E-Book, Spanisch, Band 1, 451 Seiten
Reihe: La ira y el amanecer
Ahdieh La ira y el amanecer
1. Auflage 2017
ISBN: 978-84-16858-14-9
Verlag: NOCTURNA
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)
E-Book, Spanisch, Band 1, 451 Seiten
Reihe: La ira y el amanecer
ISBN: 978-84-16858-14-9
Verlag: NOCTURNA
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)
Renée Ahdieh ha pasado parte de su vida en Corea del Sur, aunque en la actualidad reside en Carolina del Norte. En 2015 publicó con gran éxito La ira y el amanecer (Nocturna, 2017), una reinterpretación de Las mil y una noches cuya trama concluye en La rosa y la daga (Nocturna, 2017), que próximamente será llevada al cine por la productora Imagine Entertainment. Con La llama en la niebla (Nocturna, 2018) inicia otra exitosa serie ambientada en el Japón feudal que nada más publicarse entró en la lista de más vendidos del New York Times.
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MEDITACIONES SOBRE
LA GASA Y EL ORO
No eran amables. ¿Y por qué habrían de serlo?
Después de todo, no esperaban que sobreviviera más allá de la mañana siguiente.
Las manos que tiraban con peines de marfil de la larga melena de Sherezade y untaban aceite de sándalo en sus brazos bronceados lo hacían con una cruel indiferencia.
Sherezade observó cómo una joven sirvienta espolvoreaba sus hombros desnudos con copos dorados que captaban la luz del sol poniente.
Una brisa hacía ondear las cortinas de seda que recubrían las paredes de la alcoba. El dulce aroma a azahar se colaba por las celosías de madera que daban a la terraza, como susurros de una libertad ahora inalcanzable.
«Esta ha sido mi decisión. Acuérdate de Shiva».
—No llevo collares —protestó Sherezade cuando otra chica empezó a abrocharle en torno a la garganta uno gigante con joyas engarzadas.
—Es un regalo del califa. Debéis llevarlo, mi señora.
Se quedó mirando a la chica menuda con divertida incredulidad.
—Y si no me lo pongo, ¿me matará?
—Por favor, mi señora, yo…
Sherezade suspiró.
—Supongo que no es momento de hacer esto…
—No, mi señora.
—Me llamo Sherezade.
—Lo sé, mi señora. —La joven apartó la vista, incómoda, antes de girarse para ayudarle con el manto dorado.
Cuando entre las dos mujeres le colocaron la pesada prenda sobre los hombros brillantes, Sherezade examinó el resultado final delante del espejo. Su pelo azabache resplandecía como obsidiana pulida y sus ojos avellana estaban perfilados con rayas alternas de kohl negro y oro líquido. En el centro de la frente le colgaba un rubí con forma de lágrima del tamaño de un pulgar; su gemelo pendía de una cadenita alrededor de su cintura descubierta rozando el fajín de seda de sus pantalones. El manto era de damasco pálido con hilos de plata y oro que se entremezclaban formando un intrincado patrón que se iba haciendo cada vez más caótico a medida que se ensanchaba por los pies.
«Parezco un pavo real bañado en oro».
—¿Todas iban tan ridículas como yo? —preguntó.
De nuevo, las dos jóvenes desviaron la mirada con incomodidad.
«Estoy segura de que Shiva no parecía tan ridícula… —Su semblante se endureció—. Shiva estaría preciosa. Preciosa y segura de sí misma».
Se clavó las uñas en las palmas, dejando unas medialunas de acerada determinación.
Cuando llamaron con suavidad a la puerta, tres cabezas se volvieron… conteniendo el aliento al unísono.
A pesar de su fortaleza recién descubierta, le empezó a martillear el corazón.
—¿Puedo pasar? —La suave voz de su padre rompió el silencio, suplicante y aderezada con una disculpa tácita.
Ella exhaló despacio… con disimulo.
—Baba, ¿qué estás haciendo aquí? —Sus palabras eran pacientes, pero precavidas.
Jahandar al Jayzurán entró en la alcoba arrastrando los pies. Tenía la barba y las sienes salpicadas de gris, y la miríada de colores de sus ojos avellana chispeaba y cambiaba como el mar en mitad de una tormenta.
En la mano sujetaba un capullo de rosa, con el centro incoloro y las puntas de los pétalos teñidas de un hermoso malva subido.
—¿Dónde está Irsa? —preguntó Sherezade con cierto tono de alarma.
Su padre sonrió con tristeza.
—Está en casa. No la he dejado venir conmigo, por mucho que se empeñara y peleara hasta el último momento.
«Al menos en esto no ha ignorado mis deseos».
—Deberías estar con ella. Te necesita esta noche. Por favor, hazlo por mí, baba. Haz lo que acordamos. —Le cogió la mano libre y se la apretó, rogándole con el gesto que siguiera con los planes que había trazado días antes.
—No…, no puedo, hija mía. —Jahandar bajó la cabeza y un sollozo le subió por el pecho mientras sus delgados hombros temblaban por la pena—. Sherezade…
—Sé fuerte. Por Irsa. Te prometo que todo irá bien. —Ella le posó la palma en la frente curtida y le apartó las lágrimas de la mejilla.
