Steiner | En lo profundo del mar | E-Book | www.sack.de
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E-Book, Spanisch, Band 350, 408 Seiten

Reihe: Nuevos Tiempos

Steiner En lo profundo del mar


1. Auflage 2016
ISBN: 978-84-16964-06-2
Verlag: Siruela
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)

E-Book, Spanisch, Band 350, 408 Seiten

Reihe: Nuevos Tiempos

ISBN: 978-84-16964-06-2
Verlag: Siruela
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En lo profundo del mar recoge las mejores obras de ficción de George Steiner, compendio de todos los temas recurrentes que han guiado la trayectoria del gran maestro del ensayo.George Steiner se ha referido a las narraciones reunidas en esta colección como «un acto de rememoración», una serie de piezas que, independientemente del marco en el que se desarrollen -las profundidades del Pacífico o las selvas de la Amazonia, la Polonia de los campos de exterminio o la Italia posterior a la caída del comunismo-, se comprometen una y otra vez con las mismas ideas de fondo: la inhumanidad en el corazón de la cultura y el enigma del lenguaje y su poder para consagrar o destruir hombres y mundos.Con una prosa ejecutada con brío, sumamente rica en referencias y un estilo cautivador, Steiner, siempre convencido de la tarea moral del escritor, reflexiona con lucidez sobre las crisis de valores causadas por las circunstancias históricas y sus devastadoras consecuencias: los monstruos que puede originar el sueño de la razón. «George Steiner siempre ha corrido riesgos. Eso es lo que hace que su ficción resulte excitante, omnívora y ambiciosa. Pocos escritores que trabajen en este siglo atormentado están tan seguros de tener algo que decir».JOHN BANVILLE

George Steiner (París, 1929-Cambridge, 2020), fue uno de los más reconocidos estudiosos de la cultura europea y ejerció la docencia en las universidades de Stanford, Nueva York y Princeton, aunque su carrera académica se desarrolló principalmente en Ginebra e Inglaterra. En 2001 recibió el Premio Príncipe de Asturias de Comunicación y Humanidades.
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El traslado de A. H. a San Cristóbal

(1979)

1

—Tú.

El hombre ancianísimo se mordió el labio.

—¿Tú? ¿De verdad? Shema. En el nombre de Dios. Mírate. Mírate. Tú. Salido del infierno.

Y al decirlo, el joven, casi un niño, tensó las pantorrillas e intentó clavar sus gastadas botas en el suelo. Para ser implacable. Pero la voz tembló en su interior.

—Eres tú. ¿No es así? Te tenemos. Te tenemos. Simeon va a mandar la señal. Todos lo sabrán. El mundo entero. Tenemos que sacarte de aquí. Nuestro. Eres nuestro. Lo sabes, ¿verdad? El Dios vivo. En nuestras manos. Te entregó a nuestras manos. Y ocurrió. Tú.

Y el chico se obligó a reír, pero no pudo oír el eco. El aire estaba detenido entre los dos, la lluvia salía temblando de sus pliegues calientes y quietos.

—¿Ahora callas? Tu voz. Decían que tu voz podía.

El chico nunca la había oído.

—Quemar ciudades. Decían que cuando hablabas. Las hojas se convertían en ceniza y las mujeres lloraban. Decían que las mujeres, solo con oír tu voz, las mujeres.

Se detuvo. La última mujer que había visto estaba en la orilla del río en Jiaro. A infinitas marchas de distancia. Sin dientes. Agachada junto a la charca verde y no les saludó.

—Se quitaban la ropa, solo con oír tu voz.

Y entonces llegó la ira. Por fin.

—¿Por qué no hablas? ¿Por qué no me respondes? Te harán hablar. Te lo sacarán. Nuestro. Te tenemos. Treinta años de caza. Kaplan muerto. Y Weiss y Amsel. Oh, hablarás. Hasta que te arranquemos la piel. La piel del alma.

Ahora el chico gritaba. Tragaba aire y gritaba. El hombre ancianísimo levantó la cabeza y pestañeó.

Ich?

