E-Book, Spanisch, Band 296, 296 Seiten
Reihe: Narrativa del Acantilado
Bassani El jardín de los Finzi-Contini
1. Auflage 2017
ISBN: 978-84-16748-76-1
Verlag: Acantilado
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)
La novela de Ferrara. Libro tercero
E-Book, Spanisch, Band 296, 296 Seiten
Reihe: Narrativa del Acantilado
ISBN: 978-84-16748-76-1
Verlag: Acantilado
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)
En la ciudad de Ferrara, cuando la comunidad judía vive amenazada por el antisemitismo del gobierno fascista, los Finzi-Contini-una familia judía de abolengo-llevan una vida apartada en una lujosa villa, rodeada por un jardín majestuoso. Alberto y su hermana Micòl, los hijos de la familia, deciden invitar a algunos amigos a su casa, después de que a muchos de ellos los hayan expulsado del club de tenis de la ciudad. El protagonista de la historia, un joven judío de clase media, accede así a esta hermética comunidad-aparentemente inmune a las leyes raciales-, en cuyas reuniones convergen la política y la vida privada, y aflora el amor entre el muchacho y la joven Micòl. Sin embargo, el curso de la historia parece arrastrarlos hacia un destino funesto y abocarlos a precipitarse al abismo que se abre bajo sus pies. Pocas novelas italianas del siglo xx han ocupado un lugar tan especial en el corazón de los lectores como 'El jardín de los Finzi-Contini', una conmovedora historia que entrelaza la suerte individual y colectiva de Italia en los albores de la Segunda Guerra Mundial. 'Su obra maestra. Una historia de amor juvenil escrita con un dibujo portentoso de caracteres en el que hasta los menores de ellos están trazados con buril'. José María Guelbenzu, El País 'Una novela que se articula en torno a una voz narradora anónima que nos cuenta su mirada de la alta burguesía judía de Ferrara, su mirada de hijo de la clase media y su compromiso entre sentimental y social con esa clase'. Ernesto Ayala-Dip, El Correo Español 'Una de las obras clave de la novelística italiana del siglo XX, y también de la literatura europea'. Jorge de Vivero, Diario de Pontevedra
Giorgio Bassani (Bolonia, 1916 - Roma, 2000), poeta, ensayista y novelista, pasó la mayor parte de su infancia y primera juventud en Ferrara, y, después de un breve arresto a causa de su activismo político clandestino, se trasladó a Florencia e inmediatamente después a Roma, donde se estableció definitivamente. Tras la guerra colaboró en distintas publicaciones literarias, fue vicepresidente de la rai, profesor de historia del teatro en la Academia Nacional de Arte Dramático de Roma y editor de Feltrinelli. Acantilado ha publicado Intramuros (2014) y Las gafas de oro (2015), los dos primeros libros de la monumental Novela de Ferrara, su obra más conocida, cuya versión definitiva vio la luz en 1980.
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PRÓLOGO
Hace muchos años que deseaba escribir acerca de los Finzi-Contini—Micòl y Alberto, el profesor Ermanno y doña Olga—y todos los que vivían o, como yo, frecuentaban la casa de corso Ercole I d’Este, en Ferrara, poco antes de que estallase la última guerra. Pero el impulso, el auténtico empujón para hacerlo, no lo sentí hasta hace un año, un domingo de abril de 1957. Ocurrió durante una de las habituales excursiones de fin de semana. Una decena de amigos, repartidos en dos automóviles, habíamos salido de paseo por la Aurelia, justo después de comer, sin rumbo fijo. Unos kilómetros antes de llegar a Santa Marinella, atraídos por las torres de un castillo medieval surgidas de pronto a nuestra izquierda, giramos por un sendero de tierra batida, para acabar luego paseando dispersos por el desolado arenal que se extendía a los pies del castillo. Ahora, de cerca, mucho menos medieval de lo que prometía de lejos, cuando, desde la carretera nacional, lo habíamos visto perfilarse a contraluz sobre el desierto azul y deslumbrante del Tirreno. Embestidos por el viento, con los ojos llenos de arena, ensordecidos por el fragor de la resaca y sin poder siquiera visitar el interior del castillo