Voltaire | Obras de Voltaire | E-Book | www.sack.de
E-Book

E-Book, Spanisch, 169 Seiten

Reihe: Biblioteca de Grandes Escritores

Voltaire Obras de Voltaire

Biblioteca de Grandes Escritores
1. Auflage 2015
ISBN: 978-3-95928-237-6
Verlag: IberiaLiteratura
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark

Biblioteca de Grandes Escritores

E-Book, Spanisch, 169 Seiten

Reihe: Biblioteca de Grandes Escritores

ISBN: 978-3-95928-237-6
Verlag: IberiaLiteratura
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark



• Cándido o el optimismo • El blanco y el negro • El hombre de los cuarenta escudos • El mundo tal como va • Historia de los viajes de escarmentado • Historia de un buen brahmín • La princesa de Babilonia • Los dos consolados • Memnón o la sabiduría humana • Micromegas • Una aventura india • Zadig o el destino • La Henriada (1728) • Tratado sobre la intolerancia (1763) • Diccionario Filosófico (1764) • Cuentos filosóficos • Como anda el mundo, visión de Babuco (1748) • Historia de los viajes del escarmentado • Memnon, o la cordura humana (1748) • Micromegas (1752) • Historia de un buen brama (1756) • Los dos consolados (1756) • Cartas filosóficas • Diccionario filosófico • Obra literaria • Otros escritos filosóficos • Tratado sobre la tolerancia François Marie Arouet (París, 21 de noviembre de 1694 - ibídem, 30 de mayo de 1778), más conocido como Voltaire, fue un escritor, historiador, filósofo y abogado francés que figura como uno de los principales representantes de la Ilustración, un período que enfatizó el poder de la razón humana, de la ciencia y el respeto hacia la humanidad. En 1746 Voltaire fue elegido miembro de la Academia francesa en la que ocupó el asiento número

Voltaire Obras de Voltaire jetzt bestellen!

Autoren/Hrsg.


Weitere Infos & Material


"Dile las gracias vertiendo tiernas lágrimas, y en vez de llevarme a Italia me condujo a Argel, y me vendió al Dey. Apenas me había vendido, se manifestó en la ciudad con toda su furia aquella peste que ha dado la vuelta por África, Europa y Asia. Señorita, usted ha visto temblores de tierra; pero ¿ha padecido la peste?"

-Nunca -respondió la baronesa.

-Si la hubiera padecido confesaría usted que con ella no tienen comparación los terremotos. Es muy frecuente en África, y yo la he padecido. Figúrese usted qué situación para la hija de un papa, de quince años de edad, que en el espacio de tres meses había sufrido pobreza y esclavitud, había sido violada casi todos los días, había visto hacer cuatro pedazos a su madre, había padecido las plagas de la guerra y del hambre y se moría de la peste en Argel. Verdad es que no morí; pero pereció mi eunuco, el Dey y casi todo el serrallo.

"Cuando calmó un poco la desolación de esta espantosa peste, vendieron a los esclavos del Dey. Me compró un mercader que me llevó a Túnez, donde me vendió a otro mercader, el cual me revendió en Trípoli; de Trípoli me revendieron en Alejandría, de Alejandría en Esmirna y de Esmirna en Constantinopla: al cabo vine a parar a manos de un agá de los jenízaros que en breve recibió orden de ir a defender a Azof contra los rusos, que la tenían sitiada.

"El agá, hombre muy elegante, llevó consigo a todo su serrallo, y nos alojó en un fortín sobre la laguna Meótides, guardado por dos eunucos negros y veinte soldados. Fueron muertos millares de rusos, pero nos pagaron con creces: entraron en Azof a sangre y fuego y no se perdonó edad ni sexo; sólo quedó nuestro fortín, que los enemigos quisieron tomar por hambre. Los veinte jenízaros juraron no rendirse; los apuros del hambre a que se vieron reducidos los forzaron a comerse a los dos eunucos por no faltar al juramento, y al cabo de pocos días resolvieron comerse a las mujeres.

"Teníamos un imán, muy piadoso y caritativo, que les predicó un sermón elocuente, exhortándolos a que no nos mataran del todo. Cortad, dijo, una nalga a cada una de estas señoras, con la cual os regalaréis a vuestro paladar; si es menester, les cortaréis la otra dentro de algunos días: el cielo remunerará obra tan caritativa y recibiréis socorro.

