E-Book, Spanisch, 200 Seiten
Altamirano Clemencia
1. Auflage 2022
ISBN: 978-2-322-44975-0
Verlag: BoD - Books on Demand
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark
E-Book, Spanisch, 200 Seiten
ISBN: 978-2-322-44975-0
Verlag: BoD - Books on Demand
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark
El argumento desarrolla el caso de un hombre que vive un amor dramático, relacionado con episodios de la guerra civil. Se ha dicho que esta obra contiene muchos trozos enteramente autobiográficos, y que Altamirano pasó por algún trance íntimo semejante al que describe en el protagonista de Clemencia. La historia comienza presentándonos a dos mujeres, Clemencia (morena) e Isabel (rubia), opuestas las dos en carácter como lo son físicamente. Ellas son cortejadas por dos varones, también de muy distinta condición moral: Enrique Fiórez, un "arrivista", hipócrita y sin escrúpulos, que corteja a Isabel, y Fernando del Valle, un idealista, sincero y apasionado, que hace el amor a Clemencia. La una y la otra prefieren a Enrique. Clemencia, por su parte, siempre se muestra fría hasta el grado de menospreciar a Fernando. Nada falta, sin embargo, los sentimientos de este hacia la esquiva Clemencia, se hacen más fuertes. Pero, por otra parte, la atracción que experimentan entre sí Clemencia y Enrique termina en matrimonio, hecho que colma de tristeza y amargura el corazón de Fernando quien al igual que Enrique, pertenece al partido liberal, en donde toman parte en las luchas políticas, pero Fiórez, como es su costumbre, traiciona a sus correligionarios, manteniendo secretos contactos con el enemigo. Las cosas se desvirtúan de modo que, al descubrirse la traición al partido, las sospechas recaen sobre el pobre Fernando. Al final se descubre la verdad y Enrique es condenado a muerte. Con el restablecimiento de la verdad, lejos de calmarse el espíritu de Fernando, se ensombrece más, pues advierte que Clemencia le culpa de haber acusado a su marido por celos. Fernando, para quedar puro y sin mancha a los ojos de su amada, sustituye heroicamente al reo, y al darse cuenta exacta de lo ocurrido, Clemencia comprende la grandeza del alma de Fernando, y enloquece de desesperación, aunque ya nada se puede hacer.
Nació en Tixtla, Guerrero, en 1834 y murió en San Remo, Italia, en 1893. Indio puro, maestro de escuela, abogado, orador, diputado al Congreso, procurador general, presidente de la Suprema Corte, cónsul en Barcelona y en Francia.
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Capítulo 11 - Los dos amigos
- ¿Por qué viene usted tan callado, Valle? ¿Ha dejado usted el alma en esa casa? -preguntó Flores a su amigo, después de haber andado algún rato. - No tal. - Sí; conmigo, fuera reservas; usted está enamorado, hijo mío, o algo le sucede de extraordinario, porque ha tenido usted singularidades que no pueden engañar a ojos tan expertos como los míos. - Ya usted me conoce. Soy tímido delante de las mujeres, y esto es lo que me ha sucedido hoy. Ayer ha pasado lo mismo. Sabía yo que esta familia vivía en Guadalajara; que ella había estado en México y que había tenido intimidad con la familia de mi padre, a causa de su parentesco. Pero yo no la conocía; pregunté por ella al llegar; me dieron razón y me presenté en su casa. Me recibió mi tía muy bien; pero pasados diez minutos de mi visita no sabía ya de que hablar, y mi permanencia allí fue un suplicio. Como usted ve, mi prima es bella; su vista me causó una impresión difícil de definir; deseaba alejarme de ella, y lo sentía al mismo tiempo. No sé cuántas barbaridades dije, y era que me preocupaba su belleza, esa belleza inocente y encantadora. - Eso se llama amor, chico. ¿Ha estado usted enamorado alguna vez? - Nunca; le confieso a usted que cuando era estudiante vivía entregado a los libros, visitaba pocas casas, y en ellas, aunque solía encontrar muchachas hermosas, casi siempre las vi enamoradas de otros, y esto naturalmente me hacía alejarme