Ahdieh | La llama en la niebla | E-Book | www.sack.de
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E-Book, Spanisch, Band 1, 449 Seiten

Reihe: La llama en la niebla

Ahdieh La llama en la niebla


1. Auflage 2018
ISBN: 978-84-16858-52-1
Verlag: NOCTURNA
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)

E-Book, Spanisch, Band 1, 449 Seiten

Reihe: La llama en la niebla

ISBN: 978-84-16858-52-1
Verlag: NOCTURNA
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)



Mariko siempre ha sabido que, como hija de un importante samurái, su único propósito en la vida era casarse. Aunque su astucia rivalice con la de su hermano y, como a menudo le recuerdan, su físico no sea muy femenino. En cuanto cumple diecisiete años, su familia la envía al palacio imperial para que conozca a su prometido. No obstante, la reunión no llega a producirse debido a un inesperado obstáculo: en el viaje, un clan de mercenarios ataca la comitiva y ella es la única superviviente. Disfrazada de joven campesino, Mariko se infiltra entre sus atacantes para averiguar quién ordenó su asesinato. Pero lo que descubre junto a sus peligrosos compañeros va mucho más allá de lo que esperaba.

Renée Ahdieh ha pasado parte de su vida en Corea del Sur, aunque en la actualidad reside en Carolina del Norte. En 2015 publicó con gran éxito La ira y el amanecer (Nocturna, 2017), una reinterpretación de Las mil y una noches cuya trama concluye en La rosa y la daga (Nocturna, 2017), que próximamente será llevada al cine por la productora Imagine Entertainment. Con La llama en la niebla (Nocturna, 2018) inicia otra exitosa serie ambientada en el Japón feudal que nada más publicarse entró en la lista de más vendidos del New York Times.
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ILUSIONES Y EXPECTATIVAS

DIEZ AÑOS DESPUÉS

A simple vista, todo parecía bien.

Un palanquín elegante. Una hija responsable. Un honor otorgado.

Luego, como para burlarse de Mariko, el norimono se tambaleó e hizo que su hombro rebotara contra el lateral. Las incrustaciones de madreperla del palanquín sin duda le dejarían un buen cardenal. Inhaló profundamente y reprimió las ganas de gruñir en las sombras como una bruja enfadada. El olor a barniz del vehícu-lo le saturaba la cabeza y le traía a la mente los dulces de barba de dragón que le encantaban cuando era pequeña.

Aquel ataúd empalagoso y oscuro la conducía a su último lugar de reposo.

Se hundió más en los cojines. El viaje a la ciudad imperial de Inako no estaba yendo para nada bien. El convoy había partido más tarde de lo previsto y había hecho demasiadas paradas. Al menos ahora —por el modo en que el norimono se inclinaba hacia delante— suponía que descendían una pendiente, lo que significaba que habían pasado las colinas que rodeaban el valle y que habían recorrido más de la mitad del camino. Se reclinó hacia atrás y esperó que su peso ayudara a equilibrar la carga.

Justo cuando se acomodaba, el palanquín se detuvo en seco.

Levantó la cortina de seda que cubría la ventanita de su derecha. Empezaba a anochecer. El bosque que tenían por delante estaba envuelto en la niebla y sus árboles se recortaban en el cielo plateado.

Cuando se giró para dirigirse al soldado más cercano, una joven criada apareció de pronto.

—¡Mi señora! —La joven jadeó y se fue directa hacia el costado del norimono—. Debéis de estar hambrienta. ¡Qué descuido por mi parte! Por favor, disculpadme por semejante negligencia…

—No hay nada que disculpar, Chiyo-chan. —Mariko sonrió con amabilidad, pero los ojos de la joven continuaron cargados de preocupación—. No he sido yo quien ha parado el convoy.

Chiyo hizo una profunda reverencia y, al agacharse, las flores de su tocado provisional se torcieron hacia un lado. Cuando se levantó, le tendió un paquetito de comida muy bien envuelto y regresó a su puesto junto al palanquín, deteniéndose sólo para corresponder a la cálida sonrisa que le ofrecía su señora.

—¿Por qué nos hemos detenido? —le preguntó Mariko al miembro más cercano de los ashigaru.

El soldado de infantería se enjugó el sudor de la frente y se cambió de mano la larga asta de su naginata. Los últimos rayos de sol destellaron en la hoja afilada.

—El bosque.

Mariko aguardó a que continuara, convencida de que aquella no podía ser la única explicación posible.

Al soldado se le concentró el sudor sobre el labio superior. Abrió la boca para hablar, pero un inminente repiqueteo de cascos atrajo su atención.

—Dama Hattori… —Nobutada, uno de los hombres de confianza de su padre y su samurái más leal, refrenó a su corcel junto al norimono—. Siento la demora, pero varios de los soldados han expresado su reticencia a cruzar el bosque Jukai.

Mariko pestañeó dos veces con cara pensativa.

—¿Por algún motivo en particular?

—Ahora que el sol se ha puesto, tienen miedo de los yokai y les preocupa que…

—Eso son sólo historias tontas de monstruos en la oscuridad. —Hizo un gesto de desdén con la mano—. Nada más.

Nobutada se detuvo, sin duda para tomar nota de su interrupción.

—También dicen que hace poco han visto al Clan Negro cerca de aquí.

—¿Lo dicen? —Una ceja oscura se arqueó en la frente de Mariko—. ¿O de verdad lo han visto?

—Se rumorea por ahí. —Nobutada se bajó el barboquejo del yelmo con cuernos—. Aunque sería raro que el Clan Negro nos robara, dado que no suelen asaltar convoyes donde viajan mujeres y niños. Sobre todo aquellos protegidos por samuráis.