"Como era tan elocuente, los persuadió y nos hicieron tan horrorosa operación. Nos puso el imán el mismo ungüento que se pone a las criaturas recién circuncidadas: todas estábamos a punto de morir.

"Apenas habían comido los jenízaros la carne que nos habían quitado, desembarcaron los rusos en unos barcos chatos, y no se escapó con vida ni siquiera un jenízaro: los rusos no tuvieron consideración por el estado en que nos hallábamos. En todas partes se encuentran cirujanos franceses; uno que era muy hábil nos tomó a su cargo y nos curó, y toda mi vida recordaré que, así que se cerraron mis llagas, me requirió de amores. Nos exhortó luego a tener paciencia, afirmándonos que lo mismo había sucedido en otros muchos sitios y que era ésa la ley de la guerra.

"Luego que pudieron andar mis compañeras, las condujeron a Moscú, y yo cupe en suerte a un boyardo que me hizo su hortelana y me daba veinte zurrazos diarios. Al cabo de dos años fue descuartizado este señor, con una treintena de boyardos, por no sé qué enredo de palacio; aprovechándome de la ocasión me escapé, atravesé la Rusia entera y serví mucho tiempo en los mesones, primero de Riga y luego de Rostock, de Vismar, de Lipsia, de Casel, de Utrech, de Leyden, de La Haya y de Roterdam. Así he envejecido en el oprobio y la miseria, con no más que la mitad del trasero, siempre acordándome de que era hija de un papa. Cien veces he querido suicidarme; mas me sentía con apego a la vida. Acaso esta ridícula flaqueza es una de nuestras propensiones más funestas; ¿hay mayor necedad que empeñarse en llevar continuamente encima una carga que siempre anhela uno tirar por tierra; horrorizarse de su existencia y querer existir, acariciar la serpiente que nos devora hasta que nos haya comido el corazón?

"En los países a donde me ha llevado mi suerte, y en los mesones donde he servido, he visto infinita cantidad de personas que execraban su existencia; pero sólo he visto doce que pusieron fin voluntariamente a sus cuitas: tres negros, cuatro ingleses, cuatro ginebrinos y un alemán llamado Robek. Al fin me tomó por criada el judío don Isacar, y me llevó junto a usted, hermosa señorita, donde sólo he pensado en su felicidad, interesándome más en sus aventuras que en las mías; y nunca hubiera mentado mis desgracias si no me hubiera usted picado un poco, y si no fuese costumbre de los que viajan contar cuentos para matar el tiempo. Señorita, tengo experiencia y sé lo que es el mundo; vaya usted preguntando a cada pasajero, uno por uno, la historia de su vida, y mande que me arrojen de cabeza al mar si encuentra uno solo que no haya maldecido cien veces de la existencia y que no se haya creído el más desventurado de los mortales."


Capítulo XIII
De cómo Cándido tuvo que separarse de la hermosa Cunegunda y de la vieja

Oída la historia de la vieja, la hermosa Cunegunda la trató con toda la urbanidad y el decoro que se merecía una persona de tan alta jerarquía y de tanto mérito, y admitió su propuesta. Rogó a todos los pasajeros que le contaran sus aventuras, uno después de otro, y Cándido y ella confesaron que tenía razón la vieja.

-¡Lástima es -decía Cándido- que hayan ahorcado, contra lo que es práctica, al sabio Pangloss en un auto de fe! Cosas maravillosas nos diría acerca del mal físico y del mal moral que cubren mares y tierras, y yo me sentiría con valor para hacerle algunas objeciones.

Mientras contaba cada uno su historia, iba andando el navío, y al fin llegó a Buenos Aires. Cunegunda, el capitán Cándido y la vieja se presentaron ante el gobernador don Fernando de Ibarra Figueroa Mascareñas Lampurdos y Souza, cuya arrogancia era propia de un hombre poseedor de tantos apellidos. Hablaba a los otros hombres con la más noble altivez, levantando la nariz y alzando implacablemente la voz, en un tono tan imponente, afectando ademanes tan orgullosos, que cuantos lo saludaban sentían tentaciones de abofetearlo. Amaba furiosamente a las mujeres, y Cunegunda le pareció la más hermosa criatura del mundo. Lo primero que hizo fue preguntar si era mujer del capitán. Se sobresaltó Cándido del tono con que acompañó esta pregunta y no se atrevió a decir que fuese su mujer, porque verdaderamente no lo era, ni menos que fuese su hermana, porque no lo era tampoco, y aunque esta mentira oficiosa era muy frecuentemente usada por los antiguos y hubiera podido ser de utilidad a los modernos, el alma de Cándido era demasiado pura para traicionar la verdad.

