Barrett | La fiebre negra | E-Book | sack.de
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E-Book, Spanisch, 300 Seiten

Reihe: Otras Latitudes

Barrett La fiebre negra


1. Auflage 2018
ISBN: 978-84-17281-33-5
Verlag: Nórdica Libros
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark

E-Book, Spanisch, 300 Seiten

Reihe: Otras Latitudes

ISBN: 978-84-17281-33-5
Verlag: Nórdica Libros
Format: EPUB
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NATIONAL BOOK AWARD Un libro de relatos breves y elegantes sobre el amor a la ciencia y la ciencia del amor. Entretejiendo personajes históricos y de ficción, abarcan el pasado y el presente a medida que negocian el complejo territorio de la ambición, el fracaso, el logro y los sueños rotos. Darwin, Linneo o Mendel aparecen en las páginas de estas historias mezclados con las vidas de parejas de ficción. La ciencia se transforma de hecho duro y conocido en material de ficción maleable, extraño y emocionante. La misma Andrea Barrett señala: 'Siempre he estado muy interesada en los que practican la ciencia y en sus historias. Lo que más me interesa es la historia natural. En su apogeo, a mediados y finales del siglo XIX, cuando la gente salía y reunía los primeros grandes depósitos de datos e intentaba entender qué era lo que vivía y crecía en todas partes, había una sensación de frescura en esa búsqueda. Era muy emocionante'. En la tradición de Alice Munro y William Trevor, estas ficciones exquisitas abarcan vidas enteras en un breve espacio.

Andrea Barrett (Boston, Massachusetts, 1954) Barrett es particularmente conocida por ser una escritora de ficción histórica. Su trabajo refleja su interés por la ciencia y las mujeres en ese campo. Muchos de sus personajes son científicos, a menudo biólogos, del siglo XIX. Como en el trabajo de William Faulkner, algunos de sus personajes han aparecido en más de una historia o novela. En un apéndice de su novela The Air We Breathe (2007), Barrett proporcionó un árbol genealógico que ponía en claro las relaciones de los personajes que comenzaron en La fiebre negra, por el que obtuvo el National Book Award en 1996.

