E-Book, Spanisch, Band 14, 424 Seiten
Reihe: Narrativa
Clarín La Regenta II
1. Auflage 2013
ISBN: 978-84-9897-972-5
Verlag: Linkgua
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)
E-Book, Spanisch, Band 14, 424 Seiten
Reihe: Narrativa
ISBN: 978-84-9897-972-5
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Leopoldo Alas Clarín (Zamora, 1852-Oviedo, 1901). España. Nacido el 25 de abril de 1852, en Zamora, la primera infancia de Leopoldo Alas transcurrió también en León y en Guadalajara, ciudades a las que fue destinado su padre como gobernador civil, y en las que Leopoldo iniciaría sus estudios en colegios de jesuitas. Hacia 1863, su familia se trasladó definitivamente a Oviedo, de donde procedían sus padres y donde transcurriría la mayor parte de la vida del escritor. En la Universidad de León inició la carrera de derecho, doctorándose en la de Madrid, en 1870. Su vida académica tuvo siempre brillantes resultados, y Leopoldo Alas decidió continuar la vía universitaria. Instalado en Madrid entre 1871 y 1881, Leopoldo Alas usaría en 1875 por vez primera el pseudónimo de 'Clarín' (diminutivo de 'claro' en el habla asturiana), con el que publicaría sus artículos periodísticos y, después, sus novelas y relatos. Su primera colaboración periodística apareció en El Solfeo, y después publicaría también en los madrileños El Imparcial, El Globo, El Día, Madrid Cómico y La Ilustración Española y Americana, y los barceloneses La Publicidad y La Ilustración Ibérica. Ya con la revolución de septiembre de 1868 y la subsiguiente abdicación de Isabel II, Clarín fijó sus inquietudes políticas en las opciones democráticas y republicanas, desde las que ejercería después el periodismo como articulista político y satírico y crítico literario. En 1883, tras ejercer como profesor en las universidades de Salamanca (1881) y Zaragoza (1882-1883), Clarín consiguió la cátedra de derecho romano en la de Oviedo. Su matrimonio tuvo lugar ese mismo año. Afincado ya de por vida en la capital asturiana, Clarín compaginaría su tarea universitaria con el periodismo y el ensayo, y también daría comienzo a sus obras literarias, la primera de las cuales, La Regenta, se publicó en 1884 y 1885, en dos volúmenes. Todo ello, fue haciendo de Clarín una figura influyente y respetada en los ámbitos intelectuales, aunque no sin ganarse algún inevitable enemigo. Con el tiempo, su fe en el puro progreso de la ciencia y la sociedad se fue matizando, y adoptó una postura que supeditaba el progreso social al progreso del individuo en el orden ético y moral. La lucha contra la hipocresía, la ignorancia y la decadencia de la sociedad provinciana, y su reflejo en la institución de la Iglesia, fueron temas presentes en sus obras y sus artículos. Clarín falleció en Oviedo a la temprana edad de cuarenta y nueve años, el 13 de junio de 1901.
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XVII
Al oscurecer de aquel mismo día, que era el de Difuntos, Petra anunció a la Regenta, que paseaba en el Parque, entre los eucaliptus de Frígilis, la visita del señor Magistral.
—Enciende la lámpara del gabinete y antes hazle pasar a la huerta... —dijo Ana sorprendida y algo asustada.
El Magistral pasó por el patio al Parque. Ana le esperaba sentada dentro del cenador. «Estaba hermosa la tarde, parecía de septiembre; no duraría mucho el buen tiempo, luego se caería el cielo hecho agua sobre Vetusta...»
Todo esto se dijo al principio. Ana se turbó cuando el Magistral se atrevió a preguntarle por la jaqueca.
«¡Se había olvidado de su mentira!» Explicó lo mejor que pudo su presencia en el Parque a pesar de la jaqueca.
El Magistral confirmó su sospecha. Le había engañado su dulce amiga.
Estaba el clérigo pálido, le temblaba un poco la voz, y se movía sin cesar en la mecedora en que se le había invitado a sentarse.
Seguían hablando de cosas indiferentes y Ana esperaba con temor que don Fermín abordase el motivo de su extraordinaria visita.
El caso era que el motivo... no podía explicarse. Había sido un arranque de mal humor; una salida de tono que ya casi sentía, y cuya causa de ningún modo podía él explicar a aquella señora.
El Chato, el clérigo que servía de esbirro a doña Paula, tenía el vicio de ir al teatro disfrazado. Había cogido esta afición en sus tiempos de espionaje en el seminario; entonces el Rector le mandaba al paraíso para delatar a los seminaristas que allí viera; ahora el Chato iba por cuenta propia. Había estado en el teatro la noche anterior y había visto a la Regenta. Al día siguiente, por la mañana, lo supo doña Paula, y al comer, en un incidente de la conversación, tuvo habilidad para darle la noticia a su hijo.
—No creo que esa señora haya ido ayer al teatro.
—Pues yo lo sé por quien la ha visto.
El Magistral se sintió herido, le dolió el amor propio al verse en ridículo por culpa de su amiga. Era el caso que en Vetusta los beatos y todo el mundo devoto consideraban el teatro como recreo prohibido en toda la Cuaresma y algunos otros días del año; entre ellos el de Todos los Santos. Muchas señoras abonadas habían dejado su palco desierto la noche anterior, sin permitir la entrada en él a nadie para señalar así mejor su protesta. La de Páez no había ido, doña Petronila o sea El Gran Constantino, que no iba nunca, pero tenía abonadas a cuatro sobrinas, tampoco les había consentido asistir.
«Y Ana, que pasaba por hija predilecta de confesión del Magistral, por devota en ejercicio, se había presentado en el teatro en noche prohibida, rompiendo por todo, haciendo alarde de no respetar piadosos escrúpulos, pues precisamente ella no frecuentaba semejante sitio... Y precisamente aquella noche...»
El Magistral había salido de su casa disgustado. «A él no le importaba que fuese o no al teatro por ahora, tiempo llegaría en que sería otra cosa; pero la gente murmuraría; don Custodio, el Arcediano, todos sus enemigos se burlarían, hablarían de la escasa fuerza que el Magistral ejercía sobre sus penitentes... Temía el ridículo. La culpa la tenía él que tardaba demasiado en ir apretando los tornillos de la devoción a doña Ana.»
Llegó a la sacristía y encontró al Arcipreste, al ilustre Ripamilán, disputando como si se tratara de un asalto de esgrima, con aspavientos y manotadas al aire; su contendiente era el Arcediano, el señor Mourelo, que con más calma y sonriendo, sostenía que la Regenta o no era devota de buena ley, o no debía haber ido al teatro en noche de Todos los Santos.
Ripamilán gritaba:
—Señor mío, los deberes sociales están por encima de todo...
El Deán se escandalizó.
—¡Oh! ¡oh! —dijo— eso no, señor Arcipreste... los deberes religiosos... los religiosos... eso es...
Y tomó un polvo de rapé extraído con mal pulso de una caja de nácar. Así solía él terminar los períodos complicados.
—Los deberes sociales... son muy respetables en efecto —dijo el canónigo pariente del Ministro, a quien la proposición había parecido regalista, y por consiguiente digna de aprobación por parte de un primo del Notario mayor del reino.
—Los deberes sociales —replicó Glocester tranquilo, con almíbar en las palabras, pausadas y subrayadas— los deberes sociales, con permiso de usted, son respetabilísimos, pero quiere Dios, consiente su infinita bondad que estén siempre en armonía con los deberes religiosos...
—¡Absurdo! —exclamó Ripamilán dando un salto.
—¡Absurdo! —dijo el Deán, cerrando de un bofetón la caja de nácar.
—¡Absurdo! —afirmó el canónigo regalista.
—Señores, los deberes no pueden contradecirse; el deber social, por ser tal deber, no puede oponerse al deber religioso... lo dice el respetable Taparelli...
—¿Tapa qué? —preguntó el Deán—. No me venga usted con autores alemanes... Este Mourelo siempre ha sido un hereje...
—Señores, estamos fuera de la cuestión —gritó Ripamilán— el caso es...
—No estamos tal —insistió Glocester, que no quería en presencia de don Fermín sostener su tesis de la escasa religiosidad de la Regenta.
Tuvo habilidad para llevar la disputa al terreno filosófico, y de allí al teológico, que fue como echarle agua al fuego. Aquellas venerables dignidades profesaban a la sagrada ciencia un respeto singular, que consistía en no querer hablar nunca de cosas altas.
A don Fermín le bastó lo que oyó al entrar en la sacristía para comprender que se había comentado lo del teatro. Su mal humor fue en aumento. «Lo sabía toda Vetusta, su influencia moral había perdido crédito... y la autora de todo aquello, tenía la crueldad de negarse a una cita.» Él se la había dado para decirle que no debía confesar por las mañanas, sino de tarde, porque así no se fijaba en ellos el público de las beatas con atención exclusiva... «Debe usted confesar entre todas, y además algunos días en que no se sabe que me siento; yo le avisaré a usted y entonces... podremos hablar más por largo.» Todo esto había pensado decirle aquella tarde, y ella respondía que... «¡estaba con jaqueca!». En casa de Páez también le hablaron del escándalo del teatro. «Habían ido varias damas que habían prometido no ir; y había ido Ana Ozores que nunca asistía.»
El Magistral salió de casa de Páez bufando; la sonrisa burlona de Olvido, que se celaba ya, le había puesto furioso...
Y sin pensar lo que hacía, se había ido derecho a la plaza Nueva, se había metido en la Rinconada y había llamado a la puerta de la Regenta... Por eso estaba allí.
¿Quién iba a explicar semejante motivo de una visita?
Al ver que Ana había mentido, que estaba buena y había buscado un embuste para no acudir a su cita, el mal humor de don Fermín rayó en ira y necesitó toda la fuerza de la costumbre para contenerse y seguir sonriente.
«¿Qué derechos tenía él sobre aquella mujer? Ninguno. ¿Cómo dominarla si quería sublevarse? No había modo. ¿Por el terror de la religión? Patarata. La religión para aquella señora nunca podría ser el terror. ¿Por la persuasión, por el interés, por el cariño? Él no podía jactarse de tenerla persuadida, interesada y menos enamorada de la manera espiritual a que aspiraba.»
No había más remedio que la diplomacia. «Humíllate y ya te ensalzarás», era su máxima, que no tenía nada que ver con la promesa evangélica.
En vista de que los asuntos vulgares de conversación llevaban trazas de sucederse hasta lo infinito, el Magistral, que no quería marcharse sin hacer algo, puso término a las palabras insignificantes con una pausa larga y una mirada profunda y triste a la bóveda estrellada. Estaba sentado a la entrada del cenador.
Ya había comenzado la noche, pero no hacía frío allí, o por lo menos no lo sentían. Ana había contestado a Petra, al anunciar esta que había luz en el gabinete:
—Bien; allá vamos.
El Magistral había dicho que si doña Ana se sentía ya bien, no era malo estar al aire libre.
El silencio de don Fermín y su mirada a las estrellas indicaron a la dama que se iba a tratar de algo grave.
Así fue. El Magistral dijo:
—Todavía no he explicado a usted por qué pretendía yo que fuese a la catedral esta tarde. Quería decirle, y por eso he venido, además de que me interesaba saber cómo seguía, quería decirle que no creo conveniente que usted confiese por la mañana.
Ana preguntó el motivo con los ojos.
—Hay varias razones: don Víctor, que, según usted me ha dicho, no gusta de que usted frecuente la iglesia y menos de que madrugue para ello, se alarmará menos si usted va de tarde... y hasta puede no saberlo siquiera muchas veces. No hay en esto engaño. Si pregunta, se le dice la verdad, pero si calla... se calla. Como se trata de una cosa inocente, no hay engaño ni asomo de disimulo.
—Eso es verdad.
—Otra razón. Por la mañana yo confieso pocas veces, y esta excepción hecha ahora en favor de usted hace murmurar a mis enemigos, que son muchos y de infinitas clases.
—¿Usted tiene enemigos?
—¡Oh, amiga mía! cuenta las estrellas si puedes —y señaló al cielo— el número de mis enemigos es infinito como las estrellas.
El Magistral sonrió como un mártir entre llamas.
Doña Ana sintió terribles remordimientos por haber engañado y olvidado a aquel santo varón, que era...




