Alas Clarín / Pérez Galdós | La Regenta I | E-Book | www.sack.de
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E-Book, Spanisch, Band 13, 384 Seiten

Reihe: Narrativa

Alas Clarín / Pérez Galdós La Regenta I


1. Auflage 2013
ISBN: 978-84-9897-971-8
Verlag: Linkgua
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)

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Reihe: Narrativa

ISBN: 978-84-9897-971-8
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El mismo Clarín observó las semejanzas de esta novela con Madame Bovary, de Flaubert, así como también señaló su filiación naturalista y su interés en plasmar los planteamientos entonces en boga del krausismo (de Krause), filosofía social así llamada en España para identificar las corrientes progresistas que buscaban una regeneración cultural y moral de la sociedad a través de la modernización de la educación, lo cual contemplaba, entre otras cosas, el alejamiento de los caducos y mojigatos preceptos de la Iglesia. La Regenta presenta una compleja estructura de planos principales y secundarios y destaca por la riqueza de sus personajes secundarios, en contraste con la voluntaria indefinición de la protagonista, una mujer de provincias envuelta en un torbellino de contradicciones por sus amores adúlteros con un galán de ciudad y un sacerdote. La vida tediosa de Vetusta (trasunto de Oviedo), el comportamiento murmurador y mojigato de los ambientes más tradicionales, el mundo de la servidumbre, de los canónigos, la aristocracia y los librepensadores reunidos en el casino, todo conforma un denso fresco de intrincadas relaciones que tienen como telón de fondo la dificultad para vencer la hipocresía y la estupidez humanas. La protagonista, Ana Ozores es una joven provinciana, bella e inexperta, que ha sido criada por unas tías suyas, las cuales deciden buscarle un marido. Ana acepta casarse con Víctor Quintanar, un magistrado bonancible y aburrido de casi cincuenta años de edad. Tras su retiro como Regente de la Audiencia de Vetusta, Víctor dedica más tiempo a sus lecturas y a ir de caza con su amigo Frígilis que a dedicar atenciones a su hermosa mujer. Ana, frustrada y aburrida, es objeto del cacique y seductor local, Álvaro Mesía, ante lo cual busca la protección espiritual del canónigo Fermín de Pas. Pero, éste pronto revela ciertos sentimientos hacia ella, lo que la induce a dejarse seducir por Álvaro. Pero, el canónigo, hombre de orígenes humildes, pero soberbio y ambicioso, le declara entonces su pasión a Ana, iniciándose una pugna de ambos hombres que acabará con el desvelamiento de los amores del donjuán y Ana ante el marido. Éste reta en duelo a Álvaro, pero muere en el mismo y Álvaro huye como un cobarde. Todo ello ha ido transcurriendo en un entorno tenso y lleno de cuchicheos por la ciudad, además de con afrentosas situaciones entre los aspirantes a poseer a Ana, uno representante del poder de la Iglesia y el otro de la aristocracia terrateniente. Ya viuda, Ana queda expuesta al desprecio hipócrita de la mayoría de los ciudadanos, excepto unos pocos, como Frígilis, que se muestra comprensivo. Al final, la Regenta queda desmayada en el suelo de la catedral, al ir a confesarse y encontrar que es el canónigo Fermín quien está en el confesonario. La presente edición incluye un prólogo de Benito Pérez Galdós.

