Valera | Pepita Jiménez | E-Book | www.sack.de
E-Book

E-Book, Spanisch, 314 Seiten

Reihe: Biblioteca de Grandes Escritores

Valera Pepita Jiménez

Biblioteca de Grandes Escritores
1. Auflage 2015
ISBN: 978-3-95928-056-3
Verlag: IberiaLiteratura
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark

Biblioteca de Grandes Escritores

E-Book, Spanisch, 314 Seiten

Reihe: Biblioteca de Grandes Escritores

ISBN: 978-3-95928-056-3
Verlag: IberiaLiteratura
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark



Ebook con un sumario dinámico y detallado: El joven seminarista Don Luis de Vargas regresa a su pueblo natal para unas breves vacaciones allí antes de pronunciar sus votos. Se encuentra con que su padre, Don Pedro, se dispone a contraer nupcias con la joven Pepita Jiménez de 20 años y viuda de un octogenario. Los contactos entre el futuro sacerdote y la joven viuda son novedosos para el joven ya que ha pasado su adolescencia recluido en el seminario. El seminarista acompaña a Pepita en sus paseos por el campo, asiste a reuniones en su casa y, sin darse cuenta, cede poco a poco a una pasión que el considera pecaminosa, pero que se hace más fuerte que su vocación y que su amor por su padre, en el que ve secretamente un rival. Luis se quiere marchar, pero Pepita que le ama y que ha hecho todo lo posible para enamorarle, se finge enferma y le convence de que reconozca su amor y se comunique a su padre. Así lo hace, pero en lugar de hallar la oposición en su padre, éste le dice que lo comprende y que a escondidas había estado haciendo todo lo posible para que las cosas llegasen a su solución natural.

Valera Pepita Jiménez jetzt bestellen!

Autoren/Hrsg.


Weitere Infos & Material


-II-


Paralipómenos


No hay más cartas de D. Luis de Vargas que las que hemos transcrito. Nos quedaríamos, pues, sin averiguar el término que tuvieron estos amores, y esta sencilla y apasionada historia no acabaría, si un sujeto, perfectamente enterado de todo, no hubiese compuesto la relación que sigue.

Nadie extrañó en el lugar la indisposición de Pepita, ni menos pensó en buscarle una causa que sólo nosotros, ella, D. Luis, el señor deán y la discreta Antoñona, sabemos hasta lo presente.

Más bien hubieran podido extrañarse la vida alegre, las tertulias diarias y hasta los paseos campestres de Pepita, durante algún tiempo. El que volviese Pepita a su retiro habitual era naturalísimo.

Su amor por D. Luis, tan silencioso y tan reconcentrado, se ocultó a las miradas investigadoras de doña Casilda, de Currito y de todos los personajes del lugar que en las cartas de don Luis se nombran. Menos podía saberlo el vulgo. A nadie le cabía en la cabeza, a nadie le pasaba por la imaginación, que elteólogoel santo, como llamaban a D. Luis, rivalizase con su padre, y hubiera conseguido lo que no había conseguido el terrible y poderoso D. Pedro de Vargas: enamorar a la linda, elegante, esquiva y zahareña viudita.

A pesar de la familiaridad que las señoras de lugar tienen con sus criadas, Pepita nada había dejado traslucir a ninguna de las suyas. Sólo Antoñona, que era un lince para todo, y más aún para las cosas de su niña, había penetrado el misterio.

Antoñona no calló a Pepita su descubrimiento, y Pepita no acertó a negar la verdad a aquella mujer que la había criado, que la idolatraba, y que, si bien se complacía en descubrir y referir cuanto pasa en el pueblo, siendo modelo de maldicientes, era sigilosa y leal como pocas para lo que importaba a su dueño.

De esta suerte se hizo Antoñona la confidenta de Pepita, la cual hallaba gran consuelo en desahogar su corazón con quien, si era vulgar o grosera en la expresión o en el lenguaje, no lo era en los sentimientos y en las ideas que expresaba y formulaba.

Por lo dicho se explican las visitas de Antoñona a D. Luis, sus palabras, y hasta los feroces, poco respetuosos y mal colocados pellizcos, con que maceró sus carnes y atormentó su dignidad la última vez que estuvo a verle.

