E-Book, Spanisch, Band 433, 272 Seiten
Reihe: Libros del Tiempo
Walser El ayudante
1. Auflage 2024
ISBN: 978-84-10183-92-6
Verlag: Siruela
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)
E-Book, Spanisch, Band 433, 272 Seiten
Reihe: Libros del Tiempo
ISBN: 978-84-10183-92-6
Verlag: Siruela
Format: EPUB
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Robert Walser es uno de los más importantes escritores en lengua alemana del siglo XX. Nació en Biel (Suiza) en 1878 y publicó quince libros. Murió mientras paseaba un día de Navidad de 1956 cerca del manicomio de Herisau, donde había pasado los últimos años de su vida. Siruela ha publicado también el libro de conversaciones Paseos con Robert Walser, de Carl Seelig y Robert Walser. Una biografía literaria, de Jürg Amann.
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Y ahora, señor empleado, o como prefieras que te llamen, estás de nuevo en la villa Tobler, ¡no lo olvides!, y el reloj publicitario vuela, según parece, batiendo sus alas sobre tu cabeza un tanto proclive a la ensoñación poética. El blando domingo ha terminado, y el duro y robusto día laborable acaba de aferrarte otra vez; tendrás que despabilarte si quieres arrostrar su voluntad inquebrantable. Sigue siendo el mismo «de antes», como dijo tu amiga Clara; será menos perjudicial que si de pronto se te ocurriera ser alguien totalmente «nuevo». De la noche a la mañana es imposible «renovarse»: ¡métete esto en la cabeza, por favor! Y si «la vida lo descuida» a uno —frasecita femenina bastante acertada, a lo que parece—, es preciso luchar contra este descuido francamente indigno, ¿me oyes?, en vez de hablar sobre el «pasado» con viejas amigas en días radiantes y luminosos o en tardes decoradas por melancólicas puestas de sol. Sírvase dejar todo esto de lado por ahora y pensar más bien en sus deberes. Pues da la casualidad de que los domingos y los paseos dominicales no suelen ser eternos, y hay que reconocer que esos deberes también han sido un tanto «descuidados» por cierto ayudante, tal como la vida lo ha hecho hasta ahora con el caballero. ¿Y la «irreflexión»? ¿Ha sido definitivamente superada? Las cabezas no se llenan tan rápido: hay que poner mucho empeño. No toleres ninguna pereza en ti mismo y verás cómo poco a poco —al menos eso es lo que dicen— te irá entrando algo en la cabeza. El reloj publicitario yace por tierra y clama por capitales activos. Pues bien, dirígete a él, apóyalo para que vuelva a levantarse lentamente, pieza por pieza, y pueda afianzarse de una vez por todas en la opinión y el juicio de los hombres. Una tarea, si quieres, provechosa y digna de tu espíritu. Y vigila también que de la cartuchera automática caigan pronto cartuchos, no vaciles tanto, tira con fuerza de la palanca y la máquina, tan ingeniosamente concebida y fabricada por Herr Tobler, tu amo y señor, se pondrá al punto en movimiento. ¡Nada de sentimientos ahora! No se está todo el tiempo de paseo, también hay que trabajar un poco, y cuando llegue la ocasión —no en varias semanas, sino lo antes posible— habrá que mirarse más de cerca la perforadora para estar al tanto de todo lo relacionado con la casa Tobler. Tarea excesivamente modesta para el mismo joven que tiene el privilegio, muy apreciado por él, de ayudar a Frau Tobler a colgar la ropa blanca en el jardín. También hay que pensar en las cosas ocultas, de capital importancia en la oficina de un ingeniero. No lo han llamado a esta verde colina para tensar cordeles de ropa, señor regador-irrigador del jardín. Prefiere regar el jardín, ¿verdad? ¡Vergüenza debiera darle! ¿Y ha pensado usted alguna vez en la silla para enfermos patentada? ¿No? ¡Dios santo, qué empleado! Merece «ser descuidado» por la vida.
Estos fueron, más o menos, los pensamientos de Joseph al despertarse ese lunes por la mañana. Se levantó dispuesto a cambiar su camisa de dormir por la de vestir, no sin antes sumergirse un minuto largo en la contemplación de sus piernas. En cuanto las hubo estudiado, sometió a examen sus brazos desnudos. Joseph se paró frente al espejo y encontró muy interesante girarse de un lado a otro y contemplar su cuerpo. Un buen cuerpo, bien formado, sano y capaz de soportar esfuerzos y privaciones. Con semejante cuerpo tenía que ser un pecado grave quedarse en la cama más de lo que exigía el reposo. Ni un carretero podía tener miembros más sanos y robustos. Se vistió.
Muy lentamente, además. Aún tenía tiempo y unos minutos más o menos no importaban. Aunque Tobler no compartiera esta opinión, según pudo experimentar Joseph en carne propia, el ingeniero «luneseó» aquel día. Por «lunesear» se entendía quedarse en la cama más rato que de costumbre, relajarse y despreocuparse un poquito más que durante el resto de la semana; y justamente Tobler, que era un experto en problemas del lunes, no hizo su aparición antes de las diez y media allí abajo, en el reino de las cuestiones y soluciones técnicas.
Cepillarse y peinarse el cabello le pareció extraordinariamente difícil aquella mañana. El cepillo de dientes le recordó tiempos pasados. El jabón con el que iba a lavarse las manos se le resbaló y fue a aterrizar bajo la cama; hubo que agacharse y rescatarlo del rincón más apartado. El cuello duro era demasiado alto y estrecho, pese a que ayer le había quedado de maravilla. ¡Qué extraño todo aquello! ¡Y qué aburrido!