Mariko reflexionó.

—Soy de la misma opinión, Nobutada-sama. —Se acordó del soldado de hacía apenas unos instantes y esbozó una sonrisa—. Y, por favor, procurad que los ashigaru dispongan pronto de agua y de tiempo para descansar, pues parecen exhaustos.

Nobutada frunció el ceño al oír la petición.

—Si nos vemos obligados a rodear el bosque Jukai, tardaremos un día más.

—Pues tardaremos un día más.

Empezó a bajar la cortina con la sonrisa forzada aún impresa en el rostro.

—Preferiría que no nos arriesgásemos a enfadar al emperador.

—Entonces no hay vuelta de hoja: debemos liderar la marcha para que los demás nos sigan, Nobutada-sama. Vos mismo me lo enseñasteis cuando era pequeña. —Mariko no desvió la vista mientras hablaba ni intentó disculparse por la brusquedad de su réplica.

El samurái frunció más el ceño. Mariko reprimió un suspiro. Sabía que no estaba poniendo las cosas fáciles. Sabía que Nobutada quería que tomara una decisión. Quería que, por lo menos, le diera su opinión.

Quería que hiciera el paripé de que llevaba el control. Para después quitarle la razón con aire de suficiencia por ser mayor que ella.

Por ser un hombre.

Aunque lo intentó, no pudo evitar que le hirviera la sangre.

«El control es una ilusión. Las expectativas no gobernarán mi vida.

Nunca más».

—Tal vez no sea fácil. —Intentó enmendar la situación mientras sus dedos jugueteaban con el filo de la cortina—. Pero es sencillo. —Suavizó el tono en un intento lamentable de apaciguarlo. Un tono que seguro que lo irritaba, como solía hacer su carácter obstinado. Su hermano, Kenshin, le daba la tabarra con eso. Le decía que no fuera tan… rarita.

Que se conformara, al menos en aquellas pequeñas cosas.

Mariko agachó la cabeza en señal de reverencia.

—En cualquier caso, confío en vuestro buen juicio, Nobutada-sama.

Una sombra cruzó los rasgos del hombre.

—Muy bien, dama Hattori. Continuaremos por el bosque Jukai.

Y, dicho esto, espoleó a su caballo para regresar a la cabecera del convoy.

Como era de esperar, Mariko lo había irritado. No había dado su verdadera opinión sobre nada desde que habían abandonado el hogar familiar por la mañana. Y Nobutada quería que hiciera como que mandaba sobre él. Quería que le diera tareas apropiadas para un papel tan elogioso.

Tareas apropiadas para el samurái que estaba a cargo de entregar a una novia real.

Mariko supuso que debería importarle llegar tarde al castillo Heian.

A conocer al emperador. A conocer al segundo hijo de este…

Su futuro marido.

Pero no le importaba. No había pensado demasiado en ello desde la tarde en que su padre le había informado de que el emperador Minamoto Masaru la había pedido en matrimonio en nombre de su hijo Raiden.

Iba a ser la esposa del príncipe Raiden, el hijo de la consorte favorita del emperador. Un casamiento político que elevaría la posición de su padre entre la clase daimio gobernante.

Debería importarle que comerciaran con ella como si de una mercancía se tratara sólo por obtener el favor del emperador, pero le daba igual.

«Ya me da igual».

Cuando el norimono volvió a inclinarse hacia delante, levantó la mano para ajustarse el fino palo de carey que le arponeaba el grueso moño de la cabeza. Unos diminutos cordoncitos de plata y jade colgaban de sus extremos, enredados en una guerra sin fin. Cuando acabó de desenmarañarlos, su mano se posó en el palo de jade más pequeño de abajo.

La cara de su madre cobró forma en su mente: la mirada de firme resignación que había ostentado mientras le colocaba ese adorno en el pelo a su única hija.

Un regalo de despedida. Aunque no un verdadero consuelo.

Igual que las últimas palabras de su padre:

«Conviértete en un tributo para tu familia, Mariko-chan. En aquello para lo que fuiste educada. Renuncia a tus deseos infantiles. Conviértete en algo más que… esto».

Mariko apretó los labios.

«Da igual. Ya me he tomado la revancha».

No había razón para seguir preocupándose de semejantes cosas. Ahora su vida discurría por un claro sendero. Daba igual que no fuera el deseado. Daba igual que le quedara tanto por ver, por aprender y por hacer. La habían educado con un propósito. Con el estúpido propósito de convertirse en la esposa de un hombre importante, cuando fácilmente podría haber sido otra cosa. Algo más. Pero no importaba. No era un chico. Y, aunque sólo contaba diecisiete años, Hattori Mariko sabía cuál era su lugar en el mundo. Se casaría con Minamoto Raiden. Sus padres gozarían del prestigio de tener una hija en el castillo Heian.

Y ella sería la única que conocería la mancha de ese honor.

Cuando oscureció por completo y el convoy se adentró más en el bosque, el aire reinante se colmó de una húmeda calidez, que no tardó en mezclarse con el hierro de la tierra y el verde de las hojas recién aplastadas. Un perfume extraño y embriagador. Fresco y penetrante, aunque suave y siniestro a la vez.

Se estremeció y notó que el frío arraigaba en sus huesos. Los caballos que rodeaban el norimono resoplaron como en respuesta a una amenaza velada. Para distraerse, cogió el pequeño paquete de comida que Chiyo le había dado e intentó mantener a raya aquella gelidez hundiéndose en los cojines.

«Tal...



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