porque no teníamos el permiso escrito de no sé qué institución de crédito, nos sentíamos profundamente molestos y enfadados por haber salido de Roma en un día como ése, que ahora, a la orilla del mar, se había revelado de una inclemencia poco menos que invernal. Caminamos arriba y abajo durante unos veinte minutos, siguiendo el arco de la playa. La única persona alegre de la comitiva era una niña pequeña, de nueve años, hija de la joven pareja que me había llevado en su coche. Electrizada precisamente por el viento, por el mar, por los enloquecidos remolinos de la arena, Giannina daba rienda suelta a su naturaleza alegre y expansiva. A pesar de que su madre había intentado prohibírselo, se había quitado los zapatos y las medias. Se lanzaba contra las olas que venían al asalto de la orilla, se dejaba mojar las piernas hasta por encima de las rodillas. Tenía todo el aspecto de estar pasándolo de maravilla. Tanto que, al poco rato, cuando volvimos a subirnos al coche, vi pasar por sus ojos negros y despiertos, brillantes sobre sus dos tiernas mejillas acaloradas, una sombra de auténtica tristeza. De vuelta en la Aurelia, al poco tiempo avistamos la desviación de Cerveteri. Dado que habíamos decidido regresar inmediatamente a Roma, estaba seguro de que seguiríamos recto. Pero, de pronto, en ese momento nuestro coche disminuyó la velocidad más de lo necesario y el padre de Giannina sacó el brazo por la ventanilla. Estaba haciendo señales al segundo coche, que nos seguía a unos treinta metros de distancia, tratando de comunicarle su intención de girar a la izquierda. Había cambiado de idea. De manera que nos encontramos recorriendo la lisa carretera asfaltada que llevaba en un momento a un pequeño grupo de casas, la mayoría recientes, y desde allí, internándose serpenteante en las colinas de tierra adentro, a la famosa necrópolis etrusca. Nadie pedía explicaciones, así que yo también permanecí callado. Más allá del pueblo, la suave pendiente nos obligó a disminuir la velocidad del coche. Ahora pasábamos cerca de los llamados montarozzi, numerosos en Tarquinia y los alrededores, más por la parte de las colinas que hacia el mar, en todo ese trozo del territorio del Lazio al norte de Roma que no es más que un enorme cementerio, casi ininterrumpido. Aquí la hierba es más verde y tupida, más oscura que la de la llanura de abajo, la que queda entre la Aurelia y el Tirreno, prueba de que el eterno siroco, que sopla de través desde el mar, al llegar aquí arriba ya no es tan salobre, y la humedad de las montañas cercanas empieza a ejercer su benéfica influencia sobre la vegetación. —¿Adónde vamos?—preguntó Giannina. El matrimonio iba sentado en el asiento de delante, con la niña en medio. El padre separó la mano del volante y la posó sobre los rizos castaños de su hija. —Vamos a echar una ojeada a unas tumbas de hace unos cuatro o cinco mil años—respondió con el tono de quien empieza a contar un cuento y por eso no tiene ningún reparo en exagerar las cifras—. Tumbas etruscas. —¡Qué tristeza!—suspiró Giannina, apoyando su nuca en el respaldo. —¿Por qué tristeza? ¿Ya te han explicado en el colegio quiénes fueron los etruscos? —En el libro de historia, los etruscos están al principio, cerca de los egipcios y de los judíos. Oye, papá, en tu opinión, ¿quiénes son más antiguos, los etruscos o los judíos? El padre se echó a reír. —Pregúntaselo a ese señor—dijo, señalándome con el pulgar. Giannina se dio la vuelta. Con la boca oculta por el borde del respaldo, me echó una rápida ojeada, severa, llena de desconfianza. Esperé a que repitiera la pregunta, pero nada. Enseguida volvió a mirar hacia delante. Carretera abajo, siempre en suave pendiente y flanqueados por una doble fila de cipreses, bajaban hacia nosotros grupos de campesinos, chicos y chicas. Era el paseo del domingo. Agarradas del brazo, algunas muchachas formaban a veces cadenas sólo femeninas de cinco o seis. Qué extrañas, me decía mirándolas. Cuando se cruzaban con nosotros, curioseaban a través de los cristales con sus ojos sonrientes, en los que la curiosidad se