En otro tiempo y lugar tal vez le hubiera resultado simpático, instructivo, agradable, fino, divertido y hasta encantador. Joseph recordó ciertas épocas de su vida en que la compra de una corbata nueva o de una chistera inglesa podía entusiasmarlo. Seis meses antes había vivido una de esas historias de sombreros. Se trataba de un sombrero normal, muy bueno, de mediana altura, como los que solían usar los caballeros «distinguidos». Pero no le inspiraba confianza. Se lo probó cientos de veces frente al espejo y finalmente lo dejó sobre la mesa. Luego retrocedió tres pasos y observó el precioso monstruito como un centinela de avanzada observa al enemigo. Era absolutamente irreprochable. Después lo colgó de un clavo, donde también lo encontró inofensivo. Volvió a ponérselo: ¡horrible! Parecía dispuesto a romperse de abajo arriba. Tuvo la impresión de que su personalidad se había demediado cubriéndose de niebla y sal. Salió a la calle: avanzó zigzagueando como un vulgar borracho y se sintió perdido. Entró en un bar, se quitó el sombrero… ¡salvado! —Sí, aquella había sido una historia de sombreros. En su vida había también historias de cuellos duros, abrigos y zapatos—.
Bajó al salón para desayunar. Como con avidez, casi indecorosamente. Claro que no había nadie a la mesa, pero ¡razón de más! Tampoco había por qué descuidar tanto los buenos modales al comer. ¿De dónde le venía tanta hambre? ¿Porque era un lunes? No, porque le faltaba carácter, nada más. Sintió un placer infantil cortando pan, pese a que era el pan de Tobler, no el suyo. Y luego disfrutó sirviéndose con la cuchara patatas al horno, pero ¿de quién eran esas patatas sino de Tobler? Le parecía maravilloso poder comer aunque ya no tuviera apetito, además, ¿a quién perjudicaba? Cuando por fin terminó, hubiera debido levantarse para ir a su trabajo, pero ¿qué hacer cuando nos quedamos pegados a un sitio, cuando no conseguimos separarnos de la mesa del comedor? En ese momento entró Pauline y lo ahuyentó con su desagradable presencia.
¡Por fin en el despacho! Ante todo pasearse de un lado a otro: es parte del ritual, quien se dispone a trabajar empieza siempre así. ¿Era Joseph uno de aquellos que empiezan un trabajo tomando aliento y cobran fuerzas solo al concluirlo, es decir, al terminar la mitad o, para ser más precisos, no cobran fuerzas sino para permitirse algún placer barato? Se encendió lentamente uno de esos puros que tanto le endulzaban la idea de trabajar y fumó a todo vapor, como si fuera miembro de algún club de fumadores.
Luego tomó asiento una vez en su escritorio y comenzó a ser útil.
Hacia las diez hizo su entrada Tobler de muy buen humor, como Joseph advirtió en seguida. Pudo, por lo tanto, pronunciar con cierta ligereza el «Buenos días, Herr Tobler» y encender otra vez su puro. La persona del jefe y director de la empresa irradiaba, en efecto, una alegría extraordinaria. Parecía haber empinado profusamente el codo la noche anterior. Cada uno de sus gestos decía: «Por fin he comprendido dónde está el busilis. A partir de ahora mis asuntos tomarán un nuevo giro».
Con suma amabilidad se informó sobre el rumbo seguido por las diversiones dominicales de Joseph, y cuando este le dijo dónde había estado exclamó:
—¿Ajá? ¿Estuvo usted en la ciudad? ¿Y cómo la encontró tras esta larga ausencia? Nada mal ¿eh? Pues sí: las ciudades pueden ofrecer muchas cosas, y siempre volvemos con gusto a visitarlas. ¿Tengo o no razón? Aunque lo que quería decirle, usted perdone, pero acabo de notarlo, es que, ja, ja, no va usted muy bien vestido. Vaya hoy mismo a ver a mi esposa y que le dé uno de mis trajes que aún parece nuevo. Dígale que es el traje gris, ella sabrá en seguida a cuál me refiero. No tenga usted ningún escrúpulo, es un traje que ya no uso. Y en la villa Tobler habrá además un par de camisas de color con sus correspondientes puños y pecheras que le vendrán de maravilla. ¿No le parece?
—No necesito ninguna de esas cosas —dijo Joseph.
—¿Cómo que no? Usted mismo puede ver cuánto las necesita. ¡No haga tantos remilgos cuando le doy algo! ¡Acéptelo y basta!
Tobler se había enfadado. De pronto pensó en algo. Se sentó bajo el mecanismo de la cartuchera automática, en una silla que ahí había, y dijo al cabo de medio minuto:
—Sé muy bien qué está pensando, Marti. Es cierto que aún no ha cobrado su sueldo, y a lo mejor piensa que no lo cobrará. ¡Tenga paciencia! También otros han de tenerla justamente ahora. Y espero además que no crea necesario poner mala cara por tan poco. Es algo que jamás toleraría a mi alrededor. Quien come como usted y disfruta de un aire como el que usted respira en mi casa aún tendrá mucho que recorrer para llegar a la queja. ¡Está usted vivo! Recuerde en qué estado se encontraba cuando lo contraté en la ciudad. Ahora parece un príncipe. Espero que me estará mínimamente agradecido por ello.
Joseph respondió, y más tarde se preguntaría cómo pudo ser tan descarado:
—¡Perfecto, Herr...