2

Ryder pasó los dedos sobre la grieta de la encuadernación de cuero. Tendría que volver a untarla de aceite. Recordó de inmediato el día en que compró ese libro concreto. En Wells, no lejos del porche glorioso de la catedral. En una tienda tan marrón y de grano fino como el propio libro. Luego se apartó de las estanterías y caminó hacia la ventana.

—Sí. Sí, sé que han estado buscándole. Nunca han dejado de hacerlo. Empezaron casi inmediatamente después de la guerra. Pequeños grupos que juraron capturarlo. Dar su vida en el empeño. Sin descansar hasta encontrarlo. Y diría que lo han hecho desde entonces. Han perdido a algunos hombres. Ese tiroteo en Paraña. ¿Cuándo fue? A finales de los cincuenta, creo recordar. Eso fue cuando mataron a Amsel. Oh, nunca se dijo, por supuesto. Pero algunos de tus chicos lo vieron en São Paulo en el camino de ida. Uno de los mejores, ya sabes. Trabajó con nosotros durante la guerra. Dentro y fuera de Polonia. Dos veces, creo. Intentaba que la comandancia hiciera algo con las líneas ferroviarias. Quería que fuera a ver al viejo y le hablara de los hornos. El viejo no me habría creído, ya sabes. No era su tipo de guerra. Así que Amsel se marchó. Deseándonos lo peor, imagino. Y después ayudó a organizar el bloqueo. Me pregunto qué salió mal en Paraña. Era muy bueno en su trabajo. De primera.

Ryder miró por la ventana. Aunque las delicadas espirales y sombras de la torre y la casa eran tan familiares para él como respirar, le resultaba difícil volverse hacia sus dos visitantes. Le sorprendía que sus zapatos parecieran extrañamente grandes a la luz del fuego.

—Como dices, Bennett, nunca nos han creído ni a nosotros ni a los rusos. A pesar de la dentadura. Siempre han pensado que se marchó unos días antes de que rodearan el búnker. Y ese avión salió, ya sabes, con un pasajero. Tenemos un testigo. No era necesariamente Bormann. No hay pruebas de que estuviera en Berlín en la época. Podría haber sido algún otro. Nunca se encontró rastro de ese avión. En ningún sitio. Solo el testimonio de que escapó en medio del humo y voló hacia el sur.

Evelyn Ryder daba pasos, deprisa, entre el armario y la ventana, y la curva de su alta sombra acariciaba los anaqueles.

—Fíjate, no creo que haya mucho de verdad en eso. Siempre he estado seguro. Casi seguro. («Casi es una palabra muy buena, Ryder». Había sido el último y único consejo de Strake antes de la primera clase que dio Ryder). No creo que quisiera irse. No entonces. No con todo ese fuego apocalíptico a su alrededor. Actor a fin de cuentas. Ese es su secreto, ya lo sabes, está totalmente loco por el teatro. Productor, drama de la historia y todo eso. Juez supremo de un público. Un artista demasiado grande en su loca manera como para desperdiciar ese telón. Y he revisado las pruebas con lupa. Cada una de ellas. Los rusos se largaron con el chófer y el médico. Los mataron, por lo que sabemos. Pero la identificación parecía bastante segura. Y están los dientes.

—Solo tenemos una declaración sobre eso. La mujer que dijo que había ayudado a hacer la placa. Tengo un informe sobre ella de Smithson. No cree que fuera muy fiable.

—Lo sé, Bennett, lo sé, pero me inclino a creer que está diciendo la verdad. Todas las pruebas apuntan en esa dirección. Hemos estudiado en detalle sus últimos días. Podemos explicar cada hora. Sabemos qué comió, a quién vio, cuándo vio el cielo por última vez. Te puedo decir cuándo fue al baño si quieres saberlo. Si de verdad hubiera escapado, alguien nos lo habría contado. Los que sobrevivieron salieron como ratas asustadas.

—Pero imagina

Quien hablaba era Hoving, el más joven de los dos hombres que habían subido desde Londres esa tarde de otoño. No había trabajado con el profesor Ryder durante la guerra.

