E-Book, Spanisch, Band 269, 200 Seiten
Reihe: Nuevos Tiempos
Balanzá Recado de un muerto
1. Auflage 2014
ISBN: 978-84-15937-85-2
Verlag: Siruela
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)
E-Book, Spanisch, Band 269, 200 Seiten
Reihe: Nuevos Tiempos
ISBN: 978-84-15937-85-2
Verlag: Siruela
Format: EPUB
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Rafael Balanzá (Alicante, 1969) reside en Murcia desde 1986. En enero de 2002 fundó la revista El Kraken, cuya trayectoria se ha prolongado hasta febrero de 2009, a lo largo de 27 números. De ella dijo Arrabal que era sin duda la mejor revista de Europa. En el 2007, animado por el también escritor Manuel Moyano -su descubridor literario-, publicó Crímenes triviales, una colección de relatos muy bien acogida por la crítica. Los asesinos lentos es su primera novela.
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Pero si mantienes los ojos lo bastante abiertos desde el principio nada te parecerá demasiado increíble como para que llegues a creerlo, porque nada puede ser mucho más extraño que el simple hecho de estar vivo. Eso es precisamente lo que procuro hacer en este momento: mantener los ojos abiertos. Mantenerlos abiertos por mucho esfuerzo que requiera. Mantenerlos abiertos incluso cuando los tengo irremediablemente cerrados desde hace ya varias horas.
Si algo he aprendido en mis treinta y siete años de vida, y especialmente en los últimos tres días, es que no hay suceso tan inverosímil o improbable como para que no tenga lugar en este mundo. A menudo vamos por ahí suponiendo que somos halcones que planean majestuosamente sobre el paisaje, vigilándolo todo desde nuestra gran altura. No caemos en la cuenta de lo que realmente somos hasta que recibimos una violenta acometida desde lo alto y notamos unas garras que se hunden en nuestra carne tierna, recubierta por un plumaje blanco y delicado.
Esa es la verdad: cualquier cosa, lo más increíble o espantoso podría sucederle ahora mismo a cualquiera de vosotros, como de hecho me sucedió a mí; sin avisos ni explicaciones, sin preparaciones ni augurios. Y esta advertencia –¿sabéis?– no proviene de una mente ilustre, de algo que haya leído. No os lo digo porque alguien venerable, alguien (imaginemos) con una larga barba gris, una túnica blanca y un puñado de arroz apretado en una mano, sentado junto a una bonita cascada en el umbral de una gruta, me lo haya revelado. Nada de anacoretas, ni de filosofía. Se trata de experiencia. De lo que me ha pasado. De lo que empezó a pasarme exactamente el viernes por la mañana cuando abrí mi cuenta de correo y encontré allí un sorpresivo de un amigo que estaba ya en vías de dejar de serlo:
«Te espero en la nave dentro de una hora. Ven tú solo. No intentes llamarme al móvil porque me temo que no contestaré. Es necesario que nos veamos cuanto antes. Ha ocurrido algo y tenemos que hablar. Es grave y es urgente. Te lo explicaré en cuanto llegues.»
Ese amigo se llamaba Ángel Bru. Lo más extraño de la situación era el hecho de que nos hubiéramos visto hacía solo unas horas. La noche anterior, precisamente. En El Fresno, un local a las afueras de Las Zalbias, la población marítima en la que vivimos y en la que nos hemos criado juntos. Una pregunta que me hice de inmediato fue qué podría haber sucedido entre nuestra conversación nocturna y lo poco que había transcurrido de aquella mañana para que sintiera la necesidad urgente de verme otra vez. Miré el reloj en el ángulo inferior de la pantalla. Apenas eran las 9:40. ¿Qué podía haber pasado? ¿No había quedado ya todo bastante claro?
–Pensaba que lo habíais dejado todo claro… anoche.
Me gustan los gestos soñolientos y despreocupados de Marta. Me gustan sus modales burdos y hasta sus tics groseros. Me gusta ese modo de acercarse a mí contoneándose y rascándose una nalga por debajo de esa camiseta blanca con la cara de Shrek con la que suele dormir.
Acabo de explicarle el contenido del mensaje, nada más oírla expresar su curiosidad desde el pasillo. Ahora me vuelvo, y es entonces cuando la veo entrar en el cuarto del ordenador. Se le ven las bragas por debajo de la camiseta mientras se rasca el trasero. Me pone una mano en el hombro y le da un sorbo a su tazón de café con leche de soja mientras mira hacia la pantalla. Se ha levantado temprano esta mañana y ha debido de estar trajinando por la casa. O eso me había parecido antes, porque algún ruido me ha sacado un instante del sueño, según lo recuerdo. O creo recordarlo.
Marta siempre me ha gustado más despeinada y sin maquillaje: el contraste violento de su feminidad indeclinable y su desdeñosa grosería. Su melena suelta y ensortijada, con anillos y bucles de caoba de todos los tamaños, enredándose, precipitándose sobre sus hombros de porcelana.
–Yo también. También creía que estaba claro.
Marta me ha dado un beso en la nuca y un mordisquito en la oreja.
–¿Qué piensas hacer? ¿Vas a ir?
Yo cierro mi cuenta de correo y me meto en el buscador para ver noticias.