-Esta señorita -dijo- me ha de favorecer con su mano y suplicamos ambos a su excelencia que se digne ser nuestro padrino.

Oyendo esto, don Fernando de Ibarra Figueroa Mascareñas Lampurdos y Souza, se atusó con la izquierda el bigote, rió amargamente y ordenó al capitán Cándido que fuera a pasar revista a su compañía. Obedeció éste y se quedó el gobernador a solas con la señorita Cunegunda; le declaró su amor, previniéndole que al día siguiente sería su esposo por delante o por detrás de la iglesia, como más placiera a Cunegunda. Le pidió ésta un cuarto de hora para pensarlo bien, consultarlo con la vieja y resolverse.

La vieja dijo a Cunegunda:

-Señorita, usted tiene setenta y dos cuarteles y ni un ochavo, y está en su mano ser la mujer del señor más principal de la América meridional, que tiene unos bigotes estupendos, ¿es del caso mostrar una fidelidad a toda prueba? Los búlgaros la violaron a usted, un inquisidor y un judío han disfrutado sus favores; la desdicha da legítimos derechos. Si yo fuera usted, confieso que no tendría reparo ninguno en casarme con el señor gobernador, y hacer rico al señor capitán Cándido.

Mientras así hablaba la vieja, con la autoridad que su prudencia y sus canas le daban, vieron entrar al puerto un barquito que traía un alcalde y dos alguaciles; y era ésta la causa de su arribo.

No se había equivocado la vieja en sospechar que el ladrón del dinero y las joyas de Cunegunda, en Badajoz, cuando venía huyendo con Cándido, era un franciscano de manga ancha. El fraile quiso vender a un joyero algunas de las piedras preciosas robadas, y éste advirtió que eran las mismas que él le había vendido al gran inquisidor. El franciscano, antes de que lo ahorcaran confesó a quién y cómo las había robado y el camino que llevaban Cándido y Cunegunda. Ya se sabía la fuga de ambos: fueron, pues, en su seguimiento hasta Cádiz, y sin perder tiempo salió un navío en su demanda. Ya estaba la embarcación al ancla en el puerto de Buenos Aires, y corrió la voz de que iba a desembarcar un alcalde del crimen, que venía en busca de los asesinos del ilustrísimo gran inquisidor. Al punto comprendió la discreta vieja lo que había que hacer.

-Usted no puede escaparse -dijo a Cunegunda- ni tiene nada que temer, que no fue usted quien mató a Su Ilustrísima; y fuera de eso, el gobernador enamorado no consentirá que la maltraten; con que no hay que afligirse.

Va luego corriendo a Cándido y le dice:

-Escápate, hijo mío, si no quieres que dentro de una hora te quemen vivo.

No quedaba un momento que perder; pero, ¿cómo se había de apartar de Cunegunda? ¿Y dónde hallaría asilo?
 

Capítulo XIV
De cómo recibieron a Cándido y a Cacambo los jesuitas del Paraguay

Cándido había traído consigo de Cádiz un...



Ihre Fragen, Wünsche oder Anmerkungen
Vorname*
Nachname*
Ihre E-Mail-Adresse*
Kundennr.
Ihre Nachricht*
Lediglich mit * gekennzeichnete Felder sind Pflichtfelder.
Wenn Sie die im Kontaktformular eingegebenen Daten durch Klick auf den nachfolgenden Button übersenden, erklären Sie sich damit einverstanden, dass wir Ihr Angaben für die Beantwortung Ihrer Anfrage verwenden. Selbstverständlich werden Ihre Daten vertraulich behandelt und nicht an Dritte weitergegeben. Sie können der Verwendung Ihrer Daten jederzeit widersprechen. Das Datenhandling bei Sack Fachmedien erklären wir Ihnen in unserer Datenschutzerklärung.