mezclaba con una especie de orgullo extraño, de desprecio apenas disimulado. Realmente extrañas. Bellas y libres. —Papá—volvió a preguntar Giannina—, ¿por qué las tumbas antiguas dan menos pena que las nuevas? Un grupo más numeroso que los otros, ocupando buena parte de la calzada, cantando a coro y sin preocuparse por el paso, había obligado al automóvil casi a detenerse. El interpelado metió la segunda. —Claro—respondió—. Los muertos recientes están más cerca de nosotros y precisamente por eso los queremos más. En cambio los etruscos hace tanto tiempo que murieron—y de nuevo estaba contando un cuento—que es como si nunca hubieran vivido, como si siempre hubieran estado muertos. Otra pausa, más larga todavía. Al término de la cual (ya estábamos muy cerca de la explanada que había delante de la entrada de la necrópolis, llena de coches y de autobuses) le tocó a Giannina impartir su lección. —Pero, ahora que dices eso—dijo dulcemente—, me haces pensar que los etruscos también vivieron y que los quiero tanto como a los demás. La visita a la necrópolis que siguió tuvo lugar bajo el signo de la extraordinaria ternura de esa frase. Fue Giannina quien nos predispuso a comprender. Era ella, la más pequeña, quien de alguna manera nos llevaba de la mano. Bajamos a la tumba más importante, la reservada a la noble familia Matuta, una baja sala subterránea que acogía una veintena de lechos fúnebres dispuestos dentro de otros tantos nichos en las paredes de piedra caliza y profusamente adornada de estucos policromados que representaban los objetos cotidianos más próximos y queridos: azadones, cuerdas, hachas, tijeras, palas, cuchillos, arcos, flechas, hasta perros de caza y aves acuáticas. Mientras tanto, gustosamente abandonada cualquier veleidad de escrúpulo filológico, trataba de imaginarme en concreto lo que podía significar para los tardoetruscos de Cerveteri, para los etruscos posteriores a la conquista romana, la asidua visita a su cementerio suburbano. Tal como se sigue haciendo hoy en día en los pueblos italianos de provincia, la puerta del camposanto es la meta obligada de todo paseo vespertino. Venían de los núcleos urbanos próximos, casi siempre a pie—fantaseaba yo—, en grupos de parientes y consanguíneos, o de simples amigos, quizá en pandillas de jóvenes semejantes a las que nos acabábamos de encontrar por la carretera, en pareja, con la persona amada, o incluso solos, para luego meterse entre las tumbas cónicas, sólidas y macizas como los búnkers con los que los soldados alemanes cubrieron inútilmente toda Europa durante la última guerra, tumbas que, por supuesto, se parecían, tanto en su interior como en el exterior, a las habitaciones fortificadas de los vivos. Sí, todo estaba cambiando—debían de decirse mientras avanzaban por el camino empedrado que atravesaba de un extremo a otro el cementerio, en el centro del cual las ruedas de hierro de los carros habían grabado poco a poco, a través de los siglos, dos profundos surcos paralelos—. El mundo ya no era el de antes, cuando Etruria, con su confederación de ciudades Estado aristocráticas y libres, dominaba casi por entero la península itálica. Nuevas civilizaciones, más toscas y populares, pero también más fuertes y aguerridas, se habían hecho con el mando. Pero, en el fondo, ¿qué importancia tenía ahora todo eso? Traspasado el umbral del cementerio donde cada uno de ellos poseía una segunda casa y, en su interior, el lecho ya preparado en el que no tardaría en yacer junto a los antepasados, la eternidad ya no tenía por qué parecer una ilusión, una fábula, una promesa de sacerdotes. El futuro podría alterar el mundo a voluntad. Sin embargo, allí, en el reducido recinto consagrado a los familiares fallecidos; en el corazón de aquellas tumbas en las que, junto a los muertos, se había tenido el cuidado de depositar muchas de las cosas que hacían de la vida algo bello y deseable; en aquel rincón del mundo protegido, resguardado, privilegiado; al menos allí (y su pensamiento, su locura, seguían aleteando, después de veinticinco siglos, en torno a los...