—No puedo. La mera idea de que este podría ser tu último atardecer…
—No será el último. Mañana lo volveré a ver, te lo juro.
Jahandar asintió, aunque su tristeza no se mitigó lo más mínimo. Le entregó la rosa.
—La última de mi jardín; todavía no ha florecido del todo, pero quería traerte un recuerdo de casa.
Sherezade sonrió al cogerla; el amor que se profesaban iba mucho más allá de la gratitud, pero él la detuvo. Cuando se dio cuenta del motivo, empezó a protestar.
—No. En esto, por lo menos, tal vez pueda hacer algo por ti —murmuró, casi para sí mismo. Contempló la rosa con el ceño fruncido y la boca contraída.
Una de las sirvientas se tosió en el puño y la otra bajó la vista al suelo.
Sherezade esperó paciente. A sabiendas.
La rosa empezó a desplegarse. Sus pétalos se abrieron, traídos a la vida por una mano invisible. Conforme se expandía, un delicioso perfume impregnó el espacio que los separaba, dulce y perfecto durante un instante… pero enseguida se volvió embriagador. Empalagoso. Y, en un abrir y cerrar de ojos, los bordes de la flor cambiaron de un rosa vivo y brillante a un teja sombrío.
Y luego la rosa se empezó a marchitar.
Jahandar observó abatido cómo sus pétalos secos languidecían hasta aterrizar en el blanco mármol a sus pies.
—Lo…, lo siento, Sherezade —se lamentó.
—No importa. Nunca olvidaré lo hermosa que ha sido durante ese instante, baba. —Le rodeó el cuello con los brazos y lo atrajo hacia sí. Luego, en voz tan baja que sólo él podía oírla, le dijo al oído—: Ve con Tariq, como prometiste. Recoge a Irsa e id los dos.
Él asintió con ojos vidriosos.
—Te quiero, mi niña.
—Yo también te quiero. Mantendré mis promesas. Todas ellas.
Derrotado, Jahandar pestañeó en silencio ante su hija mayor.
Esta vez, la llamada a la puerta fue más contundente.
La cabeza de Sherezade dio un latigazo en su dirección y el rubí rojo sangre de su frente se balanceó a la par. La joven se puso recta y elevó su afilada barbilla.
Jahandar permaneció a su lado tapándose la cara con las manos; su hija se adelantó.
—Lo siento, lo siento mucho —le susurró antes de cruzar el umbral a zancadas para seguir al contingente de guardias que guiaban el cortejo. El hombre cayó de rodillas y estalló en sollozos cuando Sherezade dobló la esquina y desapareció.
Con la pena de su padre resonando en los cavernosos pasillos del palacio, los pies de Sherezade se negaron a obedecerla más allá de unos pocos pasos. Al notar que las rodillas le temblaban bajo la fina seda de sus voluminosos pantalones sirwal, se detuvo en seco.
—¿Mi señora? —le soltó uno de los guardias con tono aburrido.
—Puede esperar —resolló Sherezade.
Los guardias intercambiaron una mirada.
Sus propias lágrimas amenazaban con correrle por las mejillas y delatarla, y se llevó una mano al pecho. De manera inconsciente, buscó a tientas el borde del grueso collar de oro que tenía abrochado en torno a la garganta, adornado con gemas descomunales de indecible variedad. Era muy pesado…, la asfixiaba. Parecía una cadena enjoyada. Dejó que sus dedos asieran el maldito instrumento y por un momento pensó en arrancárselo del cuello.
La rabia la consolaba. Era un buen recordatorio.
«Shiva».
Su queridísima amiga. Su mayor confidente.
Entonces curvó los dedos en sus sandalias trenzadas en oro, se irguió una vez más y, sin mediar palabra, reanudó la marcha.
Los guardias volvieron a mirarse durante unos instantes.
Cuando llegaron a las inmensas puertas dobles que conducían al salón del trono, Sherezade se percató de que el corazón le latía dos veces más rápido de lo normal. Las puertas se abrieron con un quejido dilatado y ella se fijó en su objetivo, ignorando todo cuanto la rodeaba.
Al fondo del inmenso salón estaba Jalid ben al Rashid, el califa de Jorasán.
El Rey de Reyes.
«El monstruo de mis pesadillas».
A cada paso que daba, sentía hervir el odio en su sangre junto con la claridad de su propósito. Clavó la vista en él sin vacilar. Su porte orgulloso destacaba entre los hombres de su séquito y los detalles empezaron a perfilarse a medida que se acercaba a él.
Era alto y delgado, con la hechura de un joven diestro en la guerra. Tenía el pelo moreno y liso y lo llevaba peinado de tal manera que sugería una ineludible predilección por el orden.
Cuando Sherezade subió al estrado, levantó la vista hacia él sin claudicar, aunque tuviera delante al mismísimo rey.
El joven arqueó ligeramente sus pobladas cejas. Estas enmarcaban unos ojos de un marrón tan claro que, en función de la luz, parecían ámbar, similares a los de un tigre. Tenía el perfil anguloso propio de un estudio artístico y permanecía inmóvil mientras correspondía a su atento escrutinio.
Una cara que cortaba; una mirada que atravesaba.
Le tendió una mano.
Justo cuando ella alargaba la palma para cogérsela, se acordó de la...




