Steeman | El asesino vive en el 21 | E-Book | www.sack.de
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E-Book, Spanisch, Band 376, 224 Seiten

Reihe: Libros del Tiempo

Steeman El asesino vive en el 21


1. Auflage 2019
ISBN: 978-84-17860-47-9
Verlag: Siruela
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)

E-Book, Spanisch, Band 376, 224 Seiten

Reihe: Libros del Tiempo

ISBN: 978-84-17860-47-9
Verlag: Siruela
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«El asesino vive en el 21 es la mejor y más emocionante novela de asesinatos en la niebla que he leído nunca».José María Guelbenzu En el neblinoso Londres de los años treinta, un asesino en serie tiene aterrorizada a la capital. Tras matar a sus víctimas de un golpe en la cabeza, les roba y deja junto a ellas una nota con la más anodina de las firmas: «Mr. Smith». Cuando, tras el último ataque, un testigo ve al criminal entrar en una pensión del número 21 de Russel Square, Scotland Yard -con el superintendente Strickland al frente del caso- pondrá bajo vigilancia a sus huéspedes: la viuda Hobson, dueña del establecimiento; el señor Collins, vendedor a domicilio de radios; el mayor Fairchild, retirado tras haber servido en las Colonias; la señorita Holland, amante de los gatos... Pero pese a haber estrechado tanto el cerco, descubrir entre todos la verdadera identidad de Mr. Smith no resultará sencillo en absoluto... El asesino vive en el 21 -publicada originalmente en 1939 y llevada al cine tres años después por Henri-Georges Clouzot- es la obra maestra de su autor y una de las más brillantes aportaciones continentales a la novela detectivesca clásica.

Stanislas-André Steeman (Lieja, 1908-1970) fue un prolífico autor de novelas policiacas, muchas de las cuales han sido adaptadas a la gran pantalla. En la actualidad está considerado, junto a Jean Ray y Georges Simenon, como el máximo exponente del género en Bélgica.
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Prólogo

El transeúnte cayó sin un grito, absorbido por la niebla antes de llegar al suelo. Su maletín de cuero hizo plon al golpear la acera.

Mr. Smith suspiró. Pensaba: «¡Qué fácil es! ¡Aún más fácil que la primera vez!».

De hecho, no había notado el sudor en las manos ni los retortijones en el vientre que, dos noches antes, habían ralentizado su impulso asesino.

Las farolas, encendidas desde la mañana, marcaban las calles con capullos luminosos y los escasos vehículos rodaban al paso. De los agentes de la circulación no se distinguían más que los guantes y el casco blanco por encima de la mancha lívida del rostro. «¡Un tiempo perfecto para los asesinos!», como había dicho Mr. Smith a la señora Hobson al salir de casa.

Volteó el cuerpo con el pie, se arrodilló, asió la muñeca de su víctima. Luego sus manos enguantadas de caucho negro la recorrieron como necróforos diligentes.

Dos minutos después, frente al número 15 de Rackham Street, cuatro hombres rodeaban un bulto oscuro tendido sobre la acera.

El primero era el doctor Graves, del cercano Hospital Princesa Luisa. El segundo llevaba uniforme de policía. El tercero era el inspector Fuller, de Scotland Yard. El último, al fin, visiblemente abrumado por sus responsabilidades, provenía también del Hospital Princesa Luisa, donde era ordenanza. Era él quien, tras tropezar unos momentos antes con el cadáver, había dado la voz de alarma.

—Fractura del cráneo —determinó el médico mientras se ponía en pie—. Muerte instantánea producida, como mucho, hace un cuarto de hora —añadió sin expresar emoción alguna—. El segundo en tres días, si no me equivoco.

El inspector se había inclinado a su vez sobre la víctima. Como hombre seguro de lo que se traía entre manos, hizo dos gestos simultáneos. Su mano izquierda registró el bolsillo de la chaqueta y salió vacía. La derecha se deslizó bajo el cuerpo y sacó una tarjeta de visita con un simple nombre manuscrito.