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LA CARTA DE MENDEL
Durante treinta años, hasta su jubilación, todos los otoños mi marido se plantaba ante los alumnos de segundo curso de Genética y distribuía ejemplares del famoso estudio de Mendel sobre la hibridación de los guisantes. Aquel documento era un modelo de claridad, decía Richard a sus alumnos. Encarnaba todo lo que debería ser la ciencia. Richard deambulaba ante la pizarra, hablando con soltura, sin consultar sus notas. Como el evolucionista Robert Chambers, había nacido con hexadactilia: se sentía algo acomplejado de su mano izquierda, que conservaba las cicatrices de la operación que en su infancia le había amputado el dedo sobrante, y aunque gesticulaba con naturalidad, usaba únicamente la mano derecha mientras mantenía la izquierda en el bolsillo. Desde el fondo del aula, donde me sentaba cuando todos los otoños asistía a su primera clase, podía ver la atención que le prestaban los estudiantes. Después de distribuir el artículo, Richard contaba a sus alumnos su primera versión, la convencional, de la vida de Gregor Mendel. Mendel, les decía, se crio en una aldea diminuta del extremo noroccidental de Moravia, que a la sazón formaba parte del imperio Habsburgo y que después pertenecería a Checoslovaquia. Pobre y desesperado por seguir estudiando, a los veintiún años se ordenó en el monasterio agustino de la capital, Brünn, que ahora se denomina Brno. Estudió ciencias y posteriormente impartió clases en un instituto local. En 1856, a la edad de treinta y cuatro años, inició sus experimentos sobre la hibridación del guisante comestible, usando como laboratorio el pequeño jardín adyacente al muro del monasterio. Durante los ocho años siguientes, Mendel llevó a cabo cientos de experimentos en miles de plantas para investigar la transmisión de sus características de generación en generación. Plantas largas y cortas, de flores blancas o violeta; guisantes lisos o rugosos; vainas arqueadas o ceñidas a las semillas. Mantuvo un registro meticuloso de sus hibridaciones con el objeto de escribir el documento que los alumnos tenían ahora en sus manos. Una noche fría y despejada de 1865, Mendel leyó la primera parte de su estudio a sus colegas de la Sociedad de Brünn para el Estudio de las Ciencias Naturales. Contó con unos cuarenta asistentes, unos pocos científicos profesionales y muchos aficionados serios. Mendel leyó durante una hora, describiendo sus experimentos y demostrando las proporciones invariables con que los rasgos aparecían en sus híbridos. Al cabo de un mes, en el siguiente encuentro de la sociedad, presentó la teoría que formulaba para explicar tales resultados. Ahí mismo, en esa habitación pequeña y abarrotada, nació la ciencia de la genética. Mendel no sabía nada de genes, cromosomas ni ADN, pero había descubierto los principios que posibilitarían su investigación. —¿Aplaudieron? —preguntaba siempre Richard, llegado este punto—. ¿Hubo gritos de aprobación o al menos un murmullo de desacuerdo? Se trataba de una pregunta retórica. Los alumnos sabían que no debían responder. —Pues no —proseguía Richard—. Las actas de aquel encuentro muestran que nadie preguntó ni discutió nada. Ninguno de los presentes entendió la trascendencia de lo que Mendel acababa de presentar. Un año después, la investigación se publicó y pasó totalmente desapercibida. Los estudiantes bajaron la vista a sus ejemplares del estudio y Richard concluyó rápidamente su historia, describiendo cómo Mendel regresó a su monasterio y se ocupó de otros asuntos. Durante un tiempo siguió dando clases y realizando otros experimentos; cultivó uvas, árboles frutales y toda clase de flores, además de dedicarse a la apicultura. Finalmente fue nombrado abad del monasterio y desde entonces hasta su muerte se dedicó a sus tareas administrativas. Solo en 1900 se redescubrió su investigación perdida, y una nueva generación de científicos apreciaron su trabajo. Cuando Richard llegaba a este punto, levantaba la vista hacia el fondo del aula, nuestras miradas se cruzaban y sonreía. Él sabía que yo sabía lo que aguardaba a los estudiantes al final del semestre. Después de que leyesen el estudio y sobreviviesen al laboratorio donde criaban moscas de la fruta en tubos de ensayo para demostrar los principios de la herencia mendeliana, Richard les contaría la otra historia de Mendel, la que yo le había contado a él: la historia en que un arrogante colega científico desencamina sus investigaciones debido al comportamiento de una humilde planta, la vellosilla. La historia en que la ciencia no solo es infravalorada, sino que además se ve subyugada por la soledad y el deseo de agradar. Tenía mis motivos para asistir a aquella primera clase todos los otoños, y no se debía únicamente a mi condición de