitirle entrar solo en una tienda. Mi marido se cree todo lo que le dicen los tenderos y odia lo que él llama «regatear» por el precio de las cosas. En una ocasión dejé que me acompañara a comprarme un sombrero, porque me dijo que había visto uno en un escaparate que creía que me favorecería, y debo decir que hizo una escena de no poco calado. En cuanto me hube probado una media docena, empezó a mover nerviosamente el bastón y los pies y quería que me llevara una cosa horrenda que me daba el aspecto de un auténtico esperpento. Naturalmente, me di cuenta de lo que ocurría. Él creía que yo estaba importunando a la joven dependienta.

–Ah, claro –le dije–. Te trae sin cuidado que parezca un esperpento. Solo te preocupan los demás.

Lo dije en voz alta y él se puso como la grana, una fastidiosa costumbre que tiene cuando me dirijo a él en público.

–No pretendo que parezcas un esperpento, querida –tartamudeó–, pero no irás a probarte todos los sombreros de la tienda y marcharte después sin haber comprado ninguno.

Jamás he podido entender por qué a los hombres les horroriza de ese modo salir de una tienda sin haber comprado nada. Naturalmente a las dependientas les gustaría que compráramos todas las existencias de la tienda, pero no entramos a una tienda para complacer a las dependientas, sino para complacernos a nosotras mismas, y si nada de lo que vemos nos gusta, o es demasiado caro, ¿por qué íbamos a comprarlo?

Dos de mis hijas han salido en eso a su padre. He oído a la mayor, Sabina, después de haber pasado juntas la mañana en Schoolbreds, o en Whiteley’s, o en Marshall & Snelgrove’s1, y no haber encontrado exactamente lo que buscábamos, volver a entrar a toda prisa cuando salíamos de la tienda y hacerse con una fruslería absurda y totalmente inútil por seis peniques, y cuando la he regañado por gastar así su dinero, ella me ha dicho:

–Ah, mamá, hemos molestado tanto que me he visto obligada a comprar algo.

Estoy convencida de que fue la ridícula idea de comprar algo lo que llevó a mi esposo a hacerse con el juego de aceitera y vinagrera en la ferretería de Tottenham Court Road, lo cual llevó a su vez al joven a comentarle a mi sirvienta que yo era una fiera. Y la muy pícara cometió la impudicia (no sabía que la estaba mirando desde la barandilla) de darle la razón y toda la razón y añadir que el pobre señor de la casa jamás vería ni rastro del juego. «El pobre señor de la casa», dijo. Por supuesto, cómo no. De casa es de donde a punto estuve de echarla ese mismo día, poniéndola de patitas en la calle, y de no haber sido porque su madre me llamó y apeló a mí como madre, no habría recibido de mí ni un ápice de conmiseración. Hay demasiado «pobre señor de la casa» en la risueña y frívola criada de hoy en día.

Debo reconocer que le solté algunas cosas muy poco agradables al ferretero, pero me limité a decirle lo que pensaba, y lo habría hecho tal cual aunque en vez de un ferretero me las hubiera tenido que ver con veinte.

Un día, durante la cena, se me ocurrió decir que jamás había tenido un juego decente de aliños. Naturalmente que teníamos juegos de aliños (esas moderneces frágiles, estúpidas y precarias), pero siempre me acordaba del mejor juego de aliños de mamá (que había sido el objeto de mi admiración cuando era niña, además de ornamento en cualquier mesa que se preciara), y me acordaba también de cuando mis dos hermanos intentaron alcanzar la pimienta y volcaron el que teníamos, empapando el mantel limpio (y una de mis mejores piezas) de vinagre y salsa Worcester, por no hablar de la mostaza. Dije lo que opinaba, y declaré que no era la clase de juego de aliños que esperaba tener al casarme con un hombre de posibles.

Al día siguiente, a mi pobre y bobalicón esposo (bondadoso como el que más) se le ocurrió ir a una ferretería de Tottenham Court Road y pedir unos juegos de aliños de primera. No logro entender por qué fue a buscarlo a una ferretería, y más aun tratándose de una de esas cacharrerías de poca monta que atraen la atención del público colgando de la puerta hierros para atizar el fuego, sartenes y toda suerte de cachivaches. En cualquier caso, eso es lo que hizo, y el propietario enseguida se percató de la clase de hombre que tenía delante, y lo convenció para que se llevara esa espantosa y enorme vulgaridad por la que le cobró seis guineas. En cuanto nos llegó a casa vi lo que era con solo echarle un vistazo, y cuando John (mi esposo) me comentó lo que había pagado por ella, me quedé horrorizada y dije:

–Si crees que voy a dejar que te estafen de ese modo, te equivocas de medio a medio. Ahora mismo iré a devolverlo y exigiré recuperar el dinero.

Entonces él empezó a discutir, y me advirtió que lo había comprado y que lo había pagado, y que yo hablaba así porque me estaba dejando llevar por mis prejuicios. Discutimos sobre el asunto durante más de una hora, pero él era obstinado y dijo que no podía pedirle que volviera a la tienda y le dijera al hombre que su mujer había dicho que era un idiota. Creo que esta frase no queda demasiado clara. Todos estos «el» y «le» siempre me fastidian, aunque no soy una escritora profesional. Es más fácil decir lo que queremos decir que escribirlo. En resumen, conseguí que mi esposo me entendiera, pues contesté:

–Muy bien. Si no vas tú a devolver el juego de aliños, lo haré yo. –Y lo envolví con el delgado papel tisú con el que nos lo habían enviado, lo cogí por el asa y salí con él sin pensarlo más, y entré a la tienda y lo deposité encima del mostrador, y le espeté al propietario, que me miraba como si hasta entonces jamás hubiera visto a una esposa indignada–: Será usted tan amable de devolverme las seis guineas que mi esposo, el señor Tressider, le pagó ayer por esta baratija. –Había en la tienda varios clientes, y el propietario se quedó sin duda horrorizado, pues soltó un jadeo antes de poder hablar.

–No entiendo a qué se refiere, señora.

–Ah, yo se lo aclaro ahora mismo –dije–. Mi marido desconoce por completo lo que son los juegos de aliños y le ha pagado seis guineas por esto. Yo sé perfectamente lo que son los juegos de aliños, de modo que insisto en que me devuelva mi dinero.

–Si no está satisfecha con su juego de aliños, señora, se lo cambiaré. Pero en ningún caso devolvemos el importe de las compras.

–En ese caso –respondí–, tendrán que empezar a practicar ahora mismo.

Hizo un gorjeo y me fulminó con la mirada, pero no me amedrentó. Yo sabía que llevaba las de ganar. No podía echarme de la tienda y los demás clientes habían dejado de comprar y nos escuchaban, y el dependiente no podía permitirse atraer su atención. Luego me di cuenta de que una señora estaba haciendo un suculento encargo para una joven pareja que iba a casarse y que estaba muy cerca de nosotros y podía oír cada palabra. Imagino que el propietario simplemente creyó que la dama se alarmaría y que quizá creería que había entrado en lo que mi hijo John llama «la tienda equivocada», y cancelaría su pedido. Sea como fuere, vio que tenía delante a una mujer decidida, así que cambió el tono y dijo, alzando la voz:

–Señora, no deseo imponer a ningún cliente ningún artículo que no le resulte satisfactorio. Le devolveré el dinero, pues no tengo intención de vivir una situación...



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