—Me pregunto... —empezaba precisamente a decir el policía.

—Sí —dijo Fuller.

El superintendente Strickland tenía fama, y con razón, de ser el hombre más flemático de todo Scotland Yard. La propia señora Strickland había renunciado definitivamente a hacerle perder su sangre fría el día en que le había dado, por tercera vez, gemelas.

—¿Y? —dijo cuando el inspector Fuller le hubo relatado el crimen cometido en Rackham Street.

Fuere cual fuera la historia que le contaban —aun cuando se tratase de la de algún miserable que se degollaba después de exterminar a toda su familia—, el superintendente Strickland farfullaba: «¿Y?». No había desenlace que lo satisficiera.

—Porter ha confesado, señor. Le había dado las perlas a sus peces dorados.

—¿Y?

—Hemos arrestado a la mujer, señor. Es camarera en Lyon’s.

—¿Y?

De modo que la mitad de la policía metropolitana soñaba con responderle: «¡Y el lobo se la comió!».

Fuller, el gordo y formalista Fuller, tuvo aquella tarde la tentación de hacerlo. Pero supo ocultarlo.

—Pues que el hombre de Rackham Street —respondió— fue mortalmente golpeado con un saquito de arena, como el señor Burmann en Tavistock Road antes de ayer. Lo mataron, como al señor Burmann, para robarle. Su asesino, por último, ha vuelto a dejarnos su tarjeta de visita.

Dicho esto, el inspector Fuller posó sobre la mesa la tarjeta descubierta bajo el cuerpo unos veinte minutos atrás.

—¡Mr. Smith! —leyó en voz alta el Súper—. ¿Por qué necesita nuestro hombre firmar sus crímenes así?

—¡Yo también me lo pregunto! —exclamó Fuller—. Sería comprensible por parte de un loco. Pero Mr. Smith no tiene nada de loco. Obedece al móvil más vulgar: el interés.

Strickland meneó la cabeza.

—¿Quién sabe? Puede que los robos sirvan únicamente para despistarnos. ¿Se conoce la identidad de la víctima?

—Todavía no, señor. Pero he encargado a seis hombres que interroguen a los ocupantes de las casas cercanas al lugar del crimen.

Fuller sintió la necesidad de justificarse.

—Al fin y al cabo, hay un precedente... Puede que la segunda víctima también fuese atacada en su vecindario.

Strickland asintió en silencio. Pensaba en el hombre que decía llamarse Smith. ¿Era su verdadero nombre? Improbable. ¿Se ocultaba tras un seudónimo? En ambos casos, ¿cuál era el propósito de aquel morboso exhibicionismo?

Strickland pensó de nuevo en su velada echada a perder —iba a tener que estar de guardia hasta que se perdiese toda esperanza de averiguar algo más aquel día—, en el osobuco que la señora Strickland se comería sin él, en la cólera terrible que embargaría al coronel Hempthorne cuando supiera de aquel segundo atentado.

—¡Escúcheme bien, Fuller! —le increpó al fin—. Si la identidad de la víctima no queda establecida esta misma noche, haga publicar un anuncio en los diarios matutinos. Reclame al doctor Hancock sus conclusiones en doce horas. Duplique las rondas, por si acaso, en los alrededores del Saint Charles College y de la estación de Westbourne Park. Orden de interrogar y registrar a todos los individuos sospechosos... Quiero un informe cada hora.

«¡Cada hora!». Fuller comentó in petto1 que el Súper acababa de dar la única muestra de emoción de la que era capaz. Dijo: «Bien, señor», y se dirigió hacia la puerta.

Cuando salía, se dio la vuelta. Strickland tenía sujeta entre el índice y el pulgar la tarjeta en la que una mano desconocida había trazado, en letras de imprenta, el nombre de Smith, y la contemplaba pensativo.