buena esposa. Yo no había conocido a Mendel gracias a Richard. Cuando era niña, durante los primeros años de la Depresión, mi abuelo, Anton Vaculik, trabajaba en un vivero de Niskayuna, no lejos de donde Richard y yo seguimos viviendo en Schenectady. No era el único empleo que había tenido mi abuelo, pero sí el que le gustaba más. Había salido de Moravia en 1891 para trasladarse a Bremen con su esposa encinta. De allí embarcaron a Nueva York y luego a Albany. Su intención era seguir viajando hasta los grandes asentamientos checos de Minnesota o Wisconsin, pero cuando mi madre nació con seis semanas de antelación decidió instalarse aquí. Algunas familias checas vivían también en la zona y uno de aquellos compatriotas contrató a mi abuelo en su pequeña fábrica de botones de madreperla para blusas de señora. Después, cuando ya había mejorado su inglés, mi abuelo encontró el empleo en el vivero que tanto le gustaba. Trabajó allí durante treinta años; se le daba tan bien la propagación de plantas e injertar árboles que sus patrones lo mantuvieron a media jornada mucho después de que le hubiese llegado la edad de jubilarse. En el vivero todos le llamaban Tony, lo que sonaba adecuadamente norteamericano. Yo le llamaba Tati, una deformación de tatínek, «papá» en checo, que era como lo llamaba mi madre. A mí me pusieron Antonia por él. Durante mi infancia nunca pasamos hambre; estábamos mejor que la mayoría, pero nuestra vida cotidiana era un entramado de pequeñas economías. Mi madre cosía, confeccionaba chaquetas y remendaba pantalones; cuando planchaba, dejaba las prendas lisas para el final, cuando ya había desenchufado la plancha y el hierro se enfriaba, para no gastar electricidad. A mi padre le habían bajado el sueldo en la fábrica de General Electric y mi hermano mayor intentaba colaborar con trabajillos que conseguía aquí y allá. Yo era la única ociosa de la familia, por lo que los fines de semana y en las vacaciones estivales mi madre me permitía acompañar a Tati. Me encantaba que Tati me diese trabajo que hacer. En el vivero había huertos de árboles frutales, melocotoneros, manzanos y perales, e invernaderos largos y achaparrados llenos de semilleros. Seguía a Tati a todas partes y le ayudaba mientras él trasplantaba o se dedicaba a injertar con su afilado cuchillo curvo y la cera. Me sentaba a su lado en un taburete alto y le sostenía las tenazas o el bote de alcohol desnaturalizado mientras emasculaba las flores. Entretanto charlábamos, y así acabé conociendo la historia de sus inicios en Estados Unidos. Los únicos momentos en que Tati torcía el gesto y guardaba silencio era cuando aparecía su nuevo superior. Sheldon Hardy, el antiguo horticultor jefe, había sido nuestro amigo; tenía la edad de Tati y habían trabajado codo con codo durante años, cortando vástagos y practicando injertos de hendidura en árboles frutales. Pero en 1931, cuando yo tenía diez años, el señor Hardy sufrió un infarto y se fue a vivir con su hija a Ithaca. Otto Leiniger apareció poco después, estropeando parte de nuestros placeres cotidianos. Leiniger rondaría los sesenta años. Le faltó tiempo para decirnos que tenía un máster de una universidad del oeste; su bata blanca de laboratorio y los libros de su despacho evidenciaban que se consideraba un erudito. Se sentaba ante su gran escritorio de roble y anotaba las tareas de Tati con una pluma elegante heredada de días mejores; antes había sido director de un jardín botánico. Clavaba las listas en las ramas de propagación, donde la humedad las rizaba como virutas de madera, y cuando estábamos enfrascados en el trabajo siempre merodeaba por los alrededores, observándonos. No se quejaba de mi presencia, pero trataba a Tati como a un peón. Un día me sorprendió sola en un invernadero lleno de pequeñas begonias que habíamos cultivado a partir de esquejes. Yo estaba regando las diminutas plantas con una regadera pequeña a la que Tati había adaptado una roseta. Bajo el techo de cristal hacía mucho calor. Llevaba pantalón corto y una vieja camisa blanca de Tati sin nada debajo, más que mi húmeda piel; tenía solo diez años. Había mesas a lo largo de las dos paredes laterales del invernadero, y una mesa de propagación más estrecha ocupaba el centro. Estaba a un lado de esta mesa más estrecha, y para ampliar mi perímetro de riego me había encaramado a un cajón invertido. Me inclinaba para alcanzar las plantas más alejadas cuando levanté la vista y vi a Leiniger al otro lado. Tenía una cara redonda y pesada, con bolsas negras debajo de los ojos. —Vaya con la pequeña asistente. Ayudas mucho a tu abuelo —me dijo. Tati estaba en el invernadero vecino, examinando una nueva remesa de fucsias. —Me gusta estar aquí —respondí. Estaba ocupándome...



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