de ellas, así como a ellas interesarse muy poco en agradarme. Además, yo conozco que no soy simpático para las mujeres, no tengo esas dotes brillantes que usted posee en alto grado para cautivar el corazón femenil. Mi carácter es sombrío y taciturno; ya usted comprenderá que hay motivo para que mi juventud se haya deslizado solitaria y triste. Le parecerá a usted ridículo, pero la verdad es que mi corazón está virgen de todo amor. - ¡Hombre! ridículo, no; pero raro, sí, muy raro. ¡Un corazón virgen a los veinticinco años! ¡En este tiempo en que ya a los doce se tiene novia, y muchas veces querida! Convengo en que no haya usted amado, esta palabra ahora es convencional; pero habrá usted tenido una querida: ¿quién no tiene hoy, apenas llegada la pubertad, una triste querida? - Tampoco; me hubiera sido eso difícil sin amar. Las pasiones de los sentidos no han sido hechas para mí. Como desde niño he carecido del dulce placer de sentirme amado, y como he atesorado en el alma un íntimo caudal de cariño tan ardiente como puro, he deseado con avidez amar; pero hubiera creído profanar mis sentimientos entregándome a las pasiones banales y que gastan la organización corrompiendo casi siempre el alma. - ¡Canario, y que singular filósofo es usted, Fernando! Usted no pertenece a esta época. Es usted un casto soñador, un poeta quizá; pero de todos modos un hombre al agua. ¿Ha leído usted novelas? - Pocas. - ¿Ha frecuentado usted a los poetas? - Algo; pero le diré a usted: antes, muy antes de que me aficionara a ese género de lectura, pensaba y sentía lo mismo. Las ideas que tengo no me vienen de los libros, sino de las impresiones que he recibido desde mi infancia. He sufrido, y el mundo, que pudo haber sido para mí un edén, fue un infierno desde los primeros pasos. ¡Feliz quien como usted sólo ha pisado rosas en su camino! - Como habíamos hablado pocas veces de este modo, le confieso a usted que no le había observado esta particular disposición al romanticismo, que ahora le noto, y de que le habría curado radicalmente, como de una enfermedad odiosa. ¿Quién diablos le ha puesto a usted hollín en el cerebro? ¿Quién le ha dicho a usted que este hermoso y querido mundo es un infierno? Sólo los tontos creen ya en el valle de lágrimas; y quéjese a su mal gusto aquel que quiera recibir la vida como un cáliz amargo. Pues qué ¿usted toma las cosas a lo serio? - ¿Y cómo no tomarlas así, cuando no se me presentan risueñas? - El talento consiste, amigo mío, en cambiarles la cara. Yo nunca he sido romántico. - Pero usted siempre habrá sido feliz. - Feliz absolutamente, no; necesitaba yo muchas, muchísimas cosas para ser feliz. Mi ambición es insaciable, mis sentidos exigentes hasta lo imposible. - ¿Sus sentidos? ¿Pero usted no tiene corazón? - Querido ¿cree usted en el corazón? - ¡Cómo si creo! Demasiado, y ahora más todavía. - Arránqueselo usted en la primera oportunidad, Fernando. Créame usted, es una entraña que maldita la falta que nos hace, y que debe acarrear infinitas contrariedades. De mí sé decir que nunca lo he tenido, si no es en la acepción física de la palabra, y me he reído alegremente de aquellos que decían ser desgraciados por un exceso de sentimientos. Eso está bueno para urdir cuentos; el corazón es como el diablo, sólo existe en las leyendas. - Pero ¡qué horrores está usted diciendo! Apenas me atrevo a creer que habla usted con formalidad. - Pues no lo dude usted, amigo mío, y le aseguro bajo mi palabra de honor, que no soy de aquellos que por haber sufrido algún quebranto terrible en sus esperanzas o en sus pasiones, se hacen los interesantes, diciendo que ha muerto su corazón, que no tienen en el pecho más que cenizas, con otras mil necedades tan ridículas como impertinentes. No; si alguno puede dar gracias a la fortuna por sus coqueterías y sus lisonjas, soy yo, que sin fatuidad he apurado desde muy temprano los goces, y he hecho de mi vida una especie de orgía de buen tono. No es mi ánimo hacer