Las miradas de ambos hombres se cruzaron y Fuller tuvo un arranque de audacia.

—Mal asunto para los Smith, señor —dijo—, si me permite dar mi opinión.

De hecho, el asesinato de Rackham Street, que había seguido con un intervalo de cuarenta y ocho horas a un crimen de todo punto de vista similar, había de tener, entre otras consecuencias, curiosas repercusiones sociales.

Personas que gozaban hasta entonces de halagadora reputación y cuya única falta era apellidarse Smith no inspiraron más, de la noche a la mañana, que hostilidad y recelo. La gente se cambiaba de acera cuando se acercaban, eran señaladas con el dedo. Algunos recibieron el desprecio de los comerciantes. Otros se vieron expulsados de los círculos donde, la víspera, aún eran recibidos con reconfortante cordialidad. «¡Boicot a los Smith!», tal era la voz del pueblo. En el East End la policía fue llamada a proteger varias tiendas que la multitud comenzaba a saquear, y el signor Chipini, activo director del Savarin, tardará en olvidar la batalla campal provocada, un sábado por la tarde, por un botones que tuvo la desafortunada idea de cruzar el vestíbulo del hotel (que contenía no menos de tres ovejas negras) llevando una pizarra en la que estaba escrito: «Preguntan por el señor Smith al teléfono». Si no hubo muertes fue por puro milagro.

En vano un semanario, cuyo buen humor no se alteraba nunca, propuso desbautizar a los cerca de cinco mil (?) Smith de Londres y llamarlos Jones. El recuerdo aún vivo de Jack el Destripador parecía haber arrebatado, al pueblo que ha revelado a sus vecinos tanto el nombre como la cosa en sí, el sentido del humor. Sin duda, Mr. Smith ahorraba a los cadáveres de sus víctimas las atroces mutilaciones que les infligía su predecesor. Pero, al contrario que él, no tenía la excusa de la demencia. Sus crímenes solo estaban inspirados por la codicia. Pensándolo bien, eso los hacía aún más horribles.

El señor Burmann había sido asesinado en Tavistock Road, el 10 de noviembre a las once de la noche, y el señor Soar —el muerto de Rackham Street era un anticuario llamado Benjamin Soar— el 12 de noviembre sobre las cinco de la tarde.

El 19 del mismo mes (Mr. Smith acababa de cometer su tercer crimen, en la persona de un abogado muy conocido llamado Derwent), un tal señor Jeroboah Smith se tiró al Támesis desde lo alto del puente de los Suicidas. Lo rescataron, pero el baño helado le valió una pleuresía que se lo llevó en veinticuatro horas. Durante los días siguientes, fueron incontables los Smith que se quedaron sin empleo y los que, tras abandonar su casa con la esperanza de encontrar vecinos más tolerantes, buscaban en vano alojamiento. Tener el apellido Smith equivalía, desde aquel momento, para un criado a recibir el finiquito, para un viajante a verse echado a la calle ipso facto, y para un vagabundo a verse desposeído de su travesaño de piedra bajo el puente de las dos Torres.

Ciertos espíritus positivos intentaron demostrar, en el transcurso de acaloradas discusiones, que era muy improbable que el apellido Smith del que se valía el asesino fuese realmente el suyo. Les respondieron de muy mala manera y fueron considerados sospechosos.

Londres, que conocía el miedo, no escuchaba la voz de la razón. Quería responsables.

Scotland Yard, sin embargo, no permanecía inactivo.

Cada día sus jefes, a los que la creencia popular designa como los Cuatro Grandes, adoptaban nuevas y excelentes medidas.

De este modo, después del crimen de señor Derwent, asesinado en Maple Street, se dieron cuenta, plano en mano, de que el radio de acción de Mr. Smith se inscribía en un vasto cuadrilátero que iba a lo largo desde el Museo Británico hasta Wormwood Scrubs y que englobaba la mayor parte...



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