—que hubiera un doble. Que hubiera alguien que querían que encontrásemos en el patio de la cancillería. Debía de ser difícil distinguirlos cuando estaban vivos. Si solo teníais los restos quemados, trozos de huesos. ¿Cómo podíais estar seguros?

—Pensamos en eso. Yo no paraba de darle vueltas. Era posible, por supuesto. Pero todo eso del doble. Es muy interesante, no lo niego. Pero sabemos muy poco de ello. Bennett me corregirá, pero solo hubo dos ocasiones en las que tuvimos alguna prueba real de que se estaba usando un doble. Una vez en Praga, y luego el último año, en una de esas visitas hospitalarias al frente oriental. He pensado en él. Oh, sin parar. He intentado meterme en su piel, se podría decir. Y no lo veo. Utilizar a un doble en ese momento, cuando era importante que el horroroso espectáculo se hiciera bien. La nota final y el Valhalla. ¿Y cómo podía estar tan seguro de cualquier otro ser humano, lo bastante como para dejar que otro hombre entrase en su propia hoguera? Cuando todo a su alrededor eran traiciones.

—Pensaba volver, ¿no es así? Que el Reich se alzaría de nuevo si sobrevivía, si podía hacer que su voz se escuchara.

—Así es. Recuerdo cuando hablamos por primera vez de eso, Bennett. Justo antes de que yo saliera a mirar las cosas. El sueño de Barbarroja. El rey de la tormenta en su guarida en la montaña. Que saldría a vengarse cuando le llamara su pueblo. Quizá a veces creía eso. Pero no al final. No creo que quisiera que el tiempo continuase después de él. Y la historia y las ciudades y la raza elegida debían perecer con él. En el último fuego. Sardanápalo. Hay mucho de eso en la poesía romántica alemana, ya sabes. Y él era un romántico. Un charlatán romántico. Loco de remate pero con una brillantez...

Ryder se detuvo, avergonzado. Le mot juste. Pero no exactamente. En vez de buscarla, miró a Bennett. Cómo había envejecido Bennett desde la guerra. Qué pesada se había vuelto la piel bajo sus ojos. En ese instante Ryder fue consciente de su cuerpo. El tiempo lo había tratado con más ligereza. Estiró los brazos y sirvió el jerez.

—¿Estás seguro de esa señal? ¿Tienes bien el código?

Volvió a su escritorio y miró de nuevo la pequeña hoja de papel azul con sus familiares blasones de alto secreto.

—Como sabe, señor,

Era Hoving.

—hace un tiempo que seguimos la operación. Y hemos captado un buen número de mensajes cuando subían por el río. Estamos bastante seguros de haber descifrado el código. En realidad, no es muy difícil. De hecho, diría que es casi demasiado fácil. Como si no les importara quién estuviera escuchando. Una concordancia con el Viejo Testamento y un conjunto de permutaciones bastante elemental. Tenemos un tipo local, en Orosso, una de las últimas pistas de aterrizaje. Un hombre llamado Kulken. Ha estado escuchando. Su transmisor no es gran cosa. Las señales se han ido haciendo más débiles. Por supuesto, está el tiempo. Puro infierno, imagino. Las nubes nunca se separan del suelo y la humedad se come los cables. Nadie lo sabe en realidad. Ningún blanco. Por lo que sabemos, nunca ha ido un grupo más allá de las cataratas. Las llaman las cataratas de Chevaqua: las aguas de los dientes que hierven. Y están a mil kilómetros de cualquier sitio.

—Sí, pero este mensaje en concreto. Embrollado.

—Bastante. Pero no tan difícil de reconstruir.

Bennett se acercó y leyó lentamente.

—La primera palabra es indescifrable. Luego: Loado sea. Eres recordado, oh Jerusalén. Parece que la primera palabra era larga. Cuatro sílabas, diría yo.

Encontrado.

Ryder se quedó asombrado por la brusquedad de su propia voz.

—Sí, tendría que haberlo pensado. Encontrado.

Y Bennett dobló el papel y se lo metió en el bolsillo de la chaqueta. Sir Evelyn Ryder golpeó con...



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