a usted mi biografía, pero no dejará usted de creerme si le digo que hasta aquí la suerte no me ha contrariado nunca, y que apenas le he pedido algo cuando se ha dado prisa en alargármelo con buen modo. Nací rico y lo soy aún, no millonario, esto vendrá después; pero lo suficiente para haber tomado asiento, durante algunos meses, en el banquete que el placer ofrece en Europa a los sibaritas del siglo XIX. Aún me quedan, como es de suponerse, mil goces por saborear; pero esto, lejos de ser una contrariedad, es un incentivo para seguir mi camino; es una esperanza que me sonríe llamándome; es una garantía de que no tendré un porvenir fastidioso. ¿Qué habría quedado para mis cuarenta años, si hubiese agotado todas las delicias en la juventud? Volví al país, y por algún tiempo no tuve otra ocupación que galantear; el galanteo es un entretenimiento interino, y bueno cuando es provechoso. Yo no soy platónico; y, con perdón de usted, creo que el platonismo es manjar de tontos. En este tiempo en que se vive tan presto, sacrificar los mejores días a los goces de lo que ustedes llaman alma, es pasar una hermosa mañana de primavera estudiando geografía en un gabinete; es pasar una hermosa noche de estío traduciendo el Arte de amar. Así, pues, en cuanto a mujeres… - ¡Ah, sí! en cuanto a mujeres, demasiado sé cuán afortunado ha sido usted. - He hecho llorar algunos hermosos ojos aquí en mi inculta patria, donde todavía se usan el color natural y las lágrimas sinceras; pero reflexione usted en que sería peor para mí, verme obligado a lamentar el rigor de las desdichas. Con las mujeres no hay remedio: o tiene uno que engañar o que ser engañado. ¿Preferiría usted ser lo último? - Pero cuando el corazón se interesa… - Amigo mío, no olvide usted que le he dicho que yo no tengo esa desventaja. Si yo hubiese poseído un ápice de ese sentimentalismo anticuado, el libro de mis aventuras estaría en blanco como el de usted. Habría dado con la primera Dalila de las que andan por ahí, y a esta hora, tonsurado y miserable, habría compuesto algunas endechas llenas de dolor, pero no habría arrancado de la ingrata ni una sola de esas lágrimas que tantas veces han regado mis manos y mi cuello. - ¡Pero, Enrique, por Dios, no todas son Dalilas! - Todas, Fernando, todas. No lo son por maldad, lo son por naturaleza, inocentemente, sin saber lo que hacen, tal vez sin quererlo; pero el hecho es que aun amando acaban con las fuerzas de un hombre, lo enervan y lo entregan a los furores del destino, desarmado, impotente y el amor no debe ser más que el embellecimiento del camino de la ambición. - Me espanta usted… Yo creía que el amor era uno de los grandes objetos de la existencia; yo creía que la mujer amada era el apoyo poderoso para el viaje de la vida; yo creía que sus ojos comunicaban luz al alma, que su sonrisa endulzaba el trabajo, que el fuego de su corazón era una savia vivificante que impedía desfallecer. - ¡Poesía! ¡Poesía! Deje usted de creer en eso, y mire usted, que le estoy hablando como no le hablaría a nadie, porque es peligroso revelar las opiniones íntimas de uno, como le es peligroso a un espadachín descubrir el cuerpo a los ojos de un contrario hábil. Esto le probará a usted que le quiero. - Pero dígame usted, Flores, con semejantes ideas cuyo origen no me es desconocido ya ¿cómo es que sirve usted en el ejército, y en un tiempo como este, en que la República anda de capa caída? Flores sonrió y se turbó un poco ante la mirada fija de Valle. - Precisamente por eso vengo aquí. ¿Usted tiene fe en el triunfo de la independencia? - Tengo gran fe, una fe incontrastable. - ¿Y usted cree que no morirá en la lucha? - Eso no lo sé: nada difícil es que muera; pero moriré con la conciencia de que tarde o temprano triunfará la República. - Pues bien; yo también tengo fe, y hay algo que me dice que sobreviviré a la guerra. Usted comprenderá que vamos a quedar muy pocos, y de esos pocos me propongo ser uno. El camino así se...