E-Book, Spanisch, Band 421, 272 Seiten
Reihe: Nuevos Tiempos
Aparicio Belmonte / Aquino / Connolly Músicas negras
1. Auflage 2019
ISBN: 978-84-17624-68-2
Verlag: Siruela
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)
E-Book, Spanisch, Band 421, 272 Seiten
Reihe: Nuevos Tiempos
ISBN: 978-84-17624-68-2
Verlag: Siruela
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Juan Aparicio Belmonte (Londres, 1971) es profesor en la escuela de ideas Hotel Kafka, en la escuela de escritura creativa El Atelier de Fábula y en la escuela de interpretación Work In Progress, humorista gráfico con el apodo Superantipático (en las publicaciones 20 minutos y República de las letras, entre otras) y colaborador habitual de diversos medios de comunicación. Ha escrito las novelas Mala Suerte (2003), López López (2004), El disparatado círculo de los pájaros borrachos (2006), Una revolución pequeña (2009), Mis seres queridos (2010), Un amigo en la ciudad (Siruela, 2013), Ante todo criminal (Siruela, 2015) y La encantadora familia Dumont (Siruela, 2019).
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Un día llegó a mi clase del instituto un tipo de pelo encrespado y teñido de verde, con varios tatuajes en cuello y brazos. Un compañero lanzó un petardo que explotó muy cerca de su oreja cuando estaba agachado en un rincón del aula. Quedó bocarriba, desmayado y babeante, casi muerto, hasta que varios alumnos optamos por llevarlo a la enfermería. Luego supimos que era electricista y no profesor de literatura, y que había venido para arreglar el enchufe donde solía conectarse el aparato de diapositivas. El alumno que había lanzado el petardo, de la banda de los dominicanos, fue expulsado del instituto, pero volvió al día siguiente para intentar agredir al director. Durante dos semanas tuvimos guardas jurados en la puerta, por si regresaba.
Tres años atrás había desaparecido un alumno en circunstancias misteriosas, sin dejar una nota de adiós ni despedirse de sus padres y amigos, y aquella desaparición había señalado al instituto como culpable de lo que todo el mundo consideraba un asesinato sin resolver. Desde entonces, el centro no era fácil para nadie, y menos que nadie los profesores; la aptitud para el aprendizaje y el nivel social de los alumnos habían ido empeorando por culpa de su mala fama. Tras su caída en desgracia, al instituto íbamos los que no teníamos otro remedio, y la mayoría de docentes —salvo, quizá, la antipática y aguerrida profesora de gimnasia— se iba decantando por definirse con un perfil bajo, extremadamente discreto, y solo se esforzaba en cumplir la encomienda de la clase como quien tiene que aguantar la respiración durante cuarenta y cinco minutos de inmersión en un acuario repleto de tiburones.
El día en que el nuevo, esperado y verdadero profesor de literatura entró en el aula se produjo un largo murmullo que fue interrumpido por él cuando escribió en la pizarra el siguiente texto, produciendo un chirrido grimoso con la tiza: «Jamás dejo una afrenta sin responder».
—¿Es usted electricista? —le preguntó alguien, para no volver a lanzar a la persona equivocada el petardo que ya estaba preparado bajo el pupitre.
—Soy tu profesor de literatura.
Su voz sonó grave y poderosa, rotunda, nada insegura, como si evidenciara que se sabía manejar en el peligro, porque le gustaba, y el alumno guardó el petardo en la mochila, por si acaso. El profesor siguió escribiendo en la pizarra. Era pequeño, enjuto, casi insignificante, pero tenía una piel curtida por el sol y una mirada intensa que generó silencio.
Era, además, chino, o eso parecía, pero hablaba un español de barrio.
—Me crie en Fuenlabrada —aseguró al comprender nuestra extrañeza, tras finalizar la escritura de la frase golpeando la pizarra para marcar el punto y final—. Soy más madrileño que todos vosotros juntos.
Y nos apuntó con la tiza como si lo hiciera con una pistola.
Se oyó la primera y última risa del curso.
—¿Quién ha sido?
Nadie respondió.
—No admitiré más muestras de cobardía en mi clase —dijo con una seriedad nada irónica.
En sus clases nadie se atrevía a chistar, pero tampoco nadie se las saltaba. Los alumnos más despectivos y peligrosos, lejos de huir, se presentaban en ella con renovados bríos de batalla y, sin embargo, bastaba la presencia del fibroso y compacto profesor para que el silencio se volviera casi religioso: la música de los cascos se apagaba por temor a molestarle, las muecas se ablandaban para no ser detectadas por su mirada agresiva. Las piernas que habían estado extendidas en la primera fila se concentraban debajo de los pupitres, las cabezas ladeadas, desafiantes, se enderezaban, y las mandíbulas que mascaban chicle o tabaco dejaban de moverse y se apretaban. La reputación del chino, que en su DNI respondía al nombre de Jesús López Domínguez, fue creciendo y los profesores lo miraban con fascinación. ¿Qué secreto le permitía tener callados a quienes en otras clases se comportaban como salvajes? ¿Cuál era la característica sustancial de este español originario de la vieja China, pequeño en tamaño pero grande en carisma, grande y terrorífico a tenor de cómo se apaciguaban los alumnos en su presencia?