Pepita, no sólo no había excitado a Antoñona a que fuese a D. Luis con embajadas, pero ni sabía siquiera que hubiese ido.

Antoñona había tomado la iniciativa y había hecho papel en este asunto, porque así lo quiso.

Como ya se dijo, se había enterado de todo con perspicacia maravillosa.

Cuando la misma Pepita apenas se había dado cuenta de que amaba a D. Luis, ya Antoñona lo sabía. Apenas empezó Pepita a lanzar sobre él aquellas ardientes, furtivas e involuntarias miradas que tanto destrozo hicieron, miradas que nadie sorprendió de los que estaban presentes, Antoñona, que no lo estaba, habló a Pepita de las miradas. Y no bien las miradas recibieron dulce pago, también lo supo Antoñona.

Poco tuvo, pues, la señora que confiar a una criada tan penetrante y tan zahorí de cuanto pasaba en lo más escondido de su pecho.

A los cinco días de la fecha de la última carta que hemos leído, empieza nuestra narración.

Eran las once de la mañana. Pepita estaba en una sala alta al lado de su alcoba y de su tocador, donde nadie, salvo Antoñona, entraba jamás sin que llamase ella.

Los muebles de aquella sala eran de poco valor, pero cómodos y aseados. Las cortinas y el forro de los sillones, sofás y butacas, eran de tela de algodón pintada de flores; sobre una mesita de caoba había recado de escribir y papeles; y en un armario, de caoba también, bastantes libros de devoción y de historia. Las paredes se veían adornadas con cuadros, que eran estampas de asuntos religiosos; pero con el buen gusto, inaudito, raro, casi inverosímil en un lugar de Andalucía, de que dichas estampas no fuesen malas litografías francesas, sino grabados de nuestra Calcografía, como el Pasmo de Sicilia de Rafael, el San Ildefonso y la Virgen, la Concepción, el San Bernardo y los dos medios puntos de Murillo.

Sobre una antigua mesa de roble, sostenida por columnas salomónicas, se veía un contadorcillo o papelera con embutidos de concha, nácar, marfil y bronce, y muchos cajoncitos, donde guardaba Pepita cuentas y otros documentos. Sobre la misma mesa había dos vasos de porcelana con muchas flores. Colgadas en la pared había por último, algunas macetas de loza de la Cartuja sevillana, con geranio-hiedra y otras plantas, y tres jaulas doradas con canarios y jilgueros.

Aquella sala era el retiro de Pepita, donde no entraban de día sino el médico y el padre vicario, y donde a prima noche entraba sólo el aperador a dar sus cuentas. Aquella sala era y se llamaba el despacho.

Pepita estaba sentada, casi recostada en un sofá, delante del cual había un velador pequeño con varios libros.

Se acababa de levantar, y vestía una ligera bata de verano. Su cabello rubio, mal peinado aún, parecía más hermoso en su mismo desorden. Su cara, algo pálida y con ojeras, si bien llena de juventud, lozanía y frescura, parecía más bella con el mal que le robaba colores.

Pepita mostraba impaciencia; aguardaba a alguien.

Al fin llegó y entró sin anunciarse la persona que aguardaba, que era el padre vicario.

Después de los saludos de costumbre, y arrellanado el padre vicario en una butaca al lado de Pepita, se entabló la conversación.

—Me alegro, hija mía, de que me hayas llamado; pero sin que te hubieras molestado en llamarme, ya iba yo a venir a verte. ¡Qué pálida estás! ¿Qué padeces? ¿Tienes algo importante que decirme?

A esta serie de preguntas cariñosas, empezó a contestar Pepita con un hondo suspiro. Después dijo:

—¿No adivina Vd. mi enfermedad? ¿No descubre Vd. la causa de mi padecimiento?

El vicario se encogió de hombros y miró a Pepita con cierto susto, porque nada sabía, y le llamaba la atención la vehemencia con que ella se expresaba.

Pepita prosiguió:

—Padre mío, yo no debí llamar a Vd., sino ir a la iglesia y hablar con Vd. en el confesonario, y allí confesar mis pecados. Por desgracia no estoy arrepentida; mi corazón se ha endurecido en la maldad, y no he tenido valor ni me he hallado dispuesta para hablar con el confesor, sino con el amigo.