Leopoldo Alas Clarín (Zamora, 1852-Oviedo, 1901). España. Nacido el 25 de abril de 1852, en Zamora, la primera infancia de Leopoldo Alas transcurrió también en León y en Guadalajara, ciudades a las que fue destinado su padre como gobernador civil, y en las que Leopoldo iniciaría sus estudios en colegios de jesuitas. Hacia 1863, su familia se trasladó definitivamente a Oviedo, de donde procedían sus padres y donde transcurriría la mayor parte de la vida del escritor. En la Universidad de León inició la carrera de derecho, doctorándose en la de Madrid, en 1870. Su vida académica tuvo siempre brillantes resultados, y Leopoldo Alas decidió continuar la vía universitaria. Instalado en Madrid entre 1871 y 1881, Leopoldo Alas usaría en 1875 por vez primera el pseudónimo de 'Clarín' (diminutivo de 'claro' en el habla asturiana), con el que publicaría sus artículos periodísticos y, después, sus novelas y relatos. Su primera colaboración periodística apareció en El Solfeo, y después publicaría también en los madrileños El Imparcial, El Globo, El Día, Madrid Cómico y La Ilustración Española y Americana, y los barceloneses La Publicidad y La Ilustración Ibérica. Ya con la revolución de septiembre de 1868 y la subsiguiente abdicación de Isabel II, Clarín fijó sus inquietudes políticas en las opciones democráticas y republicanas, desde las que ejercería después el periodismo como articulista político y satírico y crítico literario. En 1883, tras ejercer como profesor en las universidades de Salamanca (1881) y Zaragoza (1882-1883), Clarín consiguió la cátedra de derecho romano en la de Oviedo. Su matrimonio tuvo lugar ese mismo año. Afincado ya de por vida en la capital asturiana, Clarín compaginaría su tarea universitaria con el periodismo y el ensayo, y también daría comienzo a sus obras literarias, la primera de las cuales, La Regenta, se publicó en 1884 y 1885, en dos volúmenes. Todo ello, fue haciendo de Clarín una figura influyente y respetada en los ámbitos intelectuales, aunque no sin ganarse algún inevitable enemigo. Con el tiempo, su fe en el puro progreso de la ciencia y la sociedad se fue matizando, y adoptó una postura que supeditaba el progreso social al progreso del individuo en el orden ético y moral. La lucha contra la hipocresía, la ignorancia y la decadencia de la sociedad provinciana, y su reflejo en la institución de la Iglesia, fueron temas presentes en sus obras y sus artículos. Clarín falleció en Oviedo a la temprana edad de cuarenta y nueve años, el 13 de junio de 1901.
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I


La heroica ciudad dormía la siesta. El viento Sur, caliente y perezoso, empujaba las nubes blanquecinas que se rasgaban al correr hacia el Norte. En las calles no había más ruido que el rumor estridente de los remolinos de polvo, trapos, pajas y papeles que iban de arroyo en arroyo, de acera en acera, de esquina en esquina revolando y persiguiéndose, como mariposas que se buscan y huyen y que el aire envuelve en sus pliegues invisibles. Cual turbas de pilluelos, aquellas migajas de la basura, aquellas sobras de todo se juntaban en un montón, parábanse como dormidas un momento y brincaban de nuevo sobresaltadas, dispersándose, trepando unas por las paredes hasta los cristales temblorosos de los faroles, otras hasta los carteles de papel mal pegado a las esquinas, y había pluma que llegaba a un tercer piso, y arenilla que se incrustaba para días, o para años, en la vidriera de un escaparate, agarrada a un plomo.

Vetusta, la muy noble y leal ciudad, corte en lejano siglo, hacía la digestión del cocido y de la olla podrida, y descansaba oyendo entre sueños el monótono y familiar zumbido de la campana de coro, que retumbaba allá en lo alto de la esbelta torre en la Santa Basílica. La torre de la catedral, poema romántico de piedra, delicado himno, de dulces líneas de belleza muda y perenne, era obra del siglo xvi, aunque antes comenzada, de estilo gótico, pero, cabe decir, moderado por un instinto de prudencia y armonía que modificaba las vulgares exageraciones de esta arquitectura. La vista no se fatigaba contemplando horas y horas aquel índice de piedra que señalaba al cielo; no era una de esas torres cuya aguja se quiebra de sutil, más flacas que esbeltas, amaneradas, como señoritas cursis que aprietan demasiado el corsé; era maciza sin perder nada de su espiritual grandeza, y hasta sus segundos corredores, elegante balaustrada, subía como fuerte castillo, lanzándose desde allí en pirámide de ángulo gracioso, inimitable en sus medidas y proporciones. Como haz de músculos y nervios la piedra enroscándose en la piedra trepaba a la altura, haciendo equilibrios de acróbata en el aire; y como prodigio de juegos malabares, en una punta de caliza se mantenía, cual imantada, una bola grande de bronce dorado, y encima otra más pequeña, y sobre esta una cruz de hierro que acababa en pararrayos.

Cuando en las grandes solemnidades el cabildo mandaba iluminar la torre con faroles de papel y vasos de colores, parecía bien, destacándose en las tinieblas, aquella romántica mole; pero perdía con estas galas la inefable elegancia de su perfil y tomaba los contornos de una enorme botella de champaña. Mejor era contemplarla en clara noche de Luna, resaltando en un cielo puro, rodeada de estrellas que parecían su aureola, doblándose en pliegues de luz y sombra, fantasma gigante que velaba por la ciudad pequeña y negruzca que dormía a sus pies.

Bismarck, un pillo ilustre de Vetusta, llamado con tal apodo entre los de su clase, no se sabe por qué, empuñaba el sobado cordel atado al badajo formidable de la Wamba, la gran campana que llamaba a coro a los muy venerables canónigos, cabildo catedral de preeminentes calidades y privilegios.

Bismarck era de oficio delantero de diligencia, era de la tralla, según en Vetusta se llamaba a los de su condición; pero sus aficiones le llevaban a los campanarios; y por delegación de Celedonio, hombre de iglesia, acólito en funciones de campanero, aunque tampoco en propiedad, el ilustre diplomático de la tralla disfrutaba algunos días la honra de despertar al venerando cabildo de su beatífica siesta, convocándole a los rezos y cánticos de su peculiar incumbencia.

El delantero, ordinariamente bromista, alegre y revoltoso, manejaba el badajo de la Wamba con una seriedad de arúspice de buena fe. Cuando posaba para la hora del coro —así se decía— Bismarck sentía en sí algo de la dignidad y la responsabilidad de un reloj.

Celedonio ceñida al cuerpo la sotana negra, sucia y raída, estaba asomado a una ventana, caballero en ella, y escupía con desdén y por el colmillo a la plazuela; y si se le antojaba disparaba chinitas sobre algún raro transeúnte que le parecía del tamaño y de la importancia de un ratoncillo. Aquella altura se les subía a la cabeza a los pilluelos y les inspiraba un profundo desprecio de las cosas terrenas.

—¡Mia tú, Chiripa, que dice que pué más que yo! —dijo el monaguillo, casi escupiendo las palabras; y disparó media patata asada y podrida a la calle apuntando a un canónigo, pero seguro de no tocarle.

—¡Qué ha de poder! —respondió Bismarck, que en el campanario adulaba a Celedonio y en la calle le trataba a puntapiés y le arrancaba a viva fuerza las llaves para subir a tocar las oraciones—. Tú pués más que toos los delanteros, menos yo.

—Porque tú echas la zancadilla, mainate, y eres más grande... Mia, chico, ¿quiés que l’atice al señor Magistral que entra ahora?

—¿Le conoces tú desde ahí?

—Claro, bobo; le conozco en el menear los manteos. Mia, ven acá. ¿No ves cómo al andar le salen pa tras y pa lante? Es por la fachenda que se me gasta. Ya lo decía el señor Custodio el beneficiao a don Pedro el campanero el otro día: «Ese don Fermín tié más orgullo que don Rodrigo en la horca», y don Pedro se reía; y verás, el otro dijo después, cuando ya había pasao don Fermín: «¡Anda, anda, buen mozo, que bien se te conoce el colorete!». ¿Qué te paece, chico? Se pinta la cara.

Bismarck negó lo de la pintura. Era que don Custodio tenía envidia. Si Bismarck fuera canónigo y dinidad (creía que lo era el Magistral) en vez de ser delantero, con un mote sacao de las cajas de cerillas, se daría más tono que un zagal. Pues, claro. Y si fuese campanero, el de verdad, vamos don Pedro... ¡ay Dios! entonces no se hablaba más que con el Obispo y el señor Roque el mayoral del correo.

—Pues chico, no sabes lo que te pescas, porque decía el beneficiao que en la iglesia hay que ser humilde, como si dijéramos, rebajarse con la gente, vamos achantarse, y aguantar una bofetá si a mano viene; y si no, ahí está el Papa, que es... no sé cómo dijo... así... una cosa como... el criao de toos los criaos.

—Eso será de boquirris —replicó Bismarck—. ¡Mia tú el Papa, que manda más que el rey! Y que le vi yo pintao, en un santo mu grande, sentao en su coche, que era como una butaca, y lo llevaban en vez de mulas un tiro de carcas (curas según Bismarck), y lo cual que le iban espantando las moscas con un paraguas, que parecía cosa del teatro... hombre... ¡si sabré yo!

Se acaloró el debate. Celedonio defendía las costumbres de la Iglesia primitiva; Bismarck estaba por todos los esplendores del culto. Celedonio amenazó al campanero interino con pedirle la dimisión. El de la tralla aludió embozadamente a ciertas bofetadas probables pa en bajando. Pero una campana que sonó en un tejado de la catedral les llamó al orden.

—¡El Laudes! —gritó Celedonio—, toca, que avisan.

Y Bismarck empuñó el cordel y azotó el metal con la porra del formidable badajo.

Tembló el aire y el delantero cerró los ojos, mientras Celedonio hacía alarde de su imperturbable serenidad oyendo, como si estuviera a dos leguas, las campanadas graves, poderosas, que el viento arrebataba de la torre para llevar sus vibraciones por encima de Vetusta a la sierra vecina y a los extensos campos, que brillaban a lo lejos, verdes todos, con cien matices.

Empezaba el Otoño. Los prados renacían, la yerba había crecido fresca y vigorosa con las últimas lluvias de septiembre. Los castañedos, robledales y pomares que en hondonadas y laderas se extendían sembrados por el ancho valle, se destacaban sobre prados y maizales con tonos oscuros; la paja del trigo, escaso, amarilleaba entre tanta verdura. Las casas de labranza y algunas quintas de recreo, blancas todas, esparcidas por sierra y valle reflejaban la luz como espejos. Aquel verde esplendoroso con tornasoles dorados y de plata, se apagaba en la sierra, como si cubriera su falda y su cumbre la sombra de una nube invisible, y un tinte rojizo aparecía entre las calvicies de la vegetación, menos vigorosa y variada que en el valle. La sierra estaba al Noroeste y por el Sur que dejaba libre a la vista se alejaba el horizonte, señalado por siluetas de montañas desvanecidas en la niebla que deslumbraba como polvareda luminosa. Al Norte se adivinaba el mar detrás del arco perfecto del horizonte, bajo un cielo despejado, que surcaban como naves, ligeras nubecillas de un dorado pálido. Un jirón de la más leve parecía la Luna, apagada, flotando entre ellas en el azul blanquecino.

Cerca de la ciudad, en los ruedos, el cultivo más intenso, de mejor abono, de mucha variedad y esmerado, producía en la tierra tonos de colores, sin nombre, exacto, dibujándose sobre el fondo pardo oscuro de la tierra constantemente removida y bien regada.

Alguien subía por el caracol. Los dos pilletes se miraron estupefactos. ¿Quién era el osado?

—¿Será Chiripa? —preguntó Celedonio entre airado y temeroso.

—No; es un carca, ¿no oyes el manteo?

Bismarck tenía razón; el roce de la tela con la piedra producía un rumor silbante, como el de una voz apagada que impusiera silencio. El manteo apareció por escotillón; era el de don Fermín de Pas, Magistral de aquella santa iglesia catedral y provisor del Obispo. El delantero sintió escalofríos. Pensó:

«¿Vendrá a pegarnos?»

No había motivo, pero eso no importaba. Él vivía acostumbrado a recibir bofetadas y puntapiés sin saber por qué. A todo poderoso, y para él don Fermín era un personaje de...



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