Bruce Lee, como se le apodó enseguida, no se relacionaba con nadie. No saludaba ni hacía gestos de acercamiento a sus colegas del claustro, jamás le vimos pedir ayuda o consejo a ninguno de ellos. Ante cualquier requerimiento o petición de alumnos o profesores, incluso del director, se limitaba a parar, escuchar y seguir adelante como si la cosa no fuera con él. Le bastaba una bajada de párpados para demostrar que estaba en otro mundo, con preocupaciones muy alejadas de las de su entorno laboral. Sin embargo, las clases las daba con pericia. Era metódico, organizado, muy limpio en sus explicaciones, algo reiterativo y machacón, pero sus palabras, tan alta y claramente pronunciadas, penetraban en nuestro cerebro como flechas o como balas, y luego explotaban en él para cumplir su cometido. Metonimia, metáfora, hipérbaton, hipérbole, hipótesis. Sus clases no eran divertidas, aunque tampoco aburridas. Parecían sesiones de hipnosis en las que la tensión se imponía como una sustancia del aire que nos enervaba, colaborando en nuestra concentración. Hablaba sin desviarse un ápice del temario del libro, escribía en la pizarra ejemplos precisos y efectivos, hacía preguntas escuetas, apuntaba en su cuaderno alguna apreciación o nota sobre el alumno que respondía. Y se iba con un seco «Mañana más» que nos despertaba del ensalmo, liberándonos de la tensión.
El director sentía enorme curiosidad por el método didáctico del nuevo profesor, pero las veces que se acercaba a él no era capaz de traspasar una distancia suficiente para entablar la conversación, y su movimiento de muelle era evidente en los recreos y hasta en la calle, a la salida del instituto. Toda aproximación era vencida, rápidamente, por un alejamiento disimulado.
Una tarde Bruce Lee me encomendó un recado, acudir a secretaría con la recaudación para una excursión venidera a la sierra de Madrid, y al regresar me encontré al director en el pasillo, parado enfrente de mi aula, intentando escuchar con cauta pero insuficiente discreción lo que decía Bruce Lee. No obtuvo más premio que la voz monótona del chino, una serie de términos que en el pasillo sonaban a latinajos cultos. Al verme, el director se sonrojó, dio un leve respingo y se alejó. Entré en la clase y me sumergí en el discurso del profesor con la tensión que siempre me producía su voz profunda, su cuerpo rígido y su mirada penetrante.
Cuando Bruce Lee salía de clase, los chavales le mirábamos de refilón y le abríamos paso, haciéndole un pasillo de espaldas huidizas o de cabezas agachadas, en el que hasta el reguetón o el rap se silenciaban. Jamás llegamos a relajarnos con su presencia. Jamás se volvieron normales su entrada y su salida de clase.
Una canción de Mecano aumentó exponencialmente la extrañeza que nos causaba el personaje, la que sonó en su teléfono móvil una mañana lluviosa. Lejos de apagar el aparato, el tipo lo dejó sonar una y otra vez, de manera que la canción se repitió cinco veces seguidas sin que él pareciera notarlo. Y tuvimos que escuchar sin queja una melodía que a cualquier otro profesor le habría supuesto la ruina: «Hawaii, Bombay son dos paraísos / que a veces yo me monto en mi piso. / Hawaii, Bombay son de lo que no hay. / Hawaii, Bombay me meto en el baño / le pongo sal y me hago unos largos. / Para nadar lo mejor es el mar».
El episodio no fue aislado, sino que comenzó a repetirse una o dos veces por semana como un rasgo más de su personalidad enigmática.
A veces respondía a las llamadas en inglés, jamás en chino, y tenía conversaciones breves con lo que parecía, desde los pupitres, una voz de mujer o, quizá, de niño. En ocasiones, cuando la música del móvil cesaba, él canturreaba la canción, como si le divirtiera poner a prueba nuestro estupor. Aquella melodía tan melosa, ese pop tan zalamero no cuadraba con su presencia amenazadora ni con las frases que le gustaba analizar sintácticamente en la pizarra. «Nada me satisface tanto como la venganza», «Si tu enemigo golpea una vez, golpea tú dos veces», «Donde las dan las toman», «No te pongas en mi camino si no quieres que te aplaste como un gusano».
—Díganme —exigía—. Sujeto, verbo y predicado.
Y todos, claro, nos lo sabíamos.
Un día, sin embargo, nos sorprendió el tono y el sentido de las dos frases que escribió en la pizarra: «Sabor de amor, todo me sabe a ti. Comerte sería un placer porque nada me gusta más que tú».
A partir de entonces redactó frases que hablaban de amor y no de odio, de reconciliación y no de revancha, frases cursis, ñoñas, que producían desasosiego y bochorno entre nosotros, los alumnos, casi una respuesta refleja de decepción ante una debilidad enorme en quien, de alguna manera, admirábamos. No pegaban con su personalidad dura esas frases sensibleras ni las que llegarían después: «Y en la noche, mientras duermes, me despierto y mi suerte sigue bien, tú estás aquí». Todas provenían de grupos pop españoles de los años ochenta o noventa que a nosotros no solo no nos decían nada, sino que nos producían urticaria.
Corrió el rumor de que Bruce Lee se había enamorado de Ana, la profesora de gimnasia, una mujer de su misma edad que intimidaba por su ceño fruncido. De expresión reconcentrada y altura imponente, debía de sacarle una cabeza al profesor. La mujer sabía ganarse el respeto de los alumnos más conflictivos con luxaciones y retorcimientos de...