—¿Qué dices de pecados, ni de dureza de corazón? ¿Estás loca? ¿Qué pecados han de ser los tuyos, si eres tan buena?

—No, padre, yo soy mala. He estado engañando a Vd., engañándome a mí misma, queriendo engañar a Dios.

—Vamos, cálmate, serénate; habla con orden y con juicio para no decir disparates.

—¿Y cómo no decirlos, cuando el espíritu del mal me posee?

—¡Ave María Purísima! Muchacha, no desatines. Mira, hija mía: tres son los demonios más temibles que se apoderan de las almas, y ninguno de ellos, estoy seguro, se puede haber atrevido a llegar hasta la tuya. El uno es Leviatán, o el espíritu de la soberbia; el otro Mamón, o el espíritu de la avaricia; el otro Asmodeo, o el espíritu de los amores impuros.

—Pues de los tres soy víctima: los tres me dominan.

—¡Qué horror!... Repito que te calmes. De lo que tú eres víctima es de un delirio.

—¡Pluguiese a Dios que así fuera! Es por mi culpa lo contrario. Soy avarienta, porque poseo cuantiosos bienes y no hago las obras de caridad que debiera hacer; soy soberbia, porque he despreciado a muchos hombres, no por virtud, no por honestidad, sino porque no los hallaba acreedores a mi cariño. Dios me ha castigado; Dios ha permitido que ese tercer enemigo, de que Vd. habla, se apodere de mí.

—¿Cómo es eso, muchacha? ¿Qué diablura se te ocurre? ¿Estás enamorada quizás? Y si lo estás, ¿qué mal hay en ello? ¿No eres libre? Cásate, pues, y déjate de tonterías. Seguro estoy de que mi amigo D. Pedro de Vargas ha hecho el milagro. ¡El demonio es el tal D. Pedro! Te declaro que me asombra. No juzgaba yo el asunto tan mollar y tan maduro como estaba.

—Pero si no es D. Pedro de Vargas de quien estoy enamorada.

—¿Pues de quién entonces?

Pepita se levantó de su asiento; fue hacia la puerta; la abrió; miró para ver si alguien escuchaba desde fuera; la volvió a cerrar; se acercó luego al padre vicario, y toda acongojada, con voz trémula, con lágrimas en los ojos, dijo casi al oído del buen anciano:

—Estoy perdidamente enamorada de su hijo.

—¿De qué hijo?—interrumpió el padre vicario, que aún no quería creerlo.

—¿De qué hijo ha de ser? Estoy perdida, frenéticamente enamorada de D. Luis.

La consternación, la sorpresa más dolorosa se pintó en el rostro del cándido y afectuoso sacerdote.

Hubo un momento de pausa. Después dijo el vicario:

—Pero ese es un amor sin esperanza: un amor imposible. D. Luis no te querrá.

Por entre las lágrimas que nublaban los hermosos ojos de Pepita, brilló un alegre rayo de luz; su linda y fresca boca, contraída por la tristeza, se abrió con suavidad, dejando ver las perlas de sus dientes y formando una sonrisa.

—Me quiere—dijo Pepita con un ligero y mal disimulado acento de satisfacción y de triunfo, que se alzaba por cima de su dolor y de sus escrúpulos.

Aquí subieron de punto la consternación y el asombro del padre vicario. Si el santo de su mayor devoción hubiera sido arrojado del altar y hubiera caído a sus pies, y se hubiera hecho...



Ihre Fragen, Wünsche oder Anmerkungen
Vorname*
Nachname*
Ihre E-Mail-Adresse*
Kundennr.
Ihre Nachricht*
Lediglich mit * gekennzeichnete Felder sind Pflichtfelder.
Wenn Sie die im Kontaktformular eingegebenen Daten durch Klick auf den nachfolgenden Button übersenden, erklären Sie sich damit einverstanden, dass wir Ihr Angaben für die Beantwortung Ihrer Anfrage verwenden. Selbstverständlich werden Ihre Daten vertraulich behandelt und nicht an Dritte weitergegeben. Sie können der Verwendung Ihrer Daten jederzeit widersprechen. Das Datenhandling bei Sack Fachmedien erklären wir Ihnen in unserer Datenschutzerklärung.