Alexander | El color de la justicia | E-Book | sack.de
E-Book

E-Book, Spanisch, 319 Seiten

Reihe: Ensayos

Alexander El color de la justicia

E-Book, Spanisch, 319 Seiten

Reihe: Ensayos

ISBN: 978-84-12-20963-1
Verlag: CAPITÁN SWING LIBROS
Format: EPUB
Kopierschutz: Wasserzeichen (»Systemvoraussetzungen)



Este libro desafía la idea de que con el inicio de la era Obama se haya proclamado el final del racismo y estemos en una nueva etapa de daltonismo social. La autora argumenta de forma persuasiva que la enorme disparidad racial en el castigo penal en Estados Unidos no es meramente el resultado de una acción neutral por parte del Estado. Para ella, el aumento del encarcelamiento masivo abre un nuevo frente en la lucha histórica por la justicia racial. No hemos terminado la casta racial en América; simplemente la hemos rediseñado. Apuntando una potente denuncia sobre la Guerra contra la Droga que está diezmando las comunidades de color, el sistema de justicia criminal estadounidense funciona como un sistema contemporáneo de control permanente.

El libro de Michelle Alexander arroja nuevas perspectivas sobre la profunda injusticia que se está produciendo hoy en EE.UU., planteando una pregunta básica: ¿Cómo ha sido el tratamiento a la comunidad negra a lo largo de toda su historia? Primero fue la Esclavitud, luego Jim Crow, la segregación, el terror del Ku Klux Klan, etc. Hoy es la brutalidad y el asesinato por parte de la policía, la criminalización al por mayor y el encarcelamiento en masa. Una vez más, la discriminación ha sido legalizada e institucionalizada.
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Introducción Jarvious Cotton no puede votar. Como a su padre, abuelo, bisabuelo y tatarabuelo, se le ha negado el derecho a participar en nuestra democracia electoral. El árbol genealógico de Cotton nos cuenta la historia de varias generaciones de hombres negros que nacieron en Estados Unidos, pero a los que se negó la libertad más elemental que promete la democracia: la libertad de votar por quienes harán las normas y leyes que gobiernan la vida de todos. El tatarabuelo de Cotton no pudo votar porque era esclavo. Su bisabuelo murió de una paliza que le propinó el Ku-Klux Klan por intentar ejercer su derecho al voto. A su abuelo, el Klan le impidió votar por medio de amenazas. Su padre no pudo votar por los impuestos municipales y las pruebas de alfabetización. Hoy en día, Jarvious Cotton no puede votar porque, como a muchos hombres negros en Estados Unidos, se le ha puesto la etiqueta de delincuente convicto y está en situación de libertad condicional.[2] Su historia pone de manifiesto, en muchos aspectos, el viejo refrán: «Cuanto más cambian las cosas, más sigue todo como siempre». En cada generación, se han usado tácticas nuevas para alcanzar los mismos objetivos, objetivos compartidos por los Padres Fundadores. Negar a los afroamericanos el derecho a la ciudadanía se consideró esencial en la creación de la primera unión de estados. Cientos de años después, Estados Unidos sigue sin ser una democracia igualitaria. Los argumentos y racionalizaciones que se han sacado a relucir en apoyo de la exclusión racial y la discriminación en sus distintas formas han ido cambiando y evolucionando, pero el resultado se ha mantenido invariable en gran medida. En la actualidad, un elevado porcentaje de hombres negros en Estados Unidos tiene vedado legalmente el derecho al voto, al igual que ha sucedido durante la mayor parte de la historia del país. Esos hombres también están sujetos a una discriminación legalizada en cuanto a empleo, vivienda, educación, acceso a los servicios sociales y participación en jurados, al igual que les pasó a sus padres, abuelos, bisabuelos y tatarabuelos. Lo que ha cambiado desde el final de la legislación segregacionista que imperó en los estados del Sur desde poco después del final de la guerra de Secesión hasta el movimiento por los derechos civiles en la década de los sesenta del siglo XX tiene menos que ver con la estructura fundamental de nuestra sociedad que con el lenguaje que se usa para justificar esa segregación. En una época donde el color racial es en apariencia invisible, ya no resulta aceptable socialmente usar la raza, de forma explícita, para justificar la discriminación, exclusión y el desprecio social. Así que no la usamos. Mejor que aludir a la raza, usamos a nuestro sistema de justicia penal para etiquetar a la gente de color como «delincuentes» y de esa forma mantenemos todas las prácticas que supuestamente habíamos dejado atrás. Hoy es perfectamente legal discriminar a los delincuentes de casi todas las formas en que antes era legal discriminar a los afroamericanos. Una vez se etiqueta a una persona como delincuente convicto, las antiguas formas de discriminación (en el empleo, en la vivienda, en la privación del derecho al voto, en la negación de las oportunidades educativas, de los cupones de alimentación y de otros subsidios públicos y en la exclusión de formar parte en jurados) de repente se vuelven legales. Como delincuente, apenas se tienen más derechos, y se podría decir que se recibe menos respeto, que cualquier negro que viviera en Alabama en el momento álgido de la segregación racial. No es que hayamos acabado con el sistema de castas por razón de raza, solo lo hemos rediseñado. Llegué a las conclusiones que presento en este libro a regañadientes. Hace diez años habría cuestionado con vehemencia el argumento central de la obra, es decir que en Estados Unidos existe en la actualidad algo similar a una estructura de castas racial. De hecho, si Barack Obama hubiera sido elegido presidente en aquel momento, yo habría alegado que su elección marcaba el triunfo de la nación sobre las castas raciales, que se había puesto el último clavo en el ataúd de la legislación segregacionista que se conoce como Jim Crow. Mi alegría se habría visto atemperada por la distancia que aún quedaba por recorrer hasta alcanzar la tierra prometida de la justicia racial en Estados Unidos, pero mi convicción de que no existía en mi país nada remotamente similar al sistema Jim Crow habría sido firme. Hoy mi entusiasmo por la elección de Obama se ve atemperado por una conciencia mucho más desalentadora. Como mujer afroamericana, con tres niños pequeños que nunca conocerán un mundo en que un hombre negro no podía ser presidente de Estados Unidos, yo daba saltos de alegría la noche de las elecciones. Sin embargo, cuando salí de la fiesta electoral, llena de esperanza y entusiasmo, me volví a acordar enseguida de la dura realidad del nuevo Jim Crow. Un hombre negro estaba de rodillas en la acera, con las manos esposadas a la espalda, mientras varios policías hablaban de pie a su alrededor, bromeando e ignorando su existencia como ser humano. La gente salía en manada del edificio, muchos se quedaban mirando por un momento al hombre negro, encogido de miedo en la calle, y luego apartaban la vista. ¿Qué significaba para ese hombre negro la elección de Barack Obama? Como muchos abogados de derechos civiles, lo que me inspiró para estudiar Derecho fueron las victorias en temas de derechos civiles conseguidas en los años cincuenta y sesenta del siglo pasado. Incluso ante la creciente oposición política y social a políticas reparadoras como la acción afirmativa, yo me aferraba a la idea de que los males de la era de la segregación eran algo del pasado y a la idea de que, aunque nos quedaba un largo camino hasta hacer realidad el sueño de una democracia igualitaria y multirracial, habíamos conseguido avances reales y seguíamos luchando por preservar los logros del pasado. Pensaba que mi trabajo como abogada de derechos civiles consistía en unirme a los aliados del progreso racial para resistir los ataques contra los programas de acción afirmativa y para eliminar los vestigios de la segregación de la época Jim Crow, incluyendo nuestro sistema educativo, que sigue caracterizándose por la separación y la desigualdad. Pensaba que los problemas que abrumaban a las comunidades pobres de color, incluyendo los relacionados con la delincuencia y los crecientes índices de encarcelamiento, eran una consecuencia de la pobreza y la falta de acceso a una educación de calidad, el legado persistente de la esclavitud y la segregación. Nunca me planteé seriamente la posibilidad de que en el país estuviera operando un nuevo modelo de castas raciales. Ese nuevo sistema se había desarrollado y aplicado con celeridad y resultaba en gran medida invisible, incluso para la gente, como yo, que se pasaba la mayor parte de sus horas de vigilia luchando por la justicia. La idea de una nueva estructura de castas raciales la encontré hace más de una década, cuando captó mi atención un llamativo póster naranja. Yo iba corriendo para coger el autobús y vi un letrero grapado a un poste de teléfonos que proclamaba con grandes letras audaces: ¡LA GUERRA CONTRA LA DROGA ES EL NUEVO SISTEMA DE SEGREGACIÓN RACIAL! Me detuve por un momento y leí el texto del póster. Algún grupo radical había convocado una charla sobre la brutalidad policial, la ley Three strikes and you are out (ley de las tres condenas)[3] en California y la expansión del sistema estadounidense de prisiones. La reunión tenía lugar en una pequeña iglesia situada a pocas manzanas de distancia, donde no cabían más de cincuenta personas. Suspiré y musité para mí algo como: «Sí, el sistema de justicia criminal es racista en muchos aspectos, pero la verdad es que hacer esas comparaciones tan absurdas no ayuda. La gente solo pensará que estáis locos». Así que crucé la calle y subí al autobús. Me dirigía a mi nuevo trabajo como directora de Proyect de Justicia Racial del Sindicato Estadounidense de Libertades Civiles (ACLU por sus siglas en inglés) en el norte de California. Cuando comencé mi trabajo en el ACLU, asumía que el sistema de justicia criminal tenía problemas de prejuicios racistas, del mismo modo que todas las instituciones principales de nuestra sociedad están infestadas de problemas asociados con el prejuicio, consciente o inconsciente. Como abogada que había participado como acusación popular en numerosos casos de discriminación laboral, comprendía bien las múltiples formas en que los estereotipos raciales pueden permear los procesos subjetivos de toma de decisiones a todos los niveles de una organización, con consecuencias devastadoras. Me resultaban familiares los desafíos asociados a la reforma de instituciones en las que la estratificación racial se considera normal, un resultado natural de las diferencias en educación, cultura, motivación y, como algunas personas siguen creyendo, habilidad innata. Durante mi etapa en ACLU, fui cambiando mi enfoque desde la discriminación laboral a la reforma en el sistema penal, y me dediqué a la tarea de trabajar con otras...


Alexander es abogada defensora de derechos civiles y una aclamada jurista. Ha trabajado con el Juez Harrry A. Blackmun del Tribunal Supremo de EE.UU., con el Juez Chief A. Mikva en el Distrito de Columbia de los Tribunales de Apelación de EE.UU., y ha aparecido como comentarista en las cadenas CNN y MSNBC, entre otras. Antes de ingresar en el mundo académico, trabajó como abogada de derechos civiles tanto en el sector privado como en el de las organizaciones sin ánimo de lucro. Su último puesto fue el de Directora del Proyecto de Justicia Racial del ACLU en el Norte de California, donde colaboró en el lanzamiento de una campaña nacional contra los perfiles raciales. Como profesora de Derecho en la Universidad de Stanford, dirigió la Clínica de Derechos Civiles y planteó un programa de investigación centrado en la intersección entre raza y justicia penal. En 2005 consiguió una beca Soros Justice Fellowship que le permitió escribir este libro, y aceptó un nombramiento conjunto en el Instituto Kirwan para el Estudio de la Raza y la Etnicidad. Actualmente trabaja como profesora de Derecho en la Universidad estatal de Ohio. Dedica gran parte de su tiempo a escribir, dar conferencias y apoyar a diversos grupos y organizaciones contra el internamiento masivo.


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