E-Book, Spanisch, 392 Seiten
Reihe: Ensayo
Bates Los hombres que odian a las mujeres
1. Auflage 2023
ISBN: 978-84-126130-8-7
Verlag: Capitán Swing Libros
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark
Incels, artistas de la seducción y otras subculturas misóginas online
E-Book, Spanisch, 392 Seiten
Reihe: Ensayo
ISBN: 978-84-126130-8-7
Verlag: Capitán Swing Libros
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark
Escritora feminista británica, colabora con The Guardian entre otras publicaciones. Fundó la página web Everyday Sexism Project en abril de 2012. Su primer libro, Everyday Sexism, se publicó en 2014. Previamente trabajó como actriz y niñera, un periodo en el que experimentó el sexismo en las audiciones y descubrió que las niñas que cuidaba estaban demasiado preocupadas por su imagen. Durante una entrevista para The Daily Telegraph, en abril de 2014, Bates afirmó: «El feminismo significa para mí que todos deben ser tratados igual, independientemente de su sexo. Tenemos que dejar de juzgar a las mujeres por su apariencia». «Un hombre puede ser padre, médico, político o abogado, sin que su sexo sea motivo de comentario -dijo a Anna Klassen de The Daily Beast-; no se trata de hombres contra mujeres, sino de personas contra prejuicios». En el tercer aniversario de la página web, en abril de 2015, Everyday Sexism había llegado a más de 100.000 entradas. Bates también ha tenido que hacer frente al abuso online. «Algunos hablan de asesinos en serie que admiran y a quienes les gustaría emular -dijo a Lucy Kellaway- y de las diferentes armas que usarían sobre nosotras». Fue galardonada con la Medalla del Imperio Británico en 2015 por servicios de igualdad de género y recibió el Ultimate New Feminist Award de la revista Cosmopolitan en 2013.
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Introducción
Imaginemos un mundo en el que anualmente se viola, apaliza, mutila, maltrata y asesina a decenas de miles de mujeres por el mero hecho de serlo. Imaginemos un mundo en el que se fomenta de manera activa el odio hacia las mujeres mediante comunidades de hombres cada vez más numerosas especializadas en alimentar y avivar la causa. Imaginemos un mundo en el que ese odio se funde a la perfección con la furia racista: «putas» tachadas de contaminar linajes superiores; «salvajes» invasores, conjurados por imaginaciones enardecidas por el odio, a quienes se acusa de rapiñar el producto deshumanizado de las frágiles mujeres blancas. Imaginemos un mundo en el que miles de hombres, unidos por un código compartido de odio virulento, se alían para demonizar a las mujeres —a quienes tachan de malignas, desalmadas y codiciosas—, despotricar contra ellas y tramar de manera gráfica cómo violarlas y destruirlas en una gloriosa sublevación fanática. Imaginemos un mundo en el que algunos de esos hombres, queriendo materializar esas fantasías, cometieran feminicidios múltiples y escribieran manifiestos para explicar la ideología que los llevó a cometer esos atentados terroristas. Imaginemos un mundo en el que hombres vulnerables, niños perdidos y adolescentes confundidos y asustados se vieran presa de esas comunidades, que se alimentan de sus miedos y los empujan al odio, la violencia y la autodestrucción.
No hay necesidad de imaginar ese mundo: es el que habitamos. Pero igual no lo sabías, porque no nos gusta hablar de ello. No nos gusta correr el riesgo de ofender a los hombres. Nos cuesta pensar en los hombres blancos heterosexuales como en un grupo homogéneo, aunque nos resulta sencillo cuando pensamos en otro tipo de personas, porque tenemos por costumbre conceder a cada uno de esos hombres el privilegio de una identidad diferenciada. Se trata de hombres complejos, heroicos, individuales. Nos parece que sus decisiones y elecciones surgen de un conjunto de circunstancias diferenciadas y singulares, porque así es como los vemos: como personas diferenciadas y singulares. No nos importa hablar de las mujeres como de un grupo ni de la violencia contra las mujeres como un fenómeno, pero hablamos de ello como si fuera algo que ocurre así sin más. Por norma general, no hablamos de los hombres como autores de la violencia contra las mujeres. Decimos que a una mujer la han violado; hablamos del índice de mujeres que han sido víctimas de una agresión sexual o de maltrato. No decimos que los hombres cometen violaciones ni que son agresores sexuales y maltratadores violentos. Por eso resulta tan sencillo centrarse en la vestimenta, el comportamiento y las decisiones de las mujeres al analizar la violencia sexual. Advertir a las mujeres de que extremen las precauciones para protegerse y, de manera implícita o explícita, culpar a las víctimas que no adopten tales precauciones. Porque la violación es algo tenebroso y oscuro que acecha en un callejón y que les sucede a las mujeres que van con minifalda, no un acto deliberado y criminal cometido por hombres de carne y hueso. Ante la obligación de enfrentarnos a esos hombres cuando algún caso mediático salta a los titulares, los describimos como «animales» o «monstruos» para separarlos con claridad de los hombres corrientes y respetables entre los que caminamos a diario. No los contamos, ni los cuantificamos ni los estudiamos de manera significativa. De hecho, rara vez les dedicamos un solo pensamiento.
Si hablamos de masculinidad, del patriarcado o del privilegio masculino, las conversaciones se desbaratan enseguida entre acusaciones de generalización y prejuicios. La queja es la misma en todas partes: Not all men (No todos los hombres). Es demasiado simplista, ofensivo y general. Sin embargo, presentamos pocas objeciones de este tipo cuando se da por hecho que los crímenes cometidos por un hombre de piel marrón o negra están relacionados con su raza o su religión. Hablar mal de la masculinidad —tacharla de problemática en su actual iteración social— se ve como un ataque contra los propios hombres. Cuestionar por qué algunos hombres se comportan de determinadas maneras se considera una agresión contra todos los hombres y, por lo tanto, inaceptable.
Pero es justo al revés. Quienes hablan de «masculinidad tóxica» no están criticando a los hombres, sino defendiéndolos: describen una ideología y un sistema que presiona a los niños y a los hombres de nuestra sociedad, de nuestra familia, para que se atengan a unos ideales impracticables, insalubres e insostenibles. Los aplastantes estereotipos de género perjudican a los hombres a nivel individual, además de a la sociedad en la que viven. Abordar ese problema, desarticular esas presiones, es una cuestión de vida o muerte para nuestros jóvenes, que, como piezas de dominó, se precipitan al abismo que dejamos atrás cuando pasamos de puntillas junto al problema y nos negamos a ponerle nombre.
Pero es que no nos gusta ofender a los hombres; de ahí que no lo mencionemos. No usamos la palabra «terrorismo» cuando describimos una masacre cometida por un hombre blanco con la intención explícita de inspirar terror y sembrar el odio contra un grupo demográfico específico —aunque esa sea la definición de terrorismo— si el sector demográfico en cuestión son las mujeres. Ese hombre está «trastornado», «perturbado» o es un «lobo solitario», nada más. Empleamos un lenguaje que lo señala de manera específica como un marginado, una aberración. No hablamos de su periplo digital como de una «radicalización» ni usamos la palabra «extremismo» para denominar a las comunidades virtuales en las que se ha sumergido, aunque recurriríamos a esas palabras sin pensarlo para describir un tipo similar de delitos cometidos por otro tipo de hombres. No analizamos qué los ha llevado a cometer esos atentados ni cómo han llegado a acumular tanto odio.
La mayoría de los hombres son personas buenas y compasivas que jamás en su vida cometerían tales delitos. Pero eso no puede impedirnos reconocer que quienes los cometen no siempre actúan en el vacío. Si no detectamos los vínculos, si ni siquiera nos detenemos a considerar la masculinidad y su tóxica construcción social como un factor determinante en esos crímenes, nunca los controlaremos ni los prevendremos de manera eficaz. Eso no quiere decir que tratemos a todos los hombres como enemigos: al revés. Significa abrazar a las legiones de hombres que están al pie del cañón, a los activistas y educadores volcados en combatir el problema. Existe un movimiento masculino real —fundado a finales de la década de 1960 para complementar el floreciente movimiento de liberación femenina y que aún permanece en activo— que abarca comunidades que están luchando de verdad contra los numerosos problemas legítimos que afectan a la vida de los hombres, así como hombres que luchan por su cuenta por acabar con lacras como la violencia en las relaciones de pareja. Es un movimiento que pretende cuestionar y desmantelar la masculinidad tóxica al comprender que resulta tan dañina para los hombres como para las mujeres. Pero ese movimiento se ve amenazado y eclipsado por otros movimientos masculinos caracterizados por el odio.
Esto no atañe solo a las mujeres y a las niñas: también es una batalla para proteger a los jóvenes que se encuentran perdidos, que se cuelan por las grietas de los estereotipos sociales y caen directamente en los brazos de las comunidades que están listas para captarlos, ansiosas por lavarles el cerebro mediante el miedo a las amenazas a su hombría, su carrera y su país. Aunque fingen que la amenaza para esos jóvenes son las mujeres, los inmigrantes o los hombres racializados, la auténtica amenaza procede de las mismas formas rígidas de «hombría» que sus supuestos salvadores intentan preservar y fomentar desesperadamente. Sin embargo, preferimos hacer oídos sordos a ese movimiento de odio misógino que prepara y radicaliza activamente a nuestros jóvenes antes que vernos en la obligación de enfrentarnos a él.
Quizá todo esto suene muy radical, un poco exagerado. Igual piensas que tal vez haya uno o dos hombres en la red con opiniones exaltadas e ideas preocupantes sobre las mujeres, pero que así funciona Internet: no son más que adolescentes tristes en el sótano de la casa de sus padres, matando el tiempo sin más ropa que unos calzoncillos mugrientos y con un paquete de Doritos bajo el brazo. No entrañan una amenaza real. Inspiran más compasión que miedo.
Incluso la palabra que usamos para describir a las comunidades misóginas condensa a la perfección esa actitud. Al margen de alguna noticia suelta o de conversaciones en pequeños círculos en el marco del activismo feminista, la mayoría de las personas no conocemos la cada vez más extensa red de grupos, sistemas de creencias, estilos de vida y sectas que desgranaremos en este libro. Quienes la conocen la describen como la manosphere o «machoesfera». Al igual que en el caso de man cave, man flu y man bag,[1] utilizamos man como prefijo para denotar una leve burla, para sugerir algo ligeramente risible, una anomalía con respecto de la masculinidad tradicional. La machoesfera se ve como una ridiculez y, por lo tanto, como inofensiva. Pero no es inofensiva: es un espectro interconectado de grupos distintos pero relacionados, cada uno de los cuales tiene un rígido sistema de creencias, un léxico y una forma de adoctrinamiento propios. En este libro exploraremos los eslabones de la cadena —los incels, los...