–Claro que voy a ir –respondo sin mirarla–. Tengo que ir… a ver qué quieres que haga. Tendré que saber lo que busca este ahora… Tengo que vigilarlo, ¿no?
Ella no dice nada. Simplemente se aleja por el pasillo, hacia la cocina.
«Vaya mierda», pienso entonces, mirando las noticias sin prestarles atención, excepto a no sé qué insólita teoría de Hugo Chávez sobre el origen de su cáncer. «Vaya mierda», insisto, pero ya no solo mentalmente, sino mascullando las palabras con un mínimo soplo, una burbuja de aire apenas tallada por la lengua y los dientes.
Me levanto dejando el PC encendido y me asomo a la cocina, donde Marta está desayunando.
–¿No has tomado nada? –me pregunta, risueña. Tiene una galleta de canela entre los dedos índice y pulgar de su mano izquierda.
–Me he levantado fatal –le explico, llevándome una mano a la boca del estómago–, ahora cuando vuelva, a lo mejor...
– Pero… ¿te vas ya?
–Sí, voy a acercarme al polígono. Me espera en la nave. Ya lo has leído.
Ella asiente en silencio. Giro sobre los talones y voy al dormitorio para vestirme.
* * *
Me sorprende recordarlo todo con tanta precisión. La verdad es que no sé si a esto podemos llamarlo, con propiedad, «recordar». La mañana del viernes era luminosa. No había mucho tráfico. Nuestra vida en Las Zalbias es tranquila, por lo general. Sobre todo en invierno. El pueblo solo se anima un poco durante la temporada alta de veraneo, pero ya estábamos en septiembre. Muy cerca hay dos o tres urbanizaciones llenas de alemanes y de ingleses. La capital y su medio millón de ruidosos habitantes están a una profiláctica media hora en coche por la autovía. Marta y yo solemos ir allí –a cenar, al cine– una o dos veces al mes, más o menos.
Avancé en paralelo al nuevo paseo marítimo y, al llegar al punto donde el café Arrecife separa el puerto de la playa, giré en la rotonda hacia la plaza Descubridores. Después, alejándome del mar por una calle estrecha y empinada, enfilé hacia las afueras en busca del polígono.
La noche anterior, en El Fresno, Ángel y yo habíamos tenido una conversación algo crispada. Más bien una discusión. Claro que para entender lo que ocurrió la noche del jueves deberíais estar al tanto, por lo menos, de algunos rasgos generales de mi biografía. No hará falta entrar de momento en demasiados detalles. Creo que bastará con explicaros que me he movido durante los últimos años por la línea de sombra que separa una cómoda ilegalidad sin demasiados riesgos del extenuante sol de la rectitud y las buenas obras. Supongo que os podéis hacer una idea. Con veinticinco años cancelé mi breve etapa universitaria. Había trabajado y vivido en la capital desde los veintidós, pero sufrí una crisis personal después de romper con Mercedes, mi novia de entonces. Así que regresé a Las Zalbias y me puse a buscar trabajo.
Fue entonces cuando me hice transportista y recorrí con un tráiler frigorífico la mayor parte de Europa Occidental y del Este. Pero las jornadas al volante perdieron muy pronto el romanticismo con que al principio me habían atraído. Enseguida resultaron realmente agotadoras y solitarias. Las prostitutas, con quienes la mayoría de las veces apenas si intercambiaba alguna palabra, acabaron muy pronto por tener casi todas a mis ojos la misma cara de asco y las mismas ganas de terminar cuanto antes. Llegué a preferir masturbarme solo en la cabina del camión, o en el hostal de turno, cuando tenía que hacer noche fuera del país. Pasaba semanas enteras lejos del pueblo, lo cual se convirtió en un problema serio para mi incipiente relación con Marta. Así que, antes de cumplir los treinta, permití que Ángel, siempre tan atento, me introdujera en el mucho más atractivo y lucrativo mundo del tráfico de éxtasis y cocaína. Celebramos juntos la llegada del nuevo siglo nadando en una abundancia que entonces parecía inagotable. Todo el mundo tenía dinero y, desde luego, todo el mundo esnifaba. Los que más, sin ninguna duda, los políticos. Los cargos consistoriales de Las Zalbias y sus alrededores. Nuestra pequeña ciudad estaba dejando de ser tan pequeña a marchas forzadas. De hecho ya había alcanzado los treinta mil habitantes y seguía creciendo a un ritmo vertiginoso, sin presentar el menor indicio de moderar o racionalizar tan eufórica y hedonista expansión. Cada semana las excavadoras despejaban sin contemplaciones uno o dos kilómetros cuadrados más por los alrededores. Ni siquiera respetaron las salinas de San Juan, de cuya defensa hicieron causa común varios grupos ecologistas y asociaciones vecinales de la zona; los cuales, , consiguieron salvar algo del bonito humedal cuando obtuvieron, gracias a una desesperada campaña en la prensa, la precaria y provisional calificación de «entorno natural protegido».
En fin…, así estaban las cosas en nuestra comarca, pero no quiero apartarme de mi asunto. El caso es que en la época de las hormigoneras gordas a Ángel y a mí nos iba bastante bien con nuestro supermercado portátil de la droga. Lo teníamos todo bastante controlado. Trabajábamos por zonas, haciendo rotación y dejando